Truman sacó de su bolsillo un cilindro de acero de la misma circunferencia de un dólar de plata. Metió allí la hierba, el pequeño moledor mecánico pulverizó y tamizó las flores de marihuana, dando como resultado un fino polvillo que con maestría luego convirtió en un cigarro. Capote lo observaba con curiosidad, como siempre, sabía que su amo pasaría por breves momentos a otro plano astral, aspiró un poco del polen que estaba por el aire y dio un suave estornudo. Fumamos brevemente la hierba espirituosa y sentí como recorría mi cuerpo una onda eléctrica de relajación, el humor mejoró, la conversación, aunque ecléctica, fue imaginativa, satisfactoria y todos anidamos una sonrisa en los labios.
El día que conocí a Truman fue en La Feria, en Barranco, él estaba encargado de poner música, allí bastante despistado, alto, de larga barba pelirroja, blancón y con la sonrisa afable, me habló todo el tiempo que estuvimos juntos de Capote, su perro. Lo veía con complicidad y ternura, se encontraron en un páramo boliviano hace años, un cachorro naufrago de madre, hermanos y dueño, a un lado de la carretera, con el hocico achatado, moreno de espaldas y blanco de pecho, con formas de un pequeño pastor alemán, pero con un rostro amable. Capote rondaba entre nosotros y la consola, olisqueando tranquilamente a este extraño y posando su hocico en mis piernas buscando una caricia. Truman había salido de Argentina a rodar por Sudamérica en su Citroneta, llevaba su ropa, su guitarra y sus sueños de libertad. Cuando a cincuenta por hora cruzaba una inmensa y fría meseta vio un bulto de pelos moviéndose. Detuvo el auto y descubrió a Capote que, sin emitir ningún sonido, le clavó sus dulces ojos café y le lamió la mano. Sin remedio Truman y Capote desde ese día se hicieron inseparables.
Truman era músico y Capote compañero. Cruzaron todo américa del sur, Truman cantaba reggae en cualquier lugar donde pudiese, vendía artículos berretas que compraba de país en país y vivía el sueño de la libertad. Contaba que lo veían como gringo pero que sus pesos cada vez valían menos. En una dicotomía sudamericana Truman era blanco, pero no tenía plata. Capote nació libre y siempre lo fue, ayudó a Truman a ligar con las chicas y era feliz de ir para aquí para allá inaugurando lugares dónde marcar su territorio. Corrió por ciudades y lagos, selvas y desiertos, era un perro que sabía sonreír con la lengua afuera y en el medio. Como buenos viajeros fueron deshaciéndose de todo según iban subiendo, dejaron la Citroneta en Colombia, los discos en Venezuela, la ropa extra en Bolivia, la vanidad en Brasil, la cordura en Chile, el hambre en Perú. Por un momento pensabas que Truman era Capote y que Capote era Truman, y así fueron en libertad coleccionando amigos.
Capote cumplió los quince años, y dejó de caminar, movía con mucha dificultad las patas y no se podía mantener en pie. Truman lo cargaba para todo, un día que andábamos en el auto, vi nervioso a Truman y a Capote, bajamos en casa y cuando se vio un poco libre Capote largó una diarrea tremenda con el olor de mil huevos podridos. Aun así, Capote nunca dejó de sonreír y era muy activo con el cuello y la cabeza, siempre buscando a Truman. Truman debía viajar a Argentina, en avión. Con Truman y Capote fuimos la dirección de salud para certificar a Capote como animal de apoyo emocional y así poder viajar con Truman en la cabina. Como era cierto y Capote tenía mucho carisma en sólo dos días lo certificaron. Lo montamos en un coche de bebés que modificamos y al llegar al aeropuerto a Truman y a Capote le abrieron las puertas de par en par, sin revisarles nada, ni la guitarra, ni las maletas, pasaron los dos personajes a la cabina de forma sencilla y con las risas y sorpresa de la gente. Me abracé con Truman y me despedí de Capote. A Truman estoy seguro que lo volveré a ver, de Capote me quedará el recuerdo de su carita contenta a las tres de la mañana, cuando Truman se despertó con la guitarra a cantarle unas canciones.
JAP
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