Día 11.283. Abro los ojos. Debían ser las 10:30 de la mañana. Había muy poca claridad, menos de lo normal, tengo que reconocer que esa noche había pasado algo de frío. ¿Estaría llegando el invierno? Nunca acierta uno. Me levanté como cada mañana. Sola.
Había decidido hacer unas reformas en casa, que ya era hora. La semana pasada había encontrado a unos pocos kilómetros de mi estancia unos arbustos preciosos, pequeños y con las hojas muy simpáticas, como puntiagudas, pensaba replantar un par en el jardín. Bueno, eso si podía traerlos hasta allí claro. Ya pensaría como hacerlo. Como cada día, abrí el vestidor y me puse ese, el primer «trapito» a la vista. La verdad es que últimamente descuidaba más la ropa que me ponía, incluso repetía de un día para otro, quién lo diría, yo que había sido la persona más presumida del mundo. En fin. ¿Qué más da? Total… nadie a quién impresionar.
Se me hace imposible salir a la calle sin antes haber desayunado. Es una de mis manías. Me pasa desde niña. Ay, la infancia… admito que me había levantado algo sentimental. Voy directamente a la cocina, el fuego que dejé por la noche se había apagado y el suelo estaba algo húmedo. Ha debido de llover, pienso. No me había enterado. Solo me quedan un par de manzanas, un racimo de plátanos y una naranja. Eso significa que toca hacer la compra. Me río, si…la compra. Tengo que decir que estoy harta de comer siempre lo mismo, mañana, día y noche. Vivo en un bucle de monotonía. Salgo de casa y me dirijo hacia el Norte según mis instintos naturales, que son muy pobres, aunque muy mejorados con el tiempo. He tenido tanto tiempo… La soledad ya no es un problema, poco a poco se va haciendo más llevadera. Y ahora me siento muy afortunada, todo hay que decirlo, no todos pudieron pararse a contemplar la inmensidad de lo que tenían a su alrededor; un auténtico paraíso. O lo que quedaba de él.
Mis ojos y mi alma estaban totalmente perplejos y mi cuerpo paralizado por esas descomunales montañas a lo lejos, teñidas en la cúspide de un blanco nuclear precioso. Y cómo pasar por alto la extensa llanura diseñada meticulosamente por pinceladas de verde con algún que otro vaivén de colores más intensos, que se extendía bajo mis pies. Desde donde estaba me sentía libre, poderosa. Aunque esos sentimientos no solían aparecer muy a menudo por mi cabeza. Sin apartar la vista de esa maravillosa obra de arte, pensaba, ellos se lo pierden. ¿Y qué iba a hacer? Lo único que me quedaba era la ironía de la situación.
El sol se encontraba ya perpendicular a mi figura erguida en el extenso terreno y la belleza con la que incidía en el lago era inigualable, casi hipnotizante. Bajé la colina para ver si encontraba algo de utilidad, para recoger un poco de agua, no mucha, no iba a poder cargar con ella. Necesitaba lavarme un raspón que me había hecho el día anterior intentando subir a un árbol, en concreto una encina, para comprobar la situación del horizonte. No me costó mucho llegar hasta abajo, con lo patosa que era antes, podría haberme caído tres veces mínimo pero me deslicé con mucha facilidad y llegué al suelo. El sonido del viento que se colaba entre las ramas de todos los árboles y arbustos era a la par que relajante, armonioso, como una melodía con violines. La música, ay, la música; había perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaba sin escuchar los acordes de una buena guitarra o una larga melodía en el piano. Al final, me acabé instalando a unos metros de donde estaba al principio, en una zona más bien pequeña pero llena de arena, como si fuera una playa de agua dulce. El paisaje desde allí era una maravilla y la ligera brisa lo complementaba como dos piezas de un puzzle. Estaba sobre una nube, no quería que esa sensación se acabara nunca, de hecho me evitaba pensar y eso era lo que realmente necesitaba, despejarme.
Pretendía quedarme allí todo el día, me había traído la poca fruta que me quedaba en una vieja mochila. Ya recogería más en otro momento. Notaba como se me cerraban los ojos lentamente. Me quedé totalmente dormida. Sabe Dios cuantas horas después me desperté, el sol estaba a punto de desaparecer. Tenía que volver a casa. Que curiosa palabra; casa. Podría decirse que ahora todo era mi casa. Antes la de todos, ahora solo mía…
Me encaminé por donde había venido, no tardaría mucho en llegar; una media hora. Me cuesta reconocer que aquel día mi imaginación me jugó una muy mala pasada. O quién sabe, quizás la inevitable locura había llegado a mi cabeza. No era fácil sobrellevarlo todo. Sola.
Me pareció oír entre los matorrales la respiración de otro ser que me acompañaba en el camino. Por un momento, llegué a pensar que era real. Menuda tontería. Aún recuerdo cuando conejos, ciervos, vacas, incluso los más insignificantes insectos, reinaban en el planeta. Todo se esfumó en el momento en el que nosotros quisimos destronarles, convertir los prados en nuestros templos y los ríos y mares en carreteras de agua. Por fin llegué. Más cabizbaja de lo normal. Sin a penas darme cuenta ya había pasado otro día. ¿Otro de cuántos más? Me eché a llorar. No era la primera vez, ni sería la última. Tras un rato de angustia existencial, decidí acostarme. Mañana saldría el sol de nuevo y tenía que ser yo la que le diera los buenos días. Empezaba el 11.284.
OPINIONES Y COMENTARIOS