Saga Daerunhälm – Libro I: Conspiración

Saga Daerunhälm – Libro I: Conspiración

Alejandro Yuste

27/03/2019

1

La persecución prometía alcanzar la eternidad. La trayectoria de su destino se prolongaba y proyectaba hasta el infinito, limando la última frontera del agotamiento, sobrepasando por mucho lo que ella fuera capaz de soportar en cualquiera de sus vidas.

Había caído la tercera noche allí dentro, en ese bosque abrupto que tantos mitos arrastraba más allá de sus tinieblas, comprobando por sí misma que algunos de ellos eran tan certeros como una tragedia personal, ya reiterada en el recuerdo hasta la saciedad. Pero no podía fracasar ahora. De hacerlo, todo lo acontecido hasta entonces no le valdría más que para relatar unas pobres memorias, y no había afrontado toda adversidad para entretener a la plebe a cambio de un puñado de monedas deslucidas.

Era otra cosa la que buscaba, y las respuestas de ese último anhelo se fragmentaban con cada nueva palabra, danzando en el caos de un acertijo irresoluble.

La arboleda era frondosa y oscura e inalterable en su penumbra. La luz respetaba las altas copas de la espesura incluso durante la alborada, sin atreverse a penetrar a través de cientos de ramas enmarañadas. Los habitantes de Dalin parloteaban en tabernas de luz tenue, musitando acerca de los males que encerraba el paraje, y nada bueno resultaba de las conversaciones que trataban de llevar a cabo con prudencia.

El mundo se había vuelto un lugar extraño. Una tierra mezquina en la que cualquiera podría arrebatarle el alma a un desdichado y llevársela consigo.

A razón de los rumores que alimentaban miedos justificados y tras ciertos acontecimientos ya imborrables para muchos, las comunidades de la región de Delavert optaron por prevenirse de los tiempos que estaban por llegar, ataviándose con un velo de supersticiones innecesarias. Las precauciones se habían vuelto códigos de conducta, obligaciones que cumplir por el día y por la noche, sobre todo tras aquellos atardeceres de color carmesí que nadie quería recordar.

2

Se obligó a detenerse para descansar en la raíz de un sauce viejo.

Cabizbaja y encorvada, trató de ceñirse el manto de tela gruesa que la envolvía para protegerse de la humedad que le enfriaba el cuerpo. Se irguió para arquear su espalda, descubriendo entonces el desgaste de buena parte de sus músculos tras haberse sometido a tal esfuerzo. Las piernas le rogaban una tregua, pero debido a las circunstancias no podía concederles un descanso prolongado. La respiración se le entrecortaba. Su espalda estaba fría. El sudor, adherido a la ropa raída, la hacía temblar de forma incesante y le pegaba la melena al rostro.

Al apartarse el cabello para encontrar la siguiente ruta en la distancia, la aspereza del roce de sus guantes le recordó lo mucho que le dolía la cabeza. Cada paso en el camino era un agravante para la migraña que sufría, contribuyendo al propósito de creer que, si daba el siguiente, algo dentro del cráneo le iba a estallar. Al menos, si eso ocurría, no tendría que preocuparse más por las fuerzas que conspiraban contra ella.

El tiempo era su enemigo durante aquellos días, pero se vio obligada a meditar por las condiciones a las que estaba sometida. Aunque la meditación O-Shä paliara los efectos de la fiebre, nunca los haría desaparecer del todo.

Una vez colocada en posición de kaylin se mantuvo inamovible, en sintonía con la naturaleza y con el interior de su ser. Los temblores cesaron paulatinamente, también la migraña descendió de manera considerable. Si bien los músculos comenzaban a relajarse, el palpitar de su corazón todavía le advertía de que allí se encontraban, recubriendo el hueso y carentes de los nutrientes y la hidratación que requerían.

Al iniciar la meditación se encontró muy lejos del bosque de Melbar y sus demonios, recordando el hogar que ella conocía como Unolia, que tanto tiempo llevaba sin poder contemplar con sus propios ojos desvaídos…

Pero algo la retrajo del encantamiento enseguida.

Pudo ser el crujir de una rama lejana, o la caída de una hoja cualquiera. Nunca llegó a saberlo, y de hacerlo sería otro dato menor que llevarse a la espalda; si algo la arrancaba de vuelta a la realidad, fuera lo que fuese, debía responder al aviso con una cautela inadvertida para cualquiera. Al levantarse del suelo el manto le cayó hasta las rodillas, por encima de las botas que calzaba. Los odres de agua, colgantes, sujetados por finos cordeles, oscilaban de un lado para otro. Apenas le quedaba ya contenido en ellos, pero se tomó la libertad de llenarse la boca una sola vez para recuperarse.

