1. REVELACIÓN

Los trazos de aquellos rostros se le hundían en la memoria con nitidez dolorosa a pesar de que la vida se empeñara a veces en cubrir su memoria de brumas casi impenetrables. En cuanto la oscuridad se cernía sobre el mundo, la herida se abría en canal y sangraba de nuevo, y allá donde estuviese buscando el amparo del sueño siempre veían a buscarle los aromas que un día impregnaron los rincones del hogar humilde en el que nació. Aquellos retales del pasado se mezclaban con la humedad de los campos en los que se acostaba, pintaban cada huella que dejaba en el camino y le acompañaban cuando se resistía a renunciar a la soledad. Eran su cobijo en las noches más frías porque le hablaban de anécdotas del ayer, cuando todavía estaba a salvo del mundo, y los días transcurrían entre canciones inventadas y carreras bajo el sol. De aquellos años recordaba los susurros apagados en mitad de la duermevela que provocaba la chimenea del hogar, las risas traviesas de sus cinco hermanos bajo las mantas de la cama que todos compartían, el puntual canto del gallo al alba con su estridentes notas cargadas de melancolía y los atardeceres apacibles que anticipaban una nueva jornada tan despreocupada como la anterior. Pero a pesar de que la soledad a veces se empeñara en tentarle con una huida hacía atrás, no se engañaba a sí mismo. Se hallaba donde debía estar.

Había venido al mundo en la estación del otoño, pero sus padres nunca le habían podido precisar ni el mes ni el día, porque ellos, igual que sus padres, y con anterioridad los padres de éstos, habían vivido por y para sus cultivos y sus animales. A las pocas horas de dar a luz su madre saltaba de la cama y se entregaba a sus faenas domésticas con una fortaleza de hierro y poco tiempo para arraigar en su memoria fechas destacables en el calendario. Más bien la llegada de cada nueva criatura a la familia suponía un quebradero de cabeza para acomodar el número de bocas en la mesa a la exigüe producción de la granja, si bien jamás faltó en la mesa un mendrugo de pan para alimentar a toda la prole. Sin embargo, a medida que crecía, aquel remanso de paz pronto empezaría a generarle a Plácido un profundo rechazo que no advirtió en ningún otro de sus hermanos. Ellos labraban la tierra con satisfacción, se ocupaban de conducir las ovejas a los prados sin irritarse ante el sempiterno paisaje que los rodeaba o amanecían emocionados por conducir la carreta que llevarían cargada de quesos para su venta en el mercado de la ciudad, miemtras él se consumía como una vela hostigada por un nuevo amanecer. Tenía trece años cuando los días empezaron a parecerle demasiado largos, los árboles que rodeaban la casa muy lánguidos y tristes y la tierra que pisaba tan árida como el futuro que se le avecinaba. Veía a sus padres consumirse ante las exigencias de aquellos campos que se negaban a ser productivos, taciturnos bajo los sombreros para ocultar los rostros arañados por el sol inclemente en verano y la navaja del frío en invierno. Las manos cada vez más hoscas y grandes, como las raíces de un árbol centenario que ya repudía hata el sustrato que le ha de dar vida. El alma fatigada por la amenaza constante del hambre. Durante sus ensoñaciones envidiaba a los pájaros que vagaban sin rumbo por el interminable reino del cielo, y al percibir su libertad rogaba porque un milagro le concediese a él también unas alas que le alejaran de la prisión en la que debía sobrevivir hasta el advenimiento de la muerte. Por las noches se sumía en un estado frenético que le negaba el sueño, por lo que pasaba las horas intentando adivinar qué ocultaban tras de sí las desdibujadas montañas que se elevaban en el horizonte. Durante años guardó en silencio el inquebrantable desafío al destino que le anidaba dentro, a pesar de que cada día pesara más en él, y le trastocara el carácter hasta convertilo en un muchacho taciturno y ensimismado. Sabía que de poco o nada hubiera servido revelar sus anhelos a sus padres, porque en sus cabezas no cabía más que el amor a la tierra. Generaciones enteras de su familia habían nacido y perecido en esas mismas inmediaciones sin ningún sentimiento de frustración por no llegar a conocer el mundo que se escondía más allá de donde sus ojos llegaban.

