Las escaleras de la memoria

Las escaleras de la memoria

Yulia Bores

20/04/2019

Las escaleras de la memoria

Recordar es fácil para quien tiene

memoria; olvidar es difícil para quien

tiene corazón.

Gabriel García Márquez

Ella iba vestida con unos pantalones gruesos y un jersey de invierno con cuello alto. Fuera hacia un día de primavera caluroso y soleado y ya aparecían los primeros valientes en camisa de manga corta, seguramente turistas que han huido de sus largos y grises inviernos. En el coche hacía calor, pero ella temblaba con todo su cuerpo envuelto en una multitud de capas de lana y algodón. El mundo detrás del cristal seguía adelante en su ritmo caótico y dispar. Una chica joven en unos tacones vertiginosos pasó corriendo delante del coche y cruzó un semáforo en rojo. Por un instante un deseo angustioso de cambiar de papel con esa chica y salir corriendo inundó su mente. Apretó las manos con fuerza para concentrar toda la tensión e intentar parar el temblor.

Él seguía hablando. Hace rato que dejó de escuchar lo que decía. La verdad es que dejó de escucharlo justo después de la primera frase que provocó una explosión silenciosa y mortífera dentro de ella y ahora sus ondas se extendían convirtiendo todo a su paso en un desierto helado. Palabras, palabras, palabras. Eran su mundo, sus mejores aliadas, sus cómplices. Sabía cómo sacar con ellas la alegría y hacerla saltar entre las líneas escritas, como esconder detrás de ellas la verdad para que solo se intuyera sin imponerse, como convertir sus sentimientos en una flor o en una piedra. Y ahora se sentía tan desprotegida ante las palabras que entraron en su mente antes de que ella pudiera darse cuenta y cerrar la puerta. Eran oscuros, crueles, como los demonios, no cedían a los suplicios ni a las lágrimas. Eran del otro mundo, desconocido para ella hasta ahora. Un hombre muy mayor pasó lentamente al lado del coche apoyándose en un bastón de madera envejecida. Ella sin querer le siguió con su mirada y entró por un instante en sus pensamientos: “no olvidar comprar una barra de pan”, “hay que llamar al José para quedar esta tarde en el parque para una partidita de petanca”, “que día más bueno hace, por fin llegó la primavera”. ¿Cómo se debe sentir a esa edad, cuando todo parece quedar atrás: los amores, los odios, los deseos? La vida adquiere un matiz dorado de sabiduría y de tranquilidad. Los acontecimientos más emocionales pasan a través de las lentes de múltiples vivencias y pierden fuerza al llegar a su destino final, la mente, donde están valorados y asignados a su sitio apropiado dentro de la escala de alegría o dolor. “Vaya reflexión más inútil” pensó ella. Seguramente estará equivocada, como tantas otras veces en su vida. Los seres reales nunca obedecen a sus consideraciones. O quizás no sabe ver a las personas reales. Antes de que la gente le demuestra su verdadera naturaleza, ya les otorga las aptitudes que nunca poseían. Si tiene suerte y llega a ser mayor algún día sabrá la respuesta. ¿Será suerte?

De repente, un silencio abrumador interrumpió el desordenado viaje de su mente y la devolvió al coche junto con el temblor que seguía estremeciendo su cuerpo. ¿Le había preguntado algo? Pensó que de todas formas no era capaz de responder: la lengua parecía un cuerpo extraño dentro de su boca y notaba que no tenía ningún control sobre ella. Mejor, abrió la puerta y salió del coche, caminó hacia un paso de peatones, esperó a que el semáforo se pusiera en verde y cruzó la calle. Escuchó como detrás suya el coche se puso en marcha. Siguió caminando hasta que el ruido del motor desapareció dejando una huella profunda en su memoria. Sabía que se quedaría grabado para siempre en sus adentros, que le iba a despertar por las noches haciendo revivir el temblor y el silencio abrumador del fin de su mundo. Buscó con los ojos unas escaleras y se sentó a pleno sol para aliviar el frío interior que sufría. El fin del mundo desde luego era espléndido. Los abedules lucían un follaje primaveral recién estrenado. El cielo gozaba de un azul tan limpio y transparente que parecía copiado de un cuadro de Canaletto. Una paloma se acercó curiosa a sus pies y empezó a dar vueltas en la espera de que hubiera algo comestible entre las manos tan fuertemente apretadas.

Cuando se levantó para ir a casa ya empezaba a atardecer. Una mujer muy parecida a ella se quedó sentada en las escaleras con las manos fuertemente apretadas y con el temblor que recorría su cuerpo de vez en cuando. Ella sabía que se iba a quedar allá sentada hasta que el último día de su mundo se desvaneciera para desaparecer junto a él. La miró por última vez, dio la vuelta y cruzó la calle. El semáforo estaba en rojo.

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