Se retiró un guante, echó un par de gotas más en su palma desnuda y se la pasó por la tez, revelando así el aspecto enfermizo de su palidez innata, sintiendo en compensación cierto alivio al hacerlo. Como cabía esperar tras varios días allí, sin un solo techo bajo el que darse un respiro, el sudor seco le había dejado el rostro oscurecido y sucio.

Dio hondas respiraciones, mentalizándose y aclarando sus ideas. Aunque no estuviera lista para retomar los caminos, no le quedaba otra opción. Tras reorientarse, emprendió la última marcha, y al hacerlo se recordó por qué estaba allí dentro.

Sabía que el Hombre Alto no estaba cerca. Había transcurrido más de una luna blanca desde la última vez que lo vio, pero ¿acaso no estaba convencida de que iban a encontrarse de nuevo? Lo sabía. Era un hecho que todavía estaba por suceder, pero un hecho al fin y al cabo. Podría apostar su vida y el alma de su difunta madre, y ganaría la apuesta. Lo único que esperaba era que su encuentro se retrasara, al menos hasta llegar al otro lado, y esa era una tarea que iba paso de convertirse en proeza.

Miraba de hito en hito, resguardándose de posibles amenazas que no llegaban. Las plantas se alzaban a ambos lados del camino, retorciéndose entre sus anchos tallos y lanzándole miradas acusadoras, como si fueran a saltar para comérsela de un momento a otro. Pero nunca lo hacían. Su lado optimista reparaba en decirse que la peor parte ya estaba hecha: el suelo, por poco llano que fuera debido a las muchas protuberancias, ya se encontraba desprovisto de peldaños irregulares que subían y bajaban, de abundante roca tallada casi con deliberación para perforar lo que se le echara encima. Por este hecho, las rodillas se le habían resentido, despellejadas bajo un pantalón harapiento de tantos obstáculos que no pudo sortear.

Solo un demente trataría de avanzar por aquel suelo grabado en piedra con tanta oscuridad, pues la luna, fuera gris, blanca o negra, no alumbraba el interior del lugar debido a su condición mortecina. Afortunadamente, no fue la primera vez que se vio obligada a sortear obstáculos de ese calibre, y toda ventaja que pudiera sacarle al Hombre Alto sería agradecida en el futuro.

La fiebre regresó con astucia, tan deprisa como aparentaba haberse ido. Los sentidos y la orientación se veían mermados de nuevo, y tras cada segundo la debilidad de su cuerpo volvía a reafirmarse. Cuando quiso darse cuenta, se percató de que se había desviado del camino, y tan pronto quiso reanudar la ruta experimentó una sensación de descontrol, sufriendo un leve mareo.

Un desplazamiento, lo llamaba ella.

Apoyó los brazos en las rodillas para recuperar el equilibrio, y se alertó al oír un bramido que venía de algún lugar, cerca de allí.

—No es posible. —Se dijo a sí misma en un susurro.

Debido a su estado no era capaz de determinar de dónde había venido aquello; trataba de enfocar el sonido ya distante, y no obtuvo el mejor resultado. Tampoco se vio capaz de identificar qué había sido, si humano o animal, o si tal vez aquella advertencia provino de algo todavía peor. Ublinos y voaranes habitaban en el bosque, ella bien lo sabía, y en más de una ocasión tuvo que lidiar con ellos empleando más maña que fuerza, puesto que cualquier enfrentamiento directo la dejaría en desventaja. Sin embargo, no le había parecido un aullido de ninguno de ambos.

Todo pensamiento transcurrió por su mente en un instante, hasta que echó a correr sin perder más tiempo. Si era la voz de un etéreo, podía ponerla en un aprieto. En realidad, cualquier cosa podía hacerlo.

No escuchaba con claridad. Ni veía. Incluso su sentido del tacto había palidecido con el transcurrir de los días, y por ello no se dio cuenta de que lo único que hacía al correr en la dirección que marcaba el camino, era acercarse más a lo que había oído poco antes. La carrera no se detenía para ella; estaba excediendo lo que su cuerpo era capaz de aguantar en demasía, y no lo soportaría mucho más. El sudor volvía a impregnarla, la respiración se entrecortaba y las piernas le pesaban. La cabeza volvía a estallarle a cada paso. Las fuerzas que pudo haber recuperado con la meditación se habían agotado en un instante, pero ella jamás se detendría. No hasta que su corazón dijera basta, dejándola presa de lo que fuera que la estaba acechando.

Y quién le podía garantizar, después de todo, si en realidad la estaban acechando a ella.

