Un año. Después de tantos

Un año. Después de tantos

Pepa Sáenz

02/04/2019

Y allí estaba él. De espaldas a la sala y observándose con detenimiento cada terminación de su traje, no se le hubiera salido un cordón del zapato y asomase bajo el pantalón.

Peinado perfecto, postura. Incluso el talle del traje ajustado a su medida y su tejido delataba esmerado cuidado del detalle.

Apenas ha comenzado a girarse cuando se percata de su presencia. Un escalofrío le recorre la espalda antes de haberla visto allí; observándole. Ella… Tan linda como siempre, con esos ojos verdes enormes y perfecta sonrisa que hace que se estremezca e inspire aire antes de mostrar que la ha visto dirigirse a él, y mucho menos que la ha sentido antes de verla. Respira de nuevo.

La saluda correcto, amable. Le pregunta por su familia, hijos, casa, trabajo. Le cuenta que todo sigue igual y que continúa realizando la misma labor. Continúa con descaro y confianza confesándole que iba a pedir traslado al departamento en el que ella trabaja, pero que no ha podido ser. Que escuchó que ella quizá se iría de allí y para qué entonces cambiar.

Respira y sigue como si nada hubiera pasado. Un año de dolor, de añoranza. Y la mira y comienza a declarar lo mal que lo ha pasado a pesar de haber sido él quien se marchó. Se eleva en su postura y manifiesta que la intentó llamar, que le envió mensajes, y que por alguna extraña razón, nunca llegaron y ella nunca respondió. Declara que le rogó verla y que la necesitaba.

Ella extrañada lo niega y afirma no saber nada. Que también sufrió. Que también esperó.

Pero él continúa en su intento de mostrar el mismo antifaz y confirma que ya no; que hay otro, y que él volvió con su otra mitad. Y cuando le pregunta por ¿cómo es él?; ella responde nerviosa: “bien, normal, me trata y cuida muy bien”.

Desconcertada por su propia respuesta, que a su vez ha causado desconcierto en él, se deshace del nudo en su garganta y ahoga las lágrimas que comienzan a brotar por todo su ser, inundándola desde su tráquea hasta sus pies que comienzan a temblar, pasando por su estómago que se contrae sintiendo esa humedad. Bien entrenada consigue exteriormente aparentar y no llorar. Y continúan con una conversación tras decírselo todo, o al menos lo suficiente, que debían saber.

Se da la oportunidad y él la lleva hasta su casa. Hablando de cosas banales y del día a día. Del trabajo y la falta de opciones. Se despide con un “Me ha alegrado mucho verte. Te quiero”. Y se abrazan.

Y ella le responde con la misma actitud, apeándose del coche apresurada, no vaya a ser que caiga rendida en sus labios. Y casi sin querer mirar atrás, y no pudiendo dejar de hacerlo deseosa de que muchas de las decisiones tomadas ese último año no se hubieran tomado. De haber sido más paciente, más consciente. Quizá no sea él quien desea que sea, pero cuando se siente así quizá no está en el lugar ni en el momento correcto. La invaden las dudas, el remordimiento, la culpa.

Desde entonces lo espera, y cuando él contacta, ella lo evita. Lo hace de forma desafortunada, pues no puede resistirse a responder enseguida a sus llamadas.

Algún rato han pasado juntos desde entonces. Pero nada más allá de la emoción de estar juntos. De poder compartir esos momentos como al principio. Como esos cuatro años en los que ambos, entonces cada uno con su pareja y compromisos, pasaban juntos horas excusados por el trabajo o el deporte. Horas deseosos el uno del otro. Yendo a trabajar con la mejor de las motivaciones y sin querer reconocerlo y sin jamás habérselo demostrado. Descubriendo ella, una vez liberada de sus ataduras conyugales, que era él en quien pensaba, que era él a quien esperaba y que cuando soñaba con él no era por el tiempo que pasaban juntos, sino porque le deseaba más que a nadie en el mundo.

Una noche de atrevimiento ambos se amaron y desearon que se detuviera el tiempo. Incluso se lo pidieron el uno al otro en voz alta sin poder creer que estaban juntos, besándose, acariciándose. Y sin que llegaran al clímax ninguno de los dos siguieron amándose hasta quedar exhaustos, dormidos y abrazados.

Un precioso recuerdo que queda mermado por los seis meses que le siguieron en los que sólo hubo indecisión, egoísmo, falta de atención, inseguridad, y finalmente: abandono. Abandono por parte de los dos. Quizá por falta de valor, quizá por el momento que no era apropiado.

Qué más da. Ambos motivos van cogidos de la mano y tanto ella como él se aferraron a éstos para darse la espalda. Para no dar un paso. Para continuar como, ahora seis años atrás. Ausentes.

Y ahora, tras otro año más se vuelven a sentir igual. Vacíos por no poder caminar cogidos de la mano. Y buscando la atención del otro para un café, una carrera…, para una conversación, hablar del último libro que leyeron como si