Pero por designios del azar o de los sinos, su suerte cambió para siempre una fría mañana de abril, apenas despuntó el alba. El sonido de cascos de caballo le empujó con precipitación a la ventana y desde allí divisó a un hombre aproximándose al hogar familiar. Espoleaba su montura sin vacilación, y eso es precisamente lo que más miedo le infundió. El que no le preocupara en absoluto quién o quiénes pudieran habitar en aquella casa y con qué actitud le acogerían, lo que daba una primera información acerca del carácter del desconocido y de cómo estaba acostumbrado a ser recibido. Sus padres no se encontraban en casa, hacía una hora que habían salido en compañía de sus tres hermanos mayores para labrar unas tierras que quedaban tras una ladera cercana, y le habían dejado al cuidado de los dos más pequeños, Isabel, de tres años, y Josué, el bebé de nueve meses. La tranquilidad del emplazamiento rural en la que habían construido su hogar había acostumbrado a sus padres a dejarles en multitud de ocasiones solos, sabedores de que salvo alguna visita esporádica de los vecinos más cercanos, a unos seis kilómetros, nadie más solía transitar por aquellas soledades tan alejadas de los caminos que conducían a las ciudades principales.

El hombre se bajó de su caballo en absoluto silencio, acompañado solo por sus propias soledades y la capa de polvo que le cubría de pies a cabeza. Desde la ventana vio como amarraba su animal a la valla que rodeaba la casa y se dirigía a la puerta sin abandonar ni un instante su intrigante mutismo, el rostro rudo, desangrado de emociones. A Plácido las tripas se le retorcían por los nervios, pero entendió que no debía dejar que el miedo le paralizara. Subió a rastras a su hermana y al bebé al piso de arriba, y las encerró en el armario implorando que guardasen silencio. Después bajó a la cocina, tomó el cuchillo más grande que encontró y se colocó frente a la puerta sin saber muy bien qué más hacer. Con un lastimero chirrido de visagras apareció frente a él. Le miró durante un rato sin decir nada, luegoinspeccionó su alrededor con detenimiento y le sonrió. De pronto, a Plácido aquel gesto le recordó a los camelos de los lobos de cuento que idean mil y una artimañas para merendarse al protagonista de la historia, solo que en esa ocasión el final no apuntaba tan feliz, y se sintió de pronto muy pequeño. Insignificante. Allí estaba él, un crío de doce años enganchado a un cuchillo como único medio de defensa para mantener a raya a un hombre que por su pinta debía haber pasado por encima de bestias sin despeinarse.

-Hola, chico- tronó su voz ronca y poco acostumbrada a finuras- ¿Estás solo en casa?- Por fin. La pregunta que más temía Plácido había tomado forma y flotaba en el aire entre los vapores nauseabundos que exhalaba el cuerpo sudoroso del desconocido. Pero no por esperada, aquella cuestión resultaba menos intimidatoria y de fácil resolución. Plácido era incapaz de decir nada, solo miraba fijamente al hombre que había hablado, aferrado a la empuñadura del cuchillo que ocultaba a su espalda, a la espera del más mínimo movimiento amenazante para dejar a su intuición tomar parte en aquel trance. Huir o atacar. Gritar o aunar todas las reservas de entereza. La indecisión le paralizaba todo el cuerpo.

Tras convencerse de que el chico no iba a contestar, el hombre caminó hasta el centro de la habitación, y se dejó caer sobre una silla con el agotamiento de mil vidas a sus espaldas. Escudriñó su rostro con detenimiento, porque pronto se dio cuenta de que el desconocido había dejado de reparar en su presencia con una habilidad que no dejó de impresionarle. Se había recostado en el asiento y dejado caer la cabeza hacia atrás, mientras de su boca salían ruidos indescifrables, acaso palabras con algún sentido para alguien, acaso evocaciones de significado íntimo producto de los delirios del cansancio. Tenía la piel tan maltratada por el sol quese le desgarraba en jirones rojizos salpicados de ampollas y un pelambrera llena de mugre cayendo sobre los hombros. Nariz ancha, mandíbula rota por una profunda cicatriz, labios acostumbrados al sigilo, ojos exhaustos, perfil de animal cercado. El corazón se le salía a Plácido del pecho cuando contemplaba a aquel hombre que tan poco se parecía a su padre, a sus vecinos, a cualquier otro semejante que hubiera conocido y que pese a estar frente a él, a unos pasos de poder haber hundido el cuchillo en su carne si le hubiera dado alguna mínima oportunidad de hacerlo, se hallaba muy lejos, en otras realidades que solo podrían entender quienes han sufrido el mundo.

-¿Tienes algo de comer, chico?

Plácodp por fin fue capaz de articular un movimiento y miró a su alrededor hasta en su trayectoria visual se interpuso la olla con las sobras del día anterior reposando junto a la cocina. Lentamente intentó coger la comida, pero el inconveniente de hacerlo con la única mano libre que le dejaba el cuchillo le empezó a resultar muy difícil.

-Puedes dejar eso en su sitio, chico- Plácido se volvió hacia él como si no comprendiera.

-Al cuchillo me refiero, hombre. ¿De veras creías que no lo sabía? Si ese artilugio es más grande que tú- El hombre profirió en ese punto una sonora carcajada que hirió a Plácido en lo más hondo de su orgullo.- Venga, trae aquí esa comida que tengo el hambre de cien lobos.

