El universo sobre mí.

El universo sobre mí.

Geo.

12/04/2019

Harta.

De las angustias y de las ansiedades.

De los miedos y los pánicos.

De todo ese combo que cuando combinas en un vaso y empezas a batir hace que tu cabeza y tu cuerpo implosionen.

Harta.

De las inseguridades ajenas que se vuelven propias.

De las malas noticias que te pican la piel.

De las injusticias que te hacen cerrar los puños hasta clavarte las uñas.

De ese futuro que una vez proyectamos y hoy no estamos viendo.

Porque lo proyectamos mal; porque desconocíamos las posibilidades; porque no hay que proyectar. Yo proyecté un montón. Tanto que esquematicé al punto de pautar tiempos y edades; meses y no sé si días. ¿Por qué? ¿Cuál es la necesidad? ¿Qué pretendía de mí misma? ¿Cuáles eran las partidas y cuáles las metas? ¿Y las razones? Porque las hubo. Calculo que todas esas respuestas las sabrá mi versión adolescente de diecisiete años; esta de veinticinco carece de certezas y sobra de inquietudes. Y de repente todo se desmorona: ese profesorado en el que te creíste capaz, ese deporte que amaste desde los diez años hasta los veinte, esas amistades que creías reales, esos trabajos que rechazaste, esos otros a los que accediste para convertirte en una esclava, esos familiares que desaparecieron y esos otros que viajaron al otro plano, ese sueño de la mudanza y esos amores que no fueron o idealizaste. A veces el amor puede ser una porquería y duele incluso aunque no lo tengas porque las ausencias también lastiman. Todo lo ideal se convierte en la nada. El todo y la nada. La abundancia y el vacío. La abundancia de los sueños y el vacío de la realidad.

A veces siento que todo se me cae encima, y cuando digo «todo» es el mundo. Las cosas caen por su propio peso, obvio, cuestión lógica sobre la teoría de la gravedad; pero tampoco necesitaba que me caiga encima el universo. Me duele, me hace llorar e incluso a veces ni siquiera sé por qué. Quizás porque hubo una versión mía que no era así, que disfrutaba, que no le afectaba, que no dolía, que jugaba a ser quién quería ser y que no sentía las presiones externas. Esas que dicen: “¿Y cuánto te falta para recibirte?”; “¿Y para cuándo el novio?”; “¿Por qué no cambias de trabajo?”; “¿Ya pensaste que hacer cuándo…?”; “Así nunca vas a llegar a ningún lado”; “Estudiá y sé la mejor”. ¿La mejor de qué? ¿La mejor para qué? ¿A dónde querés que llegue? ¿Cuál es ese lugar al que tengo que llegar? ¿Vos lo conocés? ¿Vos ya llegaste ahí? ¿De qué me hablan? ¿A dónde nos quieren llevar? ¿A dónde nos piden que vayamos? ¿De qué me sirve ser la mejor si a veces me olvido de hasta reírme? No tengo ganas de ser nada más que yo misma, introducirme en mi consciente –o inconsciente, qué se yo– hasta hallar esa pequeña pelotita que rebota al punto de inquietarme y olvidarme. Y al único lugar al que quiero ir es al que tenga ganas, en el que me sienta capaz, en el que las inseguridades no sean las que me ganen todas las guerras.

Un día voy a gritar basta. Voy a interrumpir una mesa familiar, o voy a levantarme temprano por la mañana un domingo, o voy a ausentarme al trabajo y voy a gritar frente a alguien o sola. Quiero gritar para desquitarme todas estas penas; quiero dejar de sentir miedo para empezar a sentir libertad. Ahí está. Es eso. Es la ausencia de libertad. El peso que siento son las cadenas atadas a mis brazos y ancladas en el suelo; es la sociedad escupiéndome en la cara; es el país escurriéndome su sangre en mis pies; es la muerte avisándote que llegó a la familia y va a dejar huella y también culpas; es el insomnio y la almohada mojada de tanto llorar por las madrugadas imaginando escenarios posibles; es ese vacío en el centro del pecho que te dan ganas de salir corriendo del lugar en el que estés. ¿Hacia dónde? No lo sé. Pero corres igual; es el miedo a la necesidad de querer empezar a hacer lo que te gusta porque te gusta sin tener que dar más explicaciones que esas; es el ego propio que a veces falla y te hace tirar todo a la basura porque no podés creer en vos misma, y calculo que si no podes creer en vos misma es porque quizás nadie creyó en vos alguna vez; es el anhelo de modificar el llanto de dolor por el de felicidad, el de recuperar los sentidos que querés y que hacen bien, y no esos adormecimientos en los brazos y piernas o los calambres de estómago que me desesperan y aíslan.

Así que un día tomaré el coraje suficiente, me subiré a un auto (espero ya tener licencia para aquel entonces –bueno, y también un auto), cargaré el baúl de maletas, el asiento copiloto de comida y me iré. Pero no se asusten, es porque quiero vivir; mientras tanto que el universo siga cayendo porque para ese entonces ya le estaré empezando a ganar.

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