Desamor

JAP

10/04/2019

El desamor lo dejó insensible, la relación había acabado de la peor manera, amistosamente. Con el sincero pero triste deseo de que el otro tenga una vida plena sin ti en ella.

La despedida fue al atardecer en un parque frente al mar, al fondo una pareja de jóvenes se estaban enamorando y como excusa, practicaban notas musicales en dos trompetas. Se conocían demasiado y su amor había nacido descuidadamente en un momento de mutua inocencia y ajeno a cualquier consideración de consecuencias.
Cuando se encontraron por vez primera en la milonga, la diferencia entre ellos era absoluta, distintos maestros y distintos estilos, él descuidado y osado, ajeno a cualquier tipo de sutileza, ella delicada e insegura en la marca, esforzándose a cada paso para tener una performance perfecta. Tímida enemiga de equivocarse.

Las amigas y el maestro eran la barrera que la protegía, de ese extraño lugar lleno de personas cada una más rara que la otra, había llegado luego de un año de clases y ensayos a su primera milonga. Mientras esperaba su turno para entrar del brazo de su maestro al remolino infinito que es la pista de baile, estaba siendo fijada por la mirada de él, quien la siguió con los ojos fijos desde su entrada. De primera le atrajo que fuera nueva, que nunca la haya visto, también ese contraste de lo blanco de su piel y sus cabellos profundamente negros. Le hizo recordar a Blanca Nieves y como él a su corta edad pensaba ser un manzana podrida, le pareció oportuna sacarla a bailar, así sin verla en la pista, sin siquiera tener la certeza de que ella le aceptaría la invitación o su capacidad de dar dos pasos de tango. Impulsivo y despreocupado rodearía a la muchedumbre y se le aparecería por la espalda.

Un llanto silente compartían ambos en ese atardecer de tardío verano. No afloraba del todo porque sentían, a la vez, el alivio de la compañía mutua. Se conocían demasiado al punto de detectar en el otro la soberbia, el chantaje y la mentira. Entonces eran imposibles estas actitudes del uno hacia el otro, les daba bochorno y era inútiles, en su transparencia se pondrían en evidencia. Sabían demasiado bien que se querían. Que entre ellos había ternura y hoy como nunca antes eran más dolorosas las caricias que los reproches.
Las trompetas enamoradas repetían una y otra vez el mismo estribillo, ya la tarde había pasado a ser noche. Decidieron sin fuerza levantarse de las bancas y caminar como siempre hasta ahora, en la misma dirección. Los años transcurridos y los millones de pasos recorridos juntos en un abrazo, hacían que sus cuerpos de coordinaran, a pesar de estar separados. Cada paso expresaba en la postura y en la cadencia la profunda tristeza del largar del aire de un cansado fuelle.

Habían sido por tanto tiempo uno, que no sólo sentían lo mismo, sino que también lo expresaban de la misma manera.
La alegría de quien está a punto de realizar una travesura lo embargaba. Había aprovechado la vocación del profesor de tango ajeno que estaba bailando con la amiga de bailarina para acometerle por la espalda y tocarle con la yema de los dedos sobre el hombro, esbozar una sonrisa e invitarla a bailar. Ella volteó sorprendida y algo asustada, despertando del mareo que era su primera milonga. De repuesta un raro gesto, se le arquearon las cejas a modo de disculpa, que se moría de miedo y de vergüenza, que era la primera vez que venía, que no entendía el protocolo, sobretodo quería decirle que nunca había bailado con otra persona que no era su profesor y que no se sentía capaz, ella estaba aprendiendo. Pero fue imposible, él estaba desbordado de entusiasmo, como un cachorro que mueve la cola, era todo sonrisa y en sus ojos reventaban fuegos artificiales. Sin darse cuenta y en medio de mil disculpas se dio cuenta de que la estaban abrazando, que le dieron un primer empujón y como un reflejo y sin control estiró la pierna hacia atrás y los dos se condenaron en un primer paso.

