El color de la succión

El color de la succión

Joni Toledo

03/04/2019

Había nacido con acromatopsia, ceguera total al color, pero a pesar de mi incapacidad visual, desarrollé una habilidad para distinguir colores en los sonidos. Lo llamaban sinestesia. La primera vez que vi el rojo fue al tomar con un sorbete una coca en McDonald´s; el azul fue al escuchar el agua correr en el grifo de la bañera de mi tía, el verde al escuchar el sonido que hacen las hojas en el parque.

Con el tiempo aprendí que con cada palabra podía formar un color diferente y, con cada oración, mezclar esos colores. El canto, para mí, era pintar cuadros abstractos, centrándome en las tonalidades y los sentimientos más que en la lógica. En cambio, los discursos eran una forma de pintura más cercana a la realidad con escenas definidas, no simplemente colores entremezclados. Estas habilidades conformaron mi sustento en la adultez; mis discursos y cantos eran objeto de admiración donde quiera que fuese.

Los cuadros más bellos los encontré cuando llegué a la isla. Las tardes y las noches eran teñidas con colores estridentes, vivaces, que provenían de detrás de la muralla. Eran hermosos y solo en retrospectiva puedo comprender lo siniestro del fenómeno.

La isla se llamaba Eidiká y era el lugar de las personas especiales. Para vivir allí se sometían a una evaluación rigurosa de sus rasgos y, si eran aceptados, debían dejar de tener contacto con el mundo exterior.

La muralla separaba dos porciones de la isla. En la sociedad solo entraban los mejores pero no éramos todos iguales. Existían dos niveles de jerarquía: los Monadikó, los especiales, y los Éktakti, los extraordinarios. Los últimos generaban las normas y podían ir a todos lados pero los primeros debían quedarse en su parte de la isla sin excepciones. Para pasar a ser Éktakti los nuevos miembros debíamos demostrar nuestra valía frente a losMonadikó que nos estarían observando.

Los días pasaban y la amabilidad y amistad con que los primeros residentes nos tratábamos se convirtió rápidamente en hostilidad. Todos se sentían más especiales que los especiales.

Nunca había tenido muchas afinidades y esperaba que allí, entre la gente como yo, las tuviese. Pero no las tenía, quizás justamente por ello, porque eran como yo, centrados en sí mismos. Ya no me sentía superior al resto porque quienes me rodeaban parecían muy interesantes.

Cada semana, los sábados, un grupo de diez personas eran ascendidas sin ninguna razón aparente. Eran dirigidos a través de la muralla hacia la tierra de losMonadikó. Cada vez que esto pasaba, veía hermosos colores que danzaban en el cielo recibiéndolos. Nunca el espectáculo era igual al de la semana anterior, los colores cambiaban, eran estridentes, metálicos, translúcidos u opacos. Una vez, mientras observaba fascinado estos tintes, un éktaki me preguntó qué estaba haciendo, lo cual me hizo dar cuenta que no todos los podíamos ver.

Cuando, luego de varios meses, me ascendieron, fui escoltado a través de la muralla; el último en cruzar del grupo que había ascendido ese día.

Estaba en la cima de una colina y en cielo el sol se ponía. Frente a mí había un grupo de veinte personas sonrientes y, en el medio de la muchedumbre, había un muñeco de paja tamaño natural.

A medida que me acercaba noté algo extraño: las personas no se movían. Estaban congeladas, como si fuesen estatuas. Me acerqué a la que tenía más cerca, una chica. Pasé la mano en frente de su rostro pero sus ojos siguieron inmóviles. Extendí mi mano para tocarla y su nariz se quebró y se desarmó en una ventolera de ceniza.

Más allá había otras elevaciones del terreno, cada colina despedía un color diferente y estos se juntaban en el cielo formando algo muy similar a auroras boreales. En la cima de las que la que estaba más cerca pude ver una silueta extraña como dos hombres abrazándose.

Escuché un ruido seco. Lo que a primera vista me había parecido un muñeco de paja no lo era, se movía. Se había agachado sobre una de las personas que se encontraban allí. Un par de colmillos largos y finos como agujas de tejer se introducían en el cuello de un hombre y actuaban como sorbetes al succionarle la sangre. A medida que la criatura succionaba, el tejido reseco y fibroso como la paja comenzaba a hidratarse y a adquirir volumen, tanto que pude reconocer una forma humana.

La criatura me miró clavando sus ojos felinos en mí. Quise moverme pero mis músculos no me hacían caso. Entonces, avanzó hacia mí, con esos largos y finos colmillos extendidos como agujas hipodérmicas y goteando sangre.

En ese momento comprendí qué eran los hermosos colores que veía detrás de la muralla: no más que el sonido que causaban estos seres al extraer la sangre.

Ellos eran como yo: lo importante no era la sangre sino los murales celestiales que pintaban con el sonido que causaban, también eran sinestésicos y toda esa parafernalia era su forma de crear. La criatura observó que podía reconocer su arte: que estaba frente a su hermano.

Solo sería un momento, no me desecaría como a sus víctimas, solo el tiempo suficiente para transformarme y dotarme del don de los colmillos, mis futuros instrumentos. No sentí el pinchazo, pero sí escuché el sonido de la succión, el mío tenía un color rojo.

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