Profesora de bordado

Profesora de bordado

JAP

10/04/2019

Los diestros dedos de Silvia atravesaron la tela del bastidor con una aguja, había seleccionado lana de oveja teñida de vivaces colores para la clase, con pequeñas puntadas formaba el primer pétalo de una flor imaginaria con los fosforescentes colores del sol andino. La técnica empezaba formando el diseño desde el centro e iba corriéndose, puntada a puntada, ligeramente hacia los lados, mientras la lana pasaba a través del manto, produciendo un sonido como de gorgoteo cada vez. La plácida sala del departamento miraflorino de clase media superior juntaba a Silvia con sus cuatro alumnas, una de ellas una joven psicóloga, la otra la esposa de un embajador, una pintora de reconocido talento y por último una curiosa heredera. Silvia tomó un descanso y se sirvió té de jazmín, las mujeres bordadoras conversaban animadas y aprovecharon la pausa de Silvia para preguntarle sobre su ausencia de tres meses.

Sonrió con sus dientes blancos que centellaban en contraste con su piel oliva, dio un suspiro y depositó la taza sobre la mesa, para coger otra madeja de lana y enhebrar una aguja. Se tomó su tiempo para responder. Con los ojos fijos en el bordado comenzó a contar que había tenido que hacer un viaje. Su madre enfermó gravemente, los médicos recomendaron tratamientos paliativos, pero Silvia contó que mamá Rosa les dijo: “Me está llamando mi tierra, quiero morir en mi tierra”, lo dijo de una manera en que no aceptó ser contradicha, apenas Silvia y sus hermanos aceptaron su deseo mamá Rosa recuperó la vitalidad y todos se dieron a la tarea. Mamá Rosa quería una ceremonia de tres días, para ello dispondría de sus ahorros, fueron a elegir un ataúd. Silvia contó que su madre llegó a la funeraria y que cuando los vendedores se acercaban a dar sus condolencias con un “Lamento su perdida”, ella respondía: “Aquí todavía no se ha perdido nada hijito”.

Empacaron las cosas en la camioneta de un primo y tomaron la carretera camino a Huaytará, pronto dejaron la ciudad atrás y entraron de lleno a los serpenteantes caminos de la cordillera, elevándose cada vez más. Iban los tres en la estrecha cabina del pickup, atrás, en la palangana, iba el ataúd pintado de rosa con dibujos de flores de vivaces colores y colibríes. El favor se lo hizo Evaristo un dibujante de carteles que era vecino. La camioneta traqueteaba por los caminos rurales, mamá Rosa dirigió al primo a un pueblo cercano y cuando llegaron la esperaba un hombre con un toro, medio flaco y de expresión indiferente. Cuando Silvia le preguntó a su madre para qué era el toro, mamá Rosa le respondió: “Para la comida pues hijita”. Treparon al toro en la palancana, arrancaron la camioneta y eran los tres, el ataúd y un toro indiferente traqueteando junto al río.

Silvia recordaba que al llegar a Huaytará su madre se conmovió en silencio. Acomodaron al toro en el patio, el ataúd quedó en la sala. Los días pasaron apacibles, por las mañanas alimentaban al toro, luego juntas Silvia y su madre, hilaban en las pushkas la lana que le traía un amigo, cocinaban, papas, ollucos y habas. Por la tarde hacían visitas, hablaban con el sacerdote del pueblo o con la orquesta, negociando precios y contratando los servicios funerarios. Un día las vino a visitar un tío que tocó el arpa mientras ellas bordaban la falda con la que mamá Rosa sería enterrada. A pesar de que ya estaba todo preparado y el toro había engordado mamá Rosa tenía el mejor de los ánimos y la mayor vitalidad. Murió a los dos meses, durante la noche, con la pasividad de un yaraví. Los hermanos de Silvia llegaron un día después, realizaron las misas, se rezó y lloró en el velatorio, hicieron la vigilia, se compraron y bebieron las cajas de cerveza, cocinaron al toro, la banda tocó y cerraron con candado la puerta de la casa, para que Silvia y sus hermanos retornen a su vida en Lima.

Silvia había terminado de bordar el diseño, las alumnas estaban alucinadas con el relato, hicieron algunas preguntas, algunos comentarios y rieron juntas. La profesora de bordado cogió sus paquetes, caminó a la avenida, tomó un bus hacia el lado feo de la ciudad y recordó su niñez bordando junto a su madre, escuchando el rumor del río y el sol de Huaytará.

JAP.

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