Esa tarde ellos habían usado muchas palabras, que buscaban describir todo menos lo que ya estaba dicho. Ahora en la húmeda noche caminaron en silencio, la tranquilidad de la banca en el parque del malecón fue cambiada por las bocinas de los autos y los rumores de la gente, el paisaje cambio de horizonte a edificios, las luces de los anuncios de la calle se reflejaban en las vidrios de las ventanas de los escaparates y apartamentos, coloreaban las pieles de los transeúntes y otorgaban al paisaje una sensación de espejismo.
Se miraban de reojo y sus cuerpos mientras hablaban, pisaban con el taco y luego con la punta, colocando la cadera sobre el eje, en el dobles del cuello o en la altura de los hombros, se decían todo con el movimiento del cuerpo que atravesada ese espacio, denso, generando las ondas, por la tensión de ambos, en el fluido en que se había convertido el mutuo silencio. Ninguno quería mirar al otro, sabían de la elocuencia de sus movimientos, fijaban la vista en otro lado, porque conocían ese lenguaje, lo habían perfeccionado juntos y que alegría les había dado, expresaban en el abrazo una complicidad absoluta, con sus pisadas la pasión incontenible, con las caricias de las manos la sutileza de su sensualidad y con el roce de los rostros la devoción del uno por el otro.
Habían logrado con el baile expresar su erotismo hacia el otro, en público, pero con un código vedado para los demás, de manera oculta a los demás habitantes de la milonga, tan sutilmente que nadie se diera cuenta de la intensidad de sus emociones. Juntos sabían también bajar ese velo y provocar sensaciones cuando les tocaba bailar en una exhibición, frente a un público y quienes los observaban casi siempre captaban la alegría de su encuentro en el baile, los manipulaban lanzándose miradas o mostrando las caricias, también su mutuo sentido del humor en pequeñas variaciones en sus evoluciones. Recibieron por años aplausos y felicitaciones, miradas de envidia también, pero ni lo bueno ni lo malo los afectaba, porque tenían claro que uno bailaba para el otro.

Que torpeza la de ellos en esa primera tanda, como se notaba su inexperiencia. Los nervios los traicionaban, no sólo era que él no tenía idea de cómo marcar, de cómo comunicar sus intenciones, los siguientes pasos o movimientos, ni que ella dudara con razón con que pie pisar, o como mover el torso o para que lado inclinar el cuerpo. El sudor de las manos evidenciaba sus nervios, de la emoción del flechazo de uno por el otro. Que agonía tan feliz es esta, la del amor embrionario, como uno no puede respirar para retener lo más posible el momento. Y mientras él subía la velocidad para encubrir sus faltas, ella saltaba de pie en pie, intentando alcanzarlo. Ella con los cabellos alborotados y un poco mareada, él con la camisa empapada y temblando.

Ambos acabaron así ese primer paseo por la pista de baile. Ella medio furiosa, media desencajada y sin haberse siquiera asomado a ese tango controlado y bien coreografiado de su clase. Él nervioso, con ganas de ir al baño y sin conciencia de qué había pasado en esos tres minutos. Se miraron un poco con desconfianza, con alegría, con mucha sorpresa, con agitación y lo único que tenían claro es que querían repetir, repetir por siempre.

La humedad de la noche les provocaba bochorno, extrañamente, después de haber sido expertos, en ese momento les costaba ponerse uno frente al otro. Torpes como al inicio de su historia, eran incapaces de formar una oración de despedida. Al final sólo basto con mirarse fijamente, medio abrazarse, él la rodeo con un brazo y ella cruzó los suyos sobre su cuerpo sin rodearle. Fue un medio abrazo largo, donde ninguno quiso ceder, solo en un breve instante las cienes se encontraron y empujaron una a la otra con mucha ternura. Como cuando bailaban y en ese encuentro y mutuo balanceo expresaban su devoción. La punta de sus zapatos escogieron cardinales distintos, fue la despedida, la ruptura, el final de una pareja de tango.

JAP.

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