Ya llevo un año en estas tierras, aún recuerdo el día que vi el anuncio en la facultad, «Médicos sin Fronteras necesita matronas para su nueva maternidad en Afar, Etiopía». No me lo pensé dos veces, rellené la solicitud y al cabo de unos días, me llamaron para una entrevista. Ahora soy la jefa de matronas de la zona.

Aquí, sin luz, ni agua corriente, he logrado crecer como comadrona, pero sobre todo como ser humano. Estas mujeres a las que atiendo en sus momentos más íntimos, los de dar a luz un hijo, me han enseñado que tengo una fortaleza que desconocía, o quizás me la han transmitido ellas con su saber milenario, por algo son todas descendientes de «Lucy» y eso se nota en su porte erguido, en los gestos, pero sobre todo, en la dignidad de sus miradas. Estas mujeres llevan, la mayoría de las veces solas y sin medios, todo el peso de la pobre economía familiar. Sus aldeas sobreviven gracias a ellas y con ellas he aprendido a utilizar recursos que para un occidental son banales. Cada una de estas mujeres que he conocido en este último año me ha enseñado que con muy poco se puede hacer mucho.

Aquel jueves era mi día libre y estaba aún en la cama ensimismada en mis pensamientos cuando Laura, mi compañera de habitación, me vino a buscar, -¡levántate que tienes un parto!

-¡No puede ser!, -le dije, -no tengo a nadie… -no me dejó terminar; ha venido Aziz, el guarda de «la casa de la espera» y dice que Abrinet está de parto. -Pero si solo está de siete meses, no puede ser, -seguía sin creérmelo, todo iba bien hace un par de semanas, -pensé.

Me vestí, me enfundé las botas, cogí mi pañuelo y mi instrumental y el guarda y yo nos subimos al jeep. Recorrimos los 15 Km de distancia con dificultad, la única carretera que tenemos en la región suele estar intransitable, las tormentas de arena son frecuentes y el desierto acaba tomando siempre lo que es suyo. El camino puede llegar a ser muy peligroso.

Los 41º no ayudaban, Afar, donde empezó todo, y donde, según los expertos, acabará todo, es lo más parecido al infierno en la tierra que un ser humano puede habitar; pero hay una belleza que me atrapó en su día, y por más que mi familia en Barcelona me pide que vuelva a casa, por más que hay cooperantes que no soportan ni un mes en estas tierras, yo soy incapaz de irme y abandonar mi proyecto de vida. La dureza del paisaje, los ocres de las dunas, el mar de arena, el olor a azufre, la tierra cuarteada por años y años de sequía; todo ese paisaje ya forma parte de mí. Afar era mi lugar en el mundo, sabía que la vida me había llevado allí para quedarme.

La contemplación del paisaje me tenía ensimismada y me distrajo de mi verdadera preocupación, pero se nos cruzó un zorro del desierto y el volantazo que le dio Aziz al jeep me hizo volver a la realidad… Abrinet. Solo esperaba que todo fuera una falsa alarma, su marido, como tantos hombres de la zona, había emprendido la marcha anual con la caravana de camellos para vender la sal que les permitía malvivir; aún tardaría unos meses en volver, los pueblos nómadas viven yendo y viniendo. Ella estaba sola ante el parto de su primer hijo.

Cuando llegamos al poblado ya era casi mediodía y el sol quemaba todo lo que encontraba a su paso, nadie vino a recibirnos, las moscas se nos pegaban a la cara y opté por cubrirme con el pañuelo hasta entrar en «la casa de la espera». Allí había una veintena de camas y colchones esparcidos por el suelo, todos ocupados por pequeños, que acompañados por sus madres, esperaban su ración de papilla. El hambre y la sed lo devastaban todo.

Pregunté por Abrinet y me dijo la enfermera que la encontraría en su choza, -no ha querido salir de ella, me comentó, -dice que si se va, los espíritus de su familia se perderán en el trayecto, y no quiere estar sola ante el parto.

Cuando entré en la choza me encontré con un charco de sangre y a Abrinet pálida como la luz de la luna. Le tomé el pulso, se nos había ido. Lloré, lloré de impotencia y de dolor, ya estaba bien de tanto agravio al ser humano. Nunca me acostumbraré a este dolor, a esta injusticia. Porque, ¿sabéis lo peor?, Abrinet, como tantas otras mujeres y niñas de Etiopía murió por ir a buscar agua al pozo. Cargó con un bidón de 25 kg a sus espaldas, estaba acostumbrada a hacerlo desde niña, pero esta vez su placenta no se lo permitió. Murió de una hemorragia.

La enterramos cerca de donde un día hallaron a Lucy, quizás dentro de muchos miles de años, alguien la encuentre y pueda explicar esta locura.


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