Tenía los ojos hinchados, la cara pálida, los labios rojos, secos, partidos. La imagen que le devolvía el espejo no le gustaba. Se pellizcó los cachetes con la esperanza de dejar atrás aquél semblante pálido que la torturaba y le molestaba, pero nada. Su piel seguía blanca como un papel sin uso. Le temblaban las manos, las rodillas débiles y quebradas. Respiró con todas sus fuerzas, tomó todo el aire, lo llevó hasta sus pulmones, dejó el aire ahí, muy quieto, adentro suyo y lo eliminó por la boca con un sonido grave y fuerte, de un sólo golpe, con un sólo movimiento. Respiró, volvió a juntar otra bocanada de aire y cerró los ojos, sintió como el aire viajaba por su cuerpo, y llegaba a cada una de sus extremidades, los dedos de las manos, los dedos de los pies, a los pulmones, el estómago, los brazos, las piernas y lo volvió a soltar, otra vez, de golpe.

El sonido infernal de las bocinas la agobiaban, y esta vez iban dedicadas a ella. Circunvalación le parecía un infierno, como si nunca se acostumbraría. El tránsito era un caos, todos los viernes el tránsito era un caos. Con la mano derecha y sin mirar revolvió la cartera que estaba en el asiento del acompañante. Buscó el lápiz de labios, pero sin éxito. Otro semáforo, aprovecho la ocasión. Agarró la cartera, la puso entre sus piernas, revolvió sacando cosas a un lado, billetera, pañuelos descartables, celular, cargador, mp3, libreta, hojas sueltas, impuestos y allá en el fondo el famoso lápiz labial. Otra vez los bocinazos. Tiró la cartera al costado, pero pudo ver que está vez ese sonido endemoniado no iba dirigido a ella, sino a un taxista que ayudaba a una señora en sillas de ruedas a bajarse, un buen gesto, aunque mal estacionado, la gente ya no tiene paciencia, pensó mientras pasaba al taxista. Se pintó los labios, con el puño firme, de forma automática, apretó los labios, se miró al espejo, pasó el dedo índice por la comisura del labio inferior, cerro el lápiz labial y lo tiro en el asiento.

Bajó la tapa del inodoro y se sentó, apoyó los codos en las rodillas y se tapó los ojos con la palma de las manos, sintió detenerse el tiempo y el corazón bombeando la sangre por todo su cuerpo, de una forma rara, de una forma lenta. La invadió el miedo, todo giraba, abrió los ojos, y todo seguía girando. Se refregó los ojos, suave. Pero la calma no llegaba, se refregó los ojos con furia y la calma tampoco llegaba. Todo se volvió húmedo, tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no salían, se quedaron ahí, empañándole la vista. Volvió a respirar, tampoco era suficiente. Apoyó la cabeza contra la pared y se quedó mirando como la luz del techo brillaba de una forma tenue y pareja.

Dio tres vueltas manzanas hasta encontrar un lugar donde estacionar, puso las balizas de forma automática, sin pensarlo y acomodó el espejo retrovisor, y tras cinco maniobras logró dejar el auto entre un conteiner y un camión de repartidor de agua. Buscó las llaves en el bolso, no estaban. Buscó las llaves en la guantera, no estaban, buscó la campera, tampoco estaba. Esa maldita costumbre de dejar las llaves en el bolsillo, chocó la cabeza contra el volante y salió el sonido agudo de la bocina, no le importó. Se levantó de golpe, claro. Una idea brillante. Llamó a clara, sonó cinco veces y dio el contestador. La volvió a llamar, ahora sonó más tiempo pero volvió a dar el contestador.

Clara miró la pantalla del celular, dos llamadas perdidas, entre las rajaduras de la pantalla partida vio que eran de Micaela, lo bloqueó y lo apoyó en el lavatorio, puso el tapón en la bañera y abrió la canilla, se quedó inmóvil viendo como el agua poco a poco iba subiendo. La temperatura era cálida, jugó con el agua, sonrío, y se dio cuenta que no había sonreído en todo el día, esa sonrisa la alivió.

Sin más remedio volvió otra vez a la empresa. Otra vez tenía que pasar Pellegrini, no, otra vez tenía que pasar por circunvalación. Era el tercer semáforo que cruzaba en rojo, y la impaciencia ya se hacía presente. Le tocó tres bocinazos a un auto rojo que no avanzaba y se lamentó al darse cuenta que se estaba convirtiendo en uno de esos imbéciles que ella siempre criticaba. Se sentía nerviosa, algo en la panza, le daban escalofríos, no sabía que era, no le pasaba seguido, no le pasaba casi nunca. Pero esta vez era distinto.

