Sidarta Gautama fue un asceta indio que caminó sobre la tierra en el siglo V a.C, dato irrelevante y posiblemente erróneo, al igual que su propia existencia. Posiblemente fue un Jesucristo más o muchos Jesucristos de los que han pasado inadvertidos a los ojos de los hombres y que, por tradición oral, se han recopilado muchas personas en una sola. Parece éste un fenómeno repetido a lo largo de una historia carente de la suficiente originalidad como para crear un personaje verdadero, que libere a una humanidad de unos interrogantes que siguen siendo los mismos desde la primera salida y puesta de un Sol impredecible.

Gautama, estaba predestinado a ser asceta, hecho casi obligatorio si naces en las alturas del mundo. Tiene sentido, desde allí, bajando la vista, se pueden observar todas las cosas, grandes y pequeñas; alzándola, ver las ideas herméticas e intentar descifrarlas cuando las noches son templadas y abiertas. A través de esta vista privilegiada, panorámica, es posible resolver esas eternas discusiones de una humanidad con eternos interrogantes. Puede que fuera así como, debajo de un higuera, Gautama consiguió llegar a la iluminación y conocer la felicidad, o lo que para él resultó ser la felicidad: Desencadenarse de esas cuestiones, ignorar cualquier pensamiento y sentenciar que todo sufrimiento terrenal es una ilusión. Visto de esta manera parece una conclusión falta de complejidad, elegante, al igual que los mecanismos que rigen la base de la física o de la biología. Quizás Gautama tenía razón y el ser humano tiene una tendencia, como cualquier otra estructura cada vez más desarrollada, a buscar explicaciones cada vez más complejas para encontrar un atisbo de supervivencia o rozar la verdad.

Si este asceta existió y tuvo descendencia o con el paso de las generaciones se fue reencarnando, no es de extrañar que su esencia haya tomado cuerpo en un químico alemán, que a principios del siglo XX, desarrolló el MDMA. Puede ser que ante el desenfrenado desarrollo una sociedad cada vez más industrializada, viera este espíritu la necesidad de crear un atajo hacia la paz y hacia esa felicidad despreocupada; saltándose el lento proceso de meditación y soledad necesarios para llegar a la iluminación.

Fue esta una droga que muchos psiquiatras de los años 70 usaron en sus pacientes para mejorar el flujo de comunicación y llegar a la resolución de sus problemas. En los años 80, se generalizó su consumo como droga recreativa y como consecuencia, su uso fue penalizado. Obviamente, los compuestos de esta sustancia son variados y hay cientos de tipos de MDMA. A algún iluminado, quizás otra reencarnación o esencia genética de Gautama, se le ocurrió crear un compuesto químico de esta droga al que dio el nombre de Buda.

El efecto que produce el MDMA es una liberación de hormonas como la serotonina, la endorfina, la dopamina y otros químicos en el cerebro, dando una sensación de profunda paz interior, felicidad y una expansión de los sentidos hasta límites que de por sí solo, el ser humano sólo puede alcanzar por unos segundos cuando se da una especial soledad con el entorno, una comunión efímera; tomando un baño, en el silencio de unas montañas donde las aves son mudas y un viento aúlla rozando los cartílagos, o en compañía de esa mitad, separada por un hilo en el principio de los tiempos por unos dioses amedrentados. En infinidad de ocasiones ignoramos estas sensaciones microscópicas en el tiempo por parecernos demasiado alejadas de nuestra realidad.

Aparte de estos efectos físicos, si se consume MDMA con otra persona y sobre todo si esa persona es el ser amado, se llega a un punto de conexión intenso, fluyendo una comunicación y relaciones de ideas en el cerebro como lo haría un afluente imponente que ninguna presa puede parar, pero de carácter racional, cualquier cosa que se piense o se desarrolle, no se queda en los días posteriores perdido en el éter del delirio como puede pasar con otro tipo de sustancias, sino que son conclusiones útiles.

Tampoco es de extrañar que debido a esa cercanía y exhibición de emociones se le haya dado nombres como “la droga del amor” o “la penicilina del alma”. Como es de esperar, todo esto tiene un precio y es que el cerebro, al quedarse desprovisto de proteínas, hormonas y moléculas necesarias para la estabilidad de la química cerebral, entra en el llamado bajón y normalmente hasta dentro de un par de semanas no vuelve a sus niveles habituales. Sin saber cómo, este iluminado que desarrolló la categoría de Buda dentro del MDMA, pensó en ese fatalismo y le hizo frente. Esta pastilla, hace que el bajón sea tan lentamente progresivo que se ignora y, en compañía, esa preocupación por el auto-análisis anímico se diluye, llevando ese torrente a su fin, a un océano carente de vientos y corriente.

