La herencia que recibió de su padre fue cuantiosa. Heredó las riquezas en dinero, oro y propiedades que acompañan al poder y casi siempre son inescrutables. Los mitos y el imaginario. También el caudal político de los seguidores, quienes creen que el ejercicio del mando es la opresión y la beligerancia, y les simplifica la vida la dicotomía de los que están a su favor y en su contra. Pero también heredó los odios de los desplazados y oprimidos, la incredulidad de los más cultos y los vicios de los arribistas.
Desde muy joven lo acompaño en la comparsa del poder, que desfiguró su juventud y la privó de experiencias necesarias para formar una personalidad propia. Fue forzada a remplazar a su madre como figura pública, y sin saber muy bien porqué, terminó transformándose en un accesorio en la foto que servía para humanizar a su progenitor frente a las masas. El déspota, más tarde que pronto, tuvo que huir de su propia trampa. Así en vida fue forzado a dejarle la herencia a la chiquilla, con la consigna de que ella debería salvarle el cuello. El gallinero en que se había transformado la corte cacareaba insultos y consignas, nacidas de la soberbia del pánico.
La chiquilla fue muñeca de trapo de habilidosos conspiradores y objeto de veneración para los fieles. Por un tiempo las aguas se calmaron y su labor consistió en salvar los bienes y esconderlos con la mayor pericia. Fue en esta época de calma que pensó en ella misma, contrajo nupcias y procreó. Dejó que los cortesanos se encarguen del día al día y ella sólo se preocupó por la impunidad de la familia. Pero el tirano dejó de ser sombra en el extranjero y con soberbia se le ocurrió la estupidez de volver al poder y terminó en una mazmorra.
El tiempo había pasado y la chiquilla se convirtió en mujer. En contra de su voluntad retomó las armas para liberar al inescrupuloso y se puso nuevamente a la cabeza de la vil corte. El pueblo no había olvidado las matanzas ni los latrocinios, pero al mismo tiempo parte del mismo defendía el antiguo mito del Shogún. La mujer endureció su alma a punta de insultos, haciéndola cada vez más insensible. Mantuvo por un tiempo la coherencia y reformó, con astucia, nuevamente su base de poder reclamando el caudal político que recibió de herencia. No logró entronarse pero si fortalecer su posición y al reclamar la herencia la creyó propia.
Ya en la cabeza de sus huestes la mujer disfrutó las delicias del poder en las sombras, se alió con antiguos enemigos que compartían con su padre un pasado indecoroso y la ambición putrefacta de colmar el poder con tácticas despreciables. Sus antiguos enemigos y ahora aliados compartieron a sus corruptos magistrados y ladraron a su favor por pura conveniencia. Así llegó nuevamente una oportunidad para tomar el país. Ella había cambiado y su cambio hizo rodar muchas cabezas de la antigua corte del Shogunato, prefirió a los que la alababan sin importar ni la formación o inteligencia, primó su arribismo y exigió obediencia plena. Fueron pueblo a pueblo, amasando voluntades con míseras limosnas y faltó muy poco para cumplir con su destino. A pesar de la derrota, ella se entronó como una segunda fuerza de la precaria nación y promovió divisiones, fue consciente de su poder y a pesar de no tener una conquista plena decidió ser dictadora.
El truhan que tenía de padre, se seguía marchitando en la mazmorra y un hermano de la legítima heredera le reclamó que use su poder para darle libertad. La dictadora veía a ahora a su padre como una amenaza a su nuevo poder y desterró a su hermano de sus huestes. El poder la había envilecido y como lo recibió de herencia su aprendizaje fue pobre, su nueva corte, formada por incapaces, hacían mierda tras mierda en el parlamento y ella era indiferente pues se creía superior. Lograron sin embargo destronar al legítimo y débil gobernador de la precaria nación y esperó haber entronado a un títere que le allanara el camino.
Se creía en la cima, a pesar de no tener ningún poder legítimo y encontrarse en las sombras. Con un inexplicable y vertiginoso devenir de los hechos, la dictadora fue víctima de su propia trampa, de la embriagante estupidez de la soberbia y presa de una ignorante corte, que peleaba por migajas y se acusaban mutuamente. Más temprano que tarde fue encerrada como el antiguo Shogún en una mazmorra. A oscuras y en solitario, con sus ojos entrecerrados, ella entendió los avatares del bastardo de su padre, repitió los mismos errores y recibió el mismo castigo, pero no sintió remordimiento ni deseos de pedir perdón. A pesar del inconveniente ella estaba segura de cumplir con su destino, pues era una dictadora.
JAP.
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