El niño hizo por fin lo que se le pedía y observó en silencio al forastero mientras devoraba el contenido de la olla como nunca había visto hacerlo a nadie, ni siquiera a sus hermanos mayores cuando regresaban exhaustos al anochecer tras una penosa jornada de trabajo. Devoraba aquel hombre la comida como un animal de voracidad compulsiva, sin reparar ni un momento en el cubierto que su forzado anfitrión había colocado sobre la mesa.

-Dime chico, si es que sabes hablar, ¿a cuánto queda Brhams?

-A dos jornadas y medio a caballo, señor. Dos si el animal es rápido y se apuran los descansos.

-Muy bien, muy bien…pues entonces habrá que celebrarlo como se merece, ¿no te parece, chico?. Me había desorientado un poco, pero me acabas de dar una gran noticia. ¿Hay vino en esta casa?- Artenón cogió un de las botellas de su padre y fue a verter el contenido en un vaso, pero el hombre se la arrebató con agilidad felina.

– No somos señoritas, ¿verdad chico? Venga, bebe conmigo, las alegrías siempre saben mejor en compañía- El niño hizo lo que el hombre le decía y pegó un trago. Era la primera vez que lo hacía y sintió el ardiente paso de aquel líquido abriéndose camino a través de su garganta con soltura. Luego el hombre miró a través de la ventana y se quedó un rato ensimismado, con el ceño fruncido y los labios apretados, sopesando pros y contras, cavilando, calculando, encomendándose a Dios sabe qué. Era de complexión robusta y se notaba que había mareas de vidas resumidas en cada centímetro de su piel, cuero de la mayor categoría castigado por la inclemente fuerza de los elementos.

.- ¿Dime chico, dónde están tus padres?- dijo de repente cuando volvió en sí, recostando los pies sobre la mesa- No tengo el gusto de conocerlos, pero creo que no deberían dejar a alguien tan joven como tu solo en casa. Hay demasiados peligros, demasiada gente malvada…

-Tienen que estar a punto de llegar, señor. Han ido a visitar a unos vecinos cerca de aquí.

-Humm, comprendo- dijo el hombre mesándose la barba sin quitarle el ojo de encima. Después se levantóy desenvainó su espada, lo que provocó el sobresalto de Plácodp- Ja, ja, ja, chico, pareces un conejo asustado, tranquilo, solo voy a dejarla sobre la mesa. A veces los hombres necesitan separarse un rato estos trastos ¿sabes?, más que nada porque no callan y lo que cuentan pesa más que el mismo acero. Es verdad chico, este arma puede hablar, en un lenguaje muy particular, privado, indiferente para quienes no han aprendido a escuchar, pero casi siempre lo que te dicen te revuelve el estómago y te pone patas arriba las entendederas- De nuevo, un largo trago a la botella. -Hacia tiempo que no estaba en una casa como esta, con los años te sorprenden las cosas más insignificantes. Vas cabalgando y durante las noches eras testigo de fenómenos extraños que pondrían el vello de punta hasta a los difuntos, admiras la belleza de las mujeres más hermosas de cada comarca,te topas con los paisajes más contundentes y sobrecogedores y he aquí que loque más me ha impresionado en años es una casa tan fea como esta con un niño tan feo como tu en ella. Ja, jaja, ¿no es absurdo? Absurdo y cruel -La botella vacía rodó por el suelo y el hombre empezó a aplaudir como un crío excitado. Luego se puso a llorar.

“No me malinterpretes chico, es que llevo mucho tiempo sin hablar con nadie, es difícil entenderse en este mundo con algún semejante.”.

“¿Familia? Si, creo que algún día tuve. Bueno, todos provenimos de algún lugar, pero en mi caso ese sitio quedó tan lejos que ya no lo recuerdo. Mi familia soy yo y quien quiera acogerme en un momento dado. Mira, ahora tu y yo somos familia y está bien, nos hacemos compañía, lo pasamos bien, y sobre todo no nos conocemos lo suficiente para hacernos ningún reproche ni sentir envidia el uno de el otro. La amistad solo es el camino hacia el odio.”

“Bueno, sí, he viajado mucho, creo que por todo el mundo conocido. He vivido muchas aventuras chico, y he estado a punto de ser historia en la mayoría de ellas, pero he disfrutado, de veras, de ser quien era en todas y cada una de ellas. Nunca quise ser nadie más, ni más rico, ni más amable, ni más inteligente. Esa ha sido mi clave, la fidelidad hacia mi mismo.”