Se hizo un rodete en el pelo, miró la bañera, iba por la mitad. Se sacó la remera, otra vez esa maldita sensación, todo volvió a girar. Tiró la remera al suelo y las rodillas se le aflojaron. Se sentó, de golpe como una bolsa pesada, desplomándose.

Vio un lugar libre a una cuadra, clavó los frenos, una buena, el lugar era amplio y fácil para estacionar, nadie le tocó bocina. Bajó con la cartera en la mano, caminó prácticamente corriendo, corriendo como pudo, con tacos. Entró al edificio revolviendo para encontrar la tarjeta de identificación. El portero seguía parado, como siempre, a un costado del mostrador, Era un chico raro, pero le agradaba. Cerró la puerta del ascensor y en la boca se le formo una especie de sonrisa involuntaria dirigida a él.

Tenía el estómago revuelto, quería vomitar, se arrastró hasta el inodoro, abrió la tapa, pero nada. No podía vomitar. Se sentía débil, con las manos temblorosas cerró la tapa del inodoro y apoyó los brazos, se acostó sobre ellos e intentó relajarse, pensó por un momento en no bañarse, irse directo a dormir.

La campera estaba sobre la compu. No quedaba nadie en la oficina. Sacudió para comprobar que las llaves estuvieran ahí, sonaron.

Escuchó como el agua chorreaba, le dio la sensación de estar en un sueño. El agua le estaba mojando el pie. Se levantó de golpe. Cerró la canilla. Iba a buscar algo para secar, pero no, no pudo. Se volvió a sentar, el agua siguió el trayecto de las canaletas de los cerámicos en dirección a la rejilla al lado del lavatorio. Miró el movimiento del agua, le parecía que el tiempo iba más lento.

Un choque en plena avenida la obligó a desviar, dobló por calle Laprida y otra vez por la cortada Storni, pero se encontró con Buenos Aires, que también estaban cortando mientras podaban un árbol, no demoró demasiado tiempo pero lo suficiente para creer que su día se había vuelto una tragedia griega.

Esperó un rato, hasta que se le calmará la respiración, necesitaba bañarse, necesitaba relajarse, necesitaba sentirse bien. Se puso de pie, se sacó el jeans, tiró de él con fuerzas, le quedaba ajustado. Siguió por el corpiño deportivo, y dejó que la bombacha le cayera en los pies, levantando el pie derecho y luego el izquierdo y moviéndose a un lado para quedar libre de toda la ropa que estaba en el suelo.

Entró al edificio y la puerta se cerró sola detrás de ella, chequeó el celular, Clara no le había devuelto el llamado. Le preguntó a Jorge, el portero, si la había visto, pero el portero le dijo que no, que no la había visto en todo el día, pero que él había estuvo ocupado, haciendo compras para el edificio y le comentó lo difícil que es trabajar con una hernia de disco. Ella solo quería zafar de la conversación y le dijo que estaba apurada y que hablarían a la noche.

Todo se volvió oscuro, el miedo la invadió, levantó el pie para entrar en la bañera, pero no alcanzó, no tenía fuerzas. Un dolor en el pecho se volvió intolerante, y gritó con todas sus fuerzas

Micaela bajo del ascensor, jugando con las llaves en la mano. Todo su cuerpo se desplomó, el ruido retumbo entre las paredes del departamento. Micaela se quedó parada en la puerta, intranquila, inquieta, tenía miedo. No sabía porque pero sentía miedo. Vio la mochila de Clara sobre la mesa, la empezó a llamar, fue hasta la pieza pero nada, siguió gritando su nombre pero Clara no contestaba, fue al balcón y clara no estaba, golpeo la puerta del baño, pero Clara no contestaba. Le temblaba la mano, no quería abrir la puerta, no podía pensar con demasiada claridad. Tenía pánico, algo andaba mal y ella lo sabía. Pasaron unos segundos y abrió la puerta, como pudo, le temblaba la mano y se le zafó del picaporte, se golpeó en el codo.

Esa fue la última vez que la vio y aun así, todavía no puede recordarlo con claridad.

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