Violencia, se llamaba, cada vez que tocaba su puerta respondía, cada vez que intentaba ocultarme me encontraba. Y sí, cambiaba.

Cambiaba no solo de rumbos, también se disfrazaba, en todo su sigilo, esperando el momento exacto para plantar su inconclusa espera en lo que queda de un esqueleto moribundo bajo unas sábanas baratas.

Violencia no solo ocultaba su nombre, en las noches solía ocultar su verdad.

Las verdades de violencia si bien no eran mentira, no eran del todo ciertas, porque le gustaba jugar a los ángeles y demonios, para luego castigar.

Violencia no perdona.

Le gusta hacer las noches más largas y los días más cortos, por el miedo al sol y a ser descubierta. Como es de esperar, no siempre es honesta.

Está en todos lados, violencia, desde el abrir mis ojos y exhalar, hasta dejarme sin aire rogando por más, porque es codiciosa, injusta, traicionera.

Violencia nunca aprendió a amar, pues apreciaba más la soledad.

A pesar de su incapacidad para sentir, violencia se maravillaba con los cambios de color en mi piel, es por ello, que cuando los colores desaparecían, los volvía a pintar, una y otra vez.

Violencia no habla, a violencia le gusta el silencio.

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