“Claro que he matado. Muchas veces. Al principio llevaba la cuenta, como una especie de rosario invisible sobre mi cuello, por aquello de los remordimientos que se supone que hay que tener, el miedo al pecado, la importancia quedebía merecer aquello… Pero luego pasé página, porque por el mundo hay que ir ligero y al fin y alcabo los muertos ya no reclaman. Soy un asesino, supongo, pero me considero buena persona. No, no pongas esa cara, chico, se pueden ser ambas cosas sin caer en ninguna contradicción. Nunca arrebaté vida por venganza, ni por envidias o dinero, eso solo lo hacen los malos, los antinaturales. Lo mío siempre ha sido accidental o una simple cuestión de supervivencia si lo prefieres…¿Tienes por ahí alguna otra botella, chico? No estoy acostumbrado a hablar tanto y la garganta me está llorando”.

“Bueno, a decir verdad, de algo me arrepiento. Había un hombre, tenía los ojos verdes creo y la piel pecosa, algo raro, su voz sonaba a emboscada… lo acompañaba una mujer joven, atardecía y el cielo todo era rosa, y él y yo y ellos formábamos una especie de corro y nuestras sombras se proyectaban largas sobre la tierra, subían por las paredes de las colinas y luego ascendían hasta el cielo. De ella apenas recuerdo nada, solo su pelo que era rojo como el fuego y se le enredaba sobre el rostro. Luego unos sonidos huecos, el silencio, las sombras absorbidas por el crepúsculo, gritos que sofocó la oscuridad de puntillas . A veces… supongo que todo sucedió así…pero yo soy un ave de paso y no se mirarsino es desde el cielo”

“Y entonces Néstor y yo escapamos con las sacas llenas de monedas y esos tipos a nuestras espaldas pisándonos los talones. Saltamos del acantilado encomendándonos a Dios y !zas! Nos tragó el mar en un santiamén, pero por fortuna logré aferrarme a unas rocas. La corriente era diabólica y se empeñaba en llevarme con ella, pero me resistí a morir. Las olas eran gigantescas y apenas me dejaban llenar los pulmones de aire. Tenía las manos destrozadas por los salientes de las piedras, pero me abracé a ellas con más fuerza que a mi madre, chico… Nunca más supe de mi compañero»

Todavía no había llegado el sol a su cenit cuando la pequeña mota en la que la distancia había convertido al hombre sin nombre desapareció para siempre ante los ojos de Plácido. El niño había liberado a sus hermanas del armario y escuchaba sus protestas indiferente, concentrado tan solo en el torbellino de emociones que sacudían su cabeza y le planteaban interrogantes que no sabía si quería o debía resolver. Algunas veces un gesto nimio, una palabra dispersa en un contexto anodino, un simple roce descuidado puede ser el desencadenante de un tsunami que aplasta el devenir natural de una existencia, sin que nadie, a veces ni en principio el propio interesado, sea capaz de percibirlo hasta que ya la realidad es demasiado implacable. Una mirada, un suspiro, una voz, el aleteo de una mariposa…nadie repara en ello, pero de pronto toda una existencia queda congelada bajo su acción revestida de pueril inocencia, hasta que poco a poco la estructura interna del nuevo ser va reviviendo con el bullir de nuevas promesas vitales. Una génesis irremediable engendrada por la gracia de la casualidad y parida con la connivencia de la vida que se ha detenido en seco.

Plácido ya no era el mismo que habían dejado sus padres antes de irse a trabajar. El mapa de sus pasos ya estaba claro, lo había trazado el hombre sin nombre antes de deshacerse en brumas de memoria. Del paso de aquel enigma errante por su hogar no solo quedó el recuerdo de tres botellas vacías volcadas sobre la mesa y la dura reprimenda de sus padres, a los que nunca llegó a contar lo sucedido. Fue su secreto más querido durante los años siguientes en los que se esforzó por no trasgredir las expectativas de pacífico hombre de campo que sus progenitores habían alumbrado para él y el resto de sus hermanos desde el nacimiento. Sin embargo, la mañana del tercer aniversario de aquel encuentro corrió presuroso a desvanecerse tras los pasos de su mentor, sin despedidas incómodas ni arrepentimiento. Bien sabía que no quería hacer daño a nadie, pero no hubo una última mirada hacia atrás ni tampoco una carta de adiós. Mientras su caballo corría hacia ninguna parte sintió que se fundía con el viento y que la libertad se expandía por sus pulmones hasta generarle una euforia que solo conocía por los sueños. Al fin todo encajaba como un puzzle con todas sus piezas al completo. Los árboles, el cielo, la tierra…todo estaba en perfecto orden y formaba parte de un engranaje infalible que no debía defraudarle nunca. Cuando el sol estaba en su apogeo, la polvareda levantada por su caballo en las inmediaciones del hogar que le vio nacer era soloun espejismo del pasado.

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