Barajó esa posibilidad cuando ya era demasiado tarde. Las pisadas de sus botas rebotaban a más de veinte marcas de donde se encontraba, cualquier animal podría dar con ella sin esfuerzo si tuviera suficiente hambre. Al percatarse de su estrépito, no supo si sería más sensato detenerse o seguir la carrera hasta el final, recriminándose su inexperiencia una y otra vez.

Pobre estúpida. Había descuidado todo lo aprendido. Y la fiebre la había vuelto paranoica, y el Hombre Alto la había vuelto loca. En las conversaciones que mantuvo con él durante sus encuentros anteriores, este siempre le aseguraba que debía volver, que algún día abriría la puerta. Que debía atravesarla. Ella no sabía de lo que hablaba: las palabras del canoso no tenían sentido, y si alguna vez llegó a pedirle explicaciones, este no se las cedía.

Era un lunático, y ella una víctima de su demencia.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos al advertir cómo las rodillas le flaqueaban, haciéndole tropezar por última vez y dejándola en el suelo a merced de la humedad, sin poder levantarse. No era capaz de distinguir los latidos de su propio corazón; le bombeaba tan deprisa que creía tener una garra punzante oprimiéndole el pecho, consumiéndole la vida poco a poco.

Su respiración era un frenesí constante. Estaba convencida de que si la interrumpía un solo instante moriría, hasta que comprendió que, hiciera lo que hiciera, iba a morir de todos modos.

No lloraría si ahí terminaba su viaje, aunque sospechó con sorna para sí que tampoco podría. Que ya no le quedaban más lágrimas por derramar. Giró la cabeza, apartándose la melena azabache de su visión, y vio que ahí estaba la última frontera. Que los árboles terminaban a escasos metros de donde ella se encontraba. Era una lástima haber llegado tan lejos y no poder siquiera levantarse, y lo que más frustración le causaba era que ella misma se lo había buscado por actuar imprudente.

Cerró los ojos y esperó, pues algo sucedería tarde o temprano. Y entonces ocurrió.


… de tus besos y tu amor… Eres mi…


Volvió a abrir los ojos. No estaba convencida de qué era lo que había oído, pero le pareció un cántico interpretado por un artista de poco talento. Por alguien, esa era la cuestión más importante. La que podía sacarla de allí.

Lo intentó una vez más. Las piernas no le respondían, sentía un frío invernal arreciar a su alrededor y temblaba de nuevo. Ardía por dentro. Si no hacía algo pronto, la llama febril que trataba de contener saldría al exterior, consumiéndola hasta las cenizas.


… dulce rosa…


No creía en dioses. Sin embargo, ningún animal salvaje sela había llevado todavía, y por ello se sintió en deuda con la situación y decidió aprovecharla.

No podía inclinarse para confirmarlo por sí misma, pero imaginó su cuerpo envuelto en una tormenta de delgados témpanos de hielo, despedazándose encima de ella como gélidas lanzas. Imaginaba vientos del norte y escarcha por allá donde, en realidad, estos soplaban leves. No había témpanos, ni vientos, ni escarcha; solo temblores, una respuesta involuntaria y nada más.

Se convenció de ello y se levantó de una vez. Los temblores no importaban, tampoco el resentimiento de su físico maltrecho. Tenía que andar hacia la voz del exterior, estuviera o no únicamente en su cabeza, fruto del delirio.

3

La distancia se acortaba. Ya casi podía discernir lo que la voz masculina balbuceaba, palabra por palabra. Si algo malo fuera a ocurrirle, ya era tarde para echarse atrás; sentía que había vuelto de entre los muertos, que esto no era más que un tiempo añadido. Como un regalo de cortesía.

Puedes llamarme idiota, puedes llamarme fantoche…


La voz se animaba por momentos. Ella dedujo que el artista estaba borracho: arrastraba las palabras y las dotaba con esas inflexiones que solo la gente ebria puede llegar a entonar. Parecía estar solo, aunque todavía era pronto para asegurar esa clase de indicadores. Su vista era borrosa y la engañaba, pero empezó a reconocer nuevas formas gracias a la luz de la luna, cuya influencia ya irradiaba parte del final de la arboleda.

Tras reconocer la figura del hombre del exterior, creyó que era aquel de quien intentaba huir, y en un acto reflejo estuvo a punto de echarse en la hierba alta, con la intención de ocultarse a la desesperada. Poco después corroboró que no guardaban similitudes, pero como él, el hombre iba vestido con un largo abrigo negro. Tal vez fuera una túnica. Sin embargo, aunque canoso, este no lucía melena.

—Tu despecho no me produce reproche… —canturreó melancólico, cogió aire para el último verso y se puso la mano a la altura del pecho—. Porque soy un pendenciero, por el día y por la noche.

