Hoy Juan se despertó convencido de que sería un día como cualquier otro, sentía el pesado grillete de la rutina en cada musculo de su cuerpo. Los días comenzaban cada vez más temprano; sin embargo, nunca pasaba nada. Las horas se acumulaban. Una tras otra las veía pasar desde su escritorio, como si fuera un mero espectador.
El reloj comenzó a sonar. Lo miró con desánimo, creyéndolo culpable de todas sus miserias. Observó en silencio el ventilador de techo -el zumbido que provocaba al girar era hipnótico. Se frotó los ojos quitando las lagañas, abrazó la almohada y escondió su cara en ella, mordiendo la sábana blanca.
Salió de la cama con dificultad y fue al baño. Agarró el cepillo de dientes; tenía restos de dentífrico y sangre de la noche anterior. Lo enjuagó y se miró en el espejo. Entonces comenzó a tocarse desesperado: su rostro se encontraba en llamas, pero no sentía dolor. El fuego comenzaba en su cuello y se extendía hasta su cabello.
Se metió en la ducha y la prendió. El agua fría recorrió su cuerpo. Agarró un pedazo de jabón blanco y, con cuidado, comenzó a limpiarse la cara. Abrió los ojos y la espuma le nubló la visión. Se sentó en el suelo y abrazó sus piernas. Las gotas lo golpeaban con fuerza. Tomó el pequeño espejo redondo que usaba para afeitarse y se observó detenidamente. Las llamas no se extinguían.
Salió del baño y agarró una toalla. Con cuidado se secó el cuerpo y se cambió para ir a la oficina. Mientras se acomodaba la corbata, imaginaba la reacción de sus compañeros al verlo. Hacía diez años que trabajaba en el departamento de ventas de una fábrica de cordones y nunca había ocurrido nada fuera de lo común en la oficina. Estaba seguro que su cabeza prendida fuego sería lo más emocionante que podría pasar en esa empresa.
Oyó un ladrido, al darse vuelta vio a su perro tieso observándolo desde el otro lado de la habitación. Se agachó y comenzó a llamarlo. “Vení, Pancito, vení con papá”, dijo. El animal gruñó y mantuvo la vista fija en él. Se acercó para acariciarlo y murmuró: “Soy yo”. El cachorro apoyó el hocico en su regazo y lamió su mano.
Tomó las llaves de la casa, el portafolio y un tupper con sobras de comida de la noche anterior. Cerró el departamento y llamó el ascensor. La vecina del 4D salió con la bolsa de basura, la dejó en el suelo y lo miró.
– Hola querido, lindo día, ¿no?
– Sí, un solazo, está para salir a pasear más que para ir a trabajar.- dijo, algo sorprendido por la poca capacidad de asombro de la señora. Bajó al hall de entrada y saludó al portero, quien sólo atinó a gruñir un “buenos días”, mientras trapeaba el piso.
Camino al subte, observó detenidamente a la gente que se cruzaba en su camino. Todos ellos, ocupados en sus asuntos, no parecían notar nada raro en él. En la estación paró a comprar el boleto. “Dos viajes, por favor” le dijo al chico rubio del otro lado de la ventanilla. Él lo miró con desprecio, agarró el billete y le tiró dos cartones.
Al subir al tren, ocupó el primer asiento libre al lado de la puerta. Cerca suyo se sentó una nena con un chupetín y su mamá. La pequeña lo miró y, sin sacar la paleta de su boca, dijo con dificultad: “Mirá mamá, el señor está prendido fuego”. La madre, avergonzada, le dijo que era mala educación hablar de esa manera sobre la gente y que el hombre sólo tenía calor. Lo miró apenada y murmuró: “Perdón”.
Se bajó en la estación Ángel Gallardo y caminó por Corrientes hasta llegar a la oficina. Al entrar, saludó al chico de seguridad y se pusieron a hablar del superclásico que se venía el fin de semana.
– Me desperté con la cabeza hecha un fuego hoy.
– Uh, ¿querés un paracetamol? Tengo.
– No, prendida fuego literalmente.
– Tranca, falta poco para el finde.
Juan se rió y subió las escaleras. Antes de entrar, miró su reflejo en la puerta de vidrio. Sí, su rostro seguía en llamas. Llegaban hasta el techo ya, era imposible controlarlas. Fue a su cubículo, se sentó y prendió la computadora. Pablo se acercó y lo saludó con una palmada amigable en la espalda.
– Cuidado, boludo, te vas a quemar.
– ¿De qué hablás?
– Hoy me desperté y tenía la cabeza prendida fuego, en este momento está al rojo vivo.
– No tenés nada.
– Te juro que sí.
Bajó la mirada y observó su reflejo en el vidrio del escritorio. El fuego comenzaba a largar chispas. Tomó la taza sucia con café que había dejado el día anterior y fue a la cocina. Varios de sus compañeros estaban amontonados en un rincón, empujándose para agarrar una medialuna antes que se acabaran. Los saludó mientras lavaba su vaso pero nadie respondió.
Caminó a su cubículo con dificultad. Los pies le pesaban cada vez más. Los arrastraba con desgano, hasta que tropezó con uno de los pliegues de la alfombra y cayó al suelo. Se quedó acostado ahí, mientras escuchaba cómo todos se acercaban preocupados. “Estoy bien”, murmuró mientras se levantaba.
Se acercó a su escritorio y observó la computadora en silencio. La pantalla estaba repleta de post-its de colores con recordatorios urgentes como: “Llamar a Juan del flete y preguntarle si puede cargar 200 cajas medianas” y “Mandar mail a los brasileros y arreglar reunión para la semana que viene”.
Sentía cómo subía la temperatura, tenía las mejillas hirviendo.
– Pablo, tocame la frente, ¿la sentís caliente?
– No, viejo, te juro que no tenés nada.
– Me voy a la mierda, si alguien pregunta, me sentía mal. Después veo qué invento.
Agarró el portafolio y corrió al ascensor. Apretó el 0 y, mientras bajaba, se observó en el espejo. Las llamas eran reales, las podía ver, sentía el calor en su piel. Salió a la calle, el sol de media mañana brillaba en el cielo diáfano. Se sentó en el banco de una plaza. A su lado, un señor mayor alimentaba las palomas con migajas de pan que sacaba de una bolsa de supermercado. Al observarlo, notó que se tocaba la espalda algo incómodo.
– ¿Necesita ayuda?
– No, gracias, estoy acostumbrado a cargar con esta piedra sobre mis hombros, sólo que a veces el dolor se hace insoportable.
En silencio, observó a su alrededor. Una señora hamacaba a un niño mientras se acomodaba las cadenas que ataban sus pies. A unos metros de allí, un hombre miraba su celular preocupado mientras se acomodaba la flecha que le atravesaba el cráneo.
– Lindo día. – dijo el anciano, sin quitar la vista de las palomas.
– La verdad que sí.
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