Bar de mala muerte

Bar de mala muerte

Madam Negra

24/03/2019

—Explíqueme, ¿por qué está aquí?—Dice el hombre del sombrero negro y pipa en la boca. Su piel parece cera derretida y sus pequeños ojos de tiburón miran con hambre.

Una explosión de plumas multicolores danza al son de una canción de cabaré, con solos pintorescos de trombón y alguna que otra improvisación de clarinete que deja a todos los presentes boquiabiertos. Pocos conversan. Todos miran alrededor, con una mezcla de curiosidad, temor y pesadumbre.

—Yo… yo.—La joven se muerde las uñas. El humo de la sala le agobia, le sube por la garganta y le impide respirar con fluidez.—No me acuerdo. De verdad que no me acuerdo.

La sala da claustrofobia. La angustia se hace palpable. Ni siquiera le importa la enorme ristra de personas que aguardan su turno como ovejillas enfiladas.

El hombre del sombrero se saca la pipa de la boca y un torreón de humo sube hasta golpear el techo y desvanecerse.

—Sí te acuerdas. Claro que te acuerdas. Dime, ¿por qué has llegado a este bar de mala muerte?—Dice con una risilla socarrona que muestra sus dientes marrones.

—Yo… creo que estaba en una habitación antes de venir aquí. Estaba… estaba oscuro.—Dice temblorosa. Las manos están húmedas, sus oídos palpitan, y oyen demasiado cerca los movimientos acongojados de las personas que esperan.

—¿Qué había en esa habitación?— La escasa luminosidad de la sala hace que su rostro se vea más siniestro.

—No… no me acuerdo. Creo, es posible que…—Nota un pavor creciente y su rostro se encoge. Decide apresurarse.—Había una persona. Sí. Creo que gritaba. No, sé que gritaba. Pero no recuerdo por qué…—Reprime una tos seca cuando el humo de la pipa la golpea en la cara, dibujando la forma de un círculo perfecto.

—¿Qué ocurrió con esa persona? No tengo todo el día…—Su voz es tranquila, pero para la joven se vuelve atronadora, tan profunda como el eco de un túnel vacío en medio de la noche.

Busca con la mirada una escapatoria. Las únicas salidas de la taberna están tras el hombre del sombrero. Dos puertas bien pulidas y brillantes.

—Esa persona… calló. Paró de gritar de repente.—Su voz sale como una lámina fracturada.

Siente los ojos de panda de las vedettes mirándole expectantes. Los que esperan se impacientan. El hombre del sombrero se relame el labio cortado con la punta de una lengua blanquecina.

—¿Por qué cesó su griterío, sus llantos? Ya quedan pocas preguntas, relájese… será un momento.—Intentó calmarla, pero logró el efecto contrario.

Se oye un pitido de trompeta. La canción está a punto de llegar a su fin.

—Porque… porque…—Le mira a los ojos acuosos. El hombre sonríe más amplio.—¡Porque yo lo maté! ¡Lo asesiné! ¡Le clavé un cuchillo y dejó de gritar! ¡También dejó de llorar!

El hombre se levanta. Las vedettes elevan una pierna y el ambiente se llena de colores de fantasía. Los largos faldones ondean al aire y los escotes prominentes brillan con la luz de los focos.

—¿Quién era esa persona?

—¡Mi hijo!—Las lágrimas ya caen por sus mejillas, pero no siente la humedad. Tampoco se encoje su pecho.—Era mi hijo… Solo quería que se callara. Solo quería paz…

Se siente más aliviada. A salvo casi. El humo comienza a disiparse. La canción parece haber terminado, y el hombre adquiere un aspecto más calmado y menos acusativo. Apoya la espalda contra el asiento acolchado.

—Bien. Se acabó. ¿Ve como no era tan difícil? Ahora solo tiene que levantarse y cruzar esa puerta. Ahí encontrará la paz que tanto desea.—Da un trago a su bebida.

La joven puede ver reflejado su rostro en el cristal ahora vacío. Se ve sonriendo de oreja a oreja, con los hombros menos alicaídos y el semblante más alto. Se levanta. El hombre del sombrero le tiende una mano y ella la acepta. Le hace una pequeña reverencia e indica la puerta de la izquierda. Ella asiente y sigue su camino, echando un último vistazo al austero cabaré donde reina la tranquilidad que tanto le gusta. La abre con cuidado y la cruza.

En el cabaré se escuchan unos gritos antes de que la música retorne. El hombre se quita el sombrero y se acaricia su calva sudorosa. Da otro sorbo a su bebida, que ahora vuelve a estar en el vaso.

—¿Qué importa si van al cielo o al infierno? Deberían quedarse en este limbo a hacerme compañía… No pagan lo suficientemente este trabajo… ¡Siguiente!

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