Alzó la mano de la botella y vertió el contenido, haciendo que el frasco a medio vaciar rozara unos labios demasiado estrechos. Mientras bebía, miró por el rabillo del ojo y la vio a ella.

El sobresalto hizo que casi cayera de espaldas, pero solo alcanzó a echarse encima lo poco que ya quedaba en la botella, vaciándola del todo. Su rostro, mezcla de incredulidad y pavor, le desencajó la mandíbula por lo inesperado y dejó escapar un grito simple. Fugaz.

Ella, con andar patizambo, seguía arrastrándose hacia él, y él se alejaba sin perderla de vista, caminando hacia atrás. Si una tercera persona hubiera estado observando, no habría sabido describir la situación con exactitud, no hasta que ella pidió ayuda:

—Por favor, espere.

Cabía la posibilidad de que el viejo no la hubiera escuchado, pues no tardó en girarse para echar a correr como no lo hacía desde sus años de juventud. Lo que él había visto allí representado era una criatura errante en la noche, surgiendo de entre los árboles para tomar su vida y luego volver con ella al interior del bosque, junto a muchas otras almas perdidas en su inmensidad.

No pensaba permitirlo. Sí, sabía que era un idiota por andar tan cerca del bosque de Melbar con todas las leyendas que se contaban de él, pero cuando estaba ebrio sentía su llamada. Irónicamente, el lugar le inspiraba cierta paz al hacerle olvidar sus responsabilidades; merodeaba cerca para dedicarle unos versos de su propia cosecha, y a veces también otras palabras menos dignas de él, como si por algún motivo se tentara a desafiarlo. De hecho, aunque se negara a decírselo a sí mismo, quizá solo hacía lo que hacía para que su vida terminara de una vez.

Quizá solo quisiera que un animal lo suficientemente grande saliera del bosque y le arrancara la cabeza de un bocado, terminando con su sufrimiento de un segundo a otro.

Antes de irse de allí para no volver jamás, vio a la criatura errante desplomarse entre los matojos de hierba. Se detuvo unos instantes, presa de la curiosidad, sin acercarse a ella. No era tan estúpido.

—Ayúdeme, se lo ruego —le instó la voz, en una suerte de vaharada espectral.

El viejo no respondió, tampoco se acercó un paso. Se limitó a escuchar lo que tenía que decirle. Si le pedía ayuda, como hacían los etéreos del bosque al acercarse a los viajeros perdidos, sabía que aquello no iba a terminar bien, pues así se lo dijo un tal Roff tiempo atrás.

La voz femenina quería seducirlo, no le cabía duda: no alzaba el tono y hablaba despacio.

—Melbar —dijo ella—. Tengo que llegar a Melbar cuanto antes, alguien me está esperando allí.

Sin darse cuenta de que debería permanecer callado, tuvo que preguntar:

—¿Quién?

—Hogart —le respondió, y la respuesta pareció un ronquido seco—. Hogart, el herrero. Por favor.

La voz no volvió a pronunciarse. El único sonido que rompía el silencio era el rumor del viento acariciar la hierba, formando un tintineo que le nublaba los pensamientos.

Sí, Melbar existía. Sí, había un Hogart en Melbar. Y sí, era un herrero. El único en incontables marcas a la redonda. Se acercó despacio, asegurando sus pasos por si tenía que volver sobre ellos. De vez en cuando lanzaba alguna piedra que encontraba en el suelo, por si la figura que se había desvanecido trataba de saltar sobre él. No le importaba que alguna de las piedras le cayera encima, ni que estas la dañaran al hacerlo, al menos no hasta que estuviera seguro de que no era una amenaza.

Se maldijo a sí mismo por estar en deuda con el prójimo, por haber elegido esa clase de vida que desde hacía unos años carecía de sentido. Cuando estuvo a pocos pasos, asomó la cabeza por entre los matojos y vio que no era más que una mujer.

Lucía sucia. Sucia y muerta. Terminó de acercarse y la puso en su regazo.

—Hija mía, ¿qué te ha pasado? —le preguntó, llamándola como antaño solía llamar a cualquier mujer.

Le apartó el cabello de la cara y se la palpó, tratando de hacer que reaccionara. Después le tomó el pulso y confirmó que todavía estaba viva, aunque no por mucho más tiempo. Acarició el cuello con suavidad y bajó la mano hacia una espalda resbaladiza.

Estaba ardiendo, empapada de un sudor frío.

Sin perder más tiempo en hacer comprobaciones, la alzó en brazos. Al hacerlo, estuvo cerca de caerse de espaldas por el cambio de presión que le supuso levantarse con un peso añadido, pero terminó manteniéndose rígido. Luego suspiró, augurando que la noche iba a ser más larga de lo que había planeado, y emprendió el largo camino de vuelta.

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