El proceso de la experiencia es de lo más curioso: si se quiere elevar al máximo, se tienen que poner en práctica comportamientos propios de un asceta. Es necesario el ayuno, conseguir un ambiente imperturbable y dejarse llevar, sin oponer resistencia y negar la vergüenza. Incluso el sexo queda relegado a un segundo plano, aunque surge una excitación sexual debido a esas sensaciones exaltadas; si se lleva a cabo, será difícil llegar al orgasmo y todo queda centrado en una necesidad de roces, besos, caricias y penetraciones que como fin último buscan una estimulación infinita del sentido del tacto, como si se tratase de una exploración adolescente e inocente, ampliando fronteras para conocer y ser conocido, para apretar y ser apretado y decir “ yo también existo y tú, tú también existes y te veo”.

Para mí, ¿qué fue para mí?. Compartí esos momentos, que quedaron como reminiscencias imborrables, talladas en inalterables rocas de la memoria; y fue con Ella, mi brisa y vela en viajes y experiencias por esos nuevos mundos y tierras que estábamos descubriendo juntos.

Nuestros pasos con Gautama nos llevaron al Parque del Retiro, a un lugar apartado y allí, en ese pulmón de la capital, exploramos nuestras emociones, en una comunión para nuestras almas, un domingo 15 de mayo de 2016. Y la música, hubo música y, como todos los sentidos, el oído también es afectado por el MDMA y se siente una oculta conexión con la armonía y los pulsos, llegando hasta las células más recónditas de la espina dorsal. Extasiados nos mirábamos, el uno al otro, veía su totalidad y jadeábamos por todo ese hormigueo y adrenalina y atmósfera y firmamento y periferia que nuestro cuerpo soportaba, todo nuestro núcleo y duplo e intimidad y momento en un paréntesis del tiempo para nuestras almas, que se rozaban y calmaban la una a la otra, extendiendo el lapso, unas horas que viven intensas en comparación con la totalidad de una vida. Hubo un momento álgido e inesperado. No habíamos reparado en que ese día se celebraba San Isidro, resulta que, cuando el sol impredecible se calmaba en el horizonte, se habían edificado, sin nosotros darnos cuenta, equipos de sonido con grandes torres cerca de nosotros. Cuando la noche había replegado a la luz, una armonía y pulso nuevo empezó a alimentar nuestros oídos, corazón y estómago, esas ondas nos rozaban y estábamos juntos y estábamos admirados, formando un todo. Las frecuencias graves eran una profunda reverberación dentro de nosotros, nuestras paredes internas aullaban en un frenesí y las frecuencias agudas susurraban nuestros oídos y cartílagos, lamiendo cada micra de nervio. Parecía que todo había sido preparado por obra de dioses que nos querían regalar ese momento, contemplando nuestra felicidad. La realidad temporal también estaba distorsionada y no estoy seguro de cuánto tiempo pasó, pero si ya estábamos en un estado de gozo sin fronteras ni perímetro visible, como si hubiéramos descubierto las Tierras de Ávalon y todos sus contornos se hubieran expandido, disipándose y dejándonos sin puntos de referencia de dónde estábamos, ocurrió algo más, que nos elevó a las alturas de cualquier otra experiencia vivida anteriormente: Fuegos artificiales. Detonando en océanos rojos, verdes y anaranjados, arrinconando a la noche a ínfimos retiros para que esas luces llenaran nuestras córneas, alumbradas, dejando pasar esos haces de luz a lo más profundo del espíritu y de nuestra existencia, impactando en los reductos de la memoria, ahora y por siempre impregnados de ese momento. Las explosiones retumbaban más y más, llenado y colmando. No sé cual es el límite de exaltación y felicidad que puede alcanzar el ser humano antes de que su alma y cuerpo se desintegren, pero juraría que estuvimos cerca. Lo teníamos todo. Ese conjunto de circunstancias nos llevó a otro espacio fuera de lo conocido, de lo experimentado y lo extraordinario. Lo teníamos todo: a Gautama, la naturaleza, la noche, la música y por encima de todo, nos teníamos a nosotros.

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