FRANCISCO EN EL REINO DE LOS OJITOS
La mamá dejó a Francisco en el andador y fue al patio a colgar ropa recién lavada. Allí se entretuvo conversando con su vecina, la señora Margarita.
– ¡Ahora! -dijo excitada la señora Lámpara colgante.
Todos los habitantes de la casa se movieron. Al llegar Francisco en su andador, ya estaba instalada la vieja silla de la abuelita.
Pero con preocupación los muebles y utensilios de la casa vieron que Francisco no podía llegar hasta el ventanal de la cocina para alcanzar el bello rayo de sol.
– Yo serviré de montaña rusa -dijo una voz amable. Era el señor Cuadro al Oleo que en otros tiempos había vivido gloriosos días en las mejores mansiones de Francia. Hoy, venido a menos y con su precioso paisaje marino apagado por el tiempo reposaba la tranquilidad de ese hogar.
El espanto cundió en todos. No era para menos. El señor Cuadro al Oleo no debía desplazarse. Era para él extremadamente peligroso. Podía quebrarse, caer mal, deslucir más sus colores, entrar en contacto con la metiche señorita Agua de Llave. En fin, mil peligros le acechaban.
Se instaló entre la vieja silla de la abuelita y el ventanal por donde entraba el rayo de sol.
Estupefactos los muebles y utensilios del hogar observaron como el bebé subía por el lomo del señor Cuadro al óleo.
Por un momento pareció que la desgracia estaría presente. Crujió el maderamen del señor Cuadro al Oleo. Pero, el infante logró agarrarse con sus manitos del rayo de sol.
– ¡Bienvenido! entra al mundo de la luz solar -una voz radiante invitó a Francisco. Era un parlanchín habitante del mundo de luz.
El bebé rápidamente trepó y desapareció en el haz de luz.
Nerviosos, intranquilos quedaron los muebles y utensilios del hogar.
La copuchenta señora Lámpara Colgante avizoraba la posible venida de la mamá del bebé, al mismo tiempo se lamentaba de haber colaborado con Francisco para que desapareciera por el rayo de sol.
– Ya volverá -trató de infundir tranquilidad el señor Reloj de Pared.
– Sí, claro, pero ¿Y si llega la mamá? -consultaron unas nerviosas ollas.
– ¡Y tú que tanto hablas ! si eres rutinario y demorón. No cambias nunca -estalló don Librero irritado con el metódico señor Reloj de Pared.
– Soy muy cuidadoso con mi trabajo, pero recuerden que el tiempo es elástico. Va y viene.
Todos quedaron enredados por las afirmaciones del caballero del tiempo.
Francisco viajó un largo trecho por el haz de luz. De improviso dijo:
– Tengo sed.
– Allí nos detendremos, ahí está el árbol de la leche -le respondió el nuevo amigo, alegre y entusiasta viajero de la luz.
El bebé sonrió. Este mundo era tan mágico. Si hasta sus habitantes lo entendían. Se podía comunicar con ellos fácilmente.
Una vez calmado su hambre, Francisco y el amigo fueron a un centro de luz situado
en los alrededores de la atmósfera de la tierra.
El bebé estaba fascinado por tan bello lugar. Oleadas de luces, maravillosos colores que parecían girar en infinitas tonalidades. Y esos singualres seres. Los “Ojitos”, así se llamaba ese tipo especial de seres habitantes de los rayos de luces.
Adquirían diversas figuras que cambiaban con el brillo de sus ojos, como un natural juego.
El juguetón Ojito le dijo al bebé:
– Juguemos a deslizarnos.
Así se hicieron amigos. Se deslizaban con fuertes carcajadas por extensos rayos de sol. Luego, para volver al centro, Ojito tomaba de la mano a Francisco, enseguida tintineaba los ojos y viajaban con la velocidad de la luz.
Los Ojitos tenían una piel suave, tibia, semejante a las plumas de ganso.
Cuando Francisco tuvo sueño vino una mamá Ojito y formando con su cuerpo una especia de cuna lo hizo dormir plácidamente.
Al otro día, apenas volvió a iluminarse el centro de luz, Francisco despertó alegre, se dio cuenta que podía moverse únicamente con tintinear sus propios ojos. Se acercó a un pequeño árbol, en un follaje dormía una espléndida pelotita, era el Ojito amigo, al cual todos conocían como Redondo por su afición a tomar formar circulares.
Afanosos por gozar del lindo día fueron a jugar al museo de las luces.
Se divirtieron y rieron mucho con las miles de figuras que podían inventar con los haces de luces. Era una estupenda idea ir a jugar al museo de las luces.
Saliendo de allí, Redondo propuso ir a la Cascada de la Claridad.
El paisaje era sencillamente espectacular. Subieron a un andarivel que los
mantuvo en medio de la cascada, miles y miles de haces de luces se formaban, explotaban y resbalan por el espacio inventando colores nunca imaginados.
Fue allí que Francisco recordó porqué había deseado tanto viajar por el rayo de luz que entraba por el ventanal de su hogar.
Por las noches, varias veces escuchó a su padre decir que un monstruo se comía la luz. Que por eso se hacía de noche el día. Hasta que nuevos rayos solares lograban iluminar la Tierra.
– ¿Por aquí vive el come-luz? -consultó el bebé.
– ¿Qué? -dijo Redondo intentando evadir la pregunta.
– La máquina que come luz -reiteró Francisco.
Redondo le contó que era cierto que había una maquinaria come-luz. Pero ningún Ojito cometería la tontería de molestarlo. Hacía muchísimo tiempo habían logrado mantenerlo entre unas oscuras quebradas, pero de vez en cuando salía a merodear por los alrededores.
– ¿Y de qué se alimenta? -consultó Francisco entusiasmado con la idea de conocer esa máquina infernal.
– De algunos rayitos de luz que se acercan demasiado a esas quebradas -respondió con pena Redondo.
Se notaba que los Ojitos convivían muy tiernamente con los rayos de luces.
Redondo usó la estrategia de la distracción, pero no resultó. Se transformó en un hermoso cántaro de agua, en una glotona nube, en un delicado payaso.
Pero fue todo infructuoso. Francisco insistió en ir a la quebrada del peligro y como había aprendido a trasladarse únicamente con el tintineo de los ojos, así lo hizo y surgió siniestra la quebrada del peligro. Redondo lo siguió, para él, un Ojito de buenos
principios, la amistad era muy importante.
Sintieron un crujido.
En el fondo de la quebrada un pequeño haz de luz que había resbalado era devorado por la maldita máquina.
Se encontraron con varios Ojitos adultos que se limitaban a poner a los intrusos a resguardo.
Redondo y el bebé miraron asustados la quebrada, allí una enorme máquina movía sus cables eléctricos como un cruel pulpo gigante.
– ¡El agua! -dijo el bebé.
– ¿Qué? -interrogó el asustadizo Redondo.
– El agua lo destruirá -respondió convencido de la idea el bebé visitante del mundo de los Ojitos.
– ¡Estás loco! Usar el agua para demoler a esa bestia. ¿Qué daño le podría hacer? Además, es sabido que el agua es sagrada, con ella se fabrica la dulce leche, el alimento de los Ojitos.
– Mi mamá lo hace, ella calma a una máquina lanzándole gotas de agua. -Habló Francisco mientras revivía esas imágenes en que su madre planchaba ropa y para disminuir el calor del artefacto le arrojaba agua.
Sobre todo recordaba los chillidos de la plancha cuando recibía las gotas de agua. Sí, era muy fuerte su convencimiento. Si le echasen agua a la máquina come-luz, ésta moriría.
Los principales ancianos Ojitos discutieron el asunto. Por último acudieron a Ojiganza, el anciano-sabio quien se limitó a decir:
– Es muy peligroso.
Por lo visto el anciano-sabio no era muy amigo de las palabras.
Se armó nuevamente un revuelo de discusión entre el honorable grupo de ancianos Ojitos. Hasta que Barquichuelo, el abuelo de Redondo, impuso su voz:
– Pero, no dijo que no lo hiciéramos. Si advirtió que era peligroso fue porque pensó que nosotros los haríamos.
Luego, el viejo Ojito se convirtió en su predilecta figura, un barquito de papel y se fue a navegar por la corriente de un macizo rayo de luz.
Y lo hicieron.
Extrajeron agua de la pileta sagrada y unieron mangueras hasta llegar a la quebrada del peligro.
Allí, todos se miraron.
Tenían un miedo terrible de atacar con agua a la máquina infernal.
Entonces Francisco dijo que él lanzaría el agua, por algo había sido autor de la idea.
Se produjo una discusión formidable. No era justo que la querida visita arriesgara su vida . . . hasta que vieron como la máquina infernal se devoraba a otro pequeño rayo de sol que, tan travieso él se acercó demasiado a la quebrada del peligro.
El país de los Ojitos quedó en completo silencio. Hasta los rayos de luces dejaron de corretear.
Francisco, decidido tomó la manguera y chorreó con agua la infernal máquina que dio grandes chirridos y se desplomó. Toda la quebrada se iluminó, los Ojitos corrían felices jugando con los rayos de luces. Se notaba que, una vez más se cumplía la ley: La luz vencerá las sombras.
Fue entonces, que el bebé dijo:
– Mamá
– ¿Qué? -consultó Redondo intrigado
– ¡Mamá! -reiteró el bebé.
Redondo comprendió el deseo de Francisco. Deseaba estar con mamá.
Después de un bullicioso adiós, Redondo viajó con su amigo dentro de un poderoso rayo de sol.
De un suspiro llegaron al ventanal, se dieron un profundo abrazo. Redondo sonriendo tristemente -como los payasos- se consoló diciendo:
– Vendré todos los días a visitarte.
– ¡Pronto! ¡Pronto! que ya viene -gritaba histérica la señora Lámpara colgante, quien transpiraba lágrimas de vidrio que colgaban de sus ampolletas.
Nuevamente crujió el señor Cuadro al Oleo, pero el bebé alcanzó a bajar, se subió a su andador y se dirigió al living.
La vieja silla de la abuelita con esfuerzo se deslizó a su lugar.
– ¡Viene! ¡Viene! -fue el último grito de la gordiflona Lámpara Colgante.
Mamá Luisa miró a su bebé. Este le sonrió inocentemente, tan encantador, que mamá no pudo resistir el deseo de alzarlo en brazos.
Lo abrazó con profundo amor, no alcanzó a distinguir que el puño de su mano izquierda brillaba intensamente. Era un pequeño haz de luz que vino a conocer el mundo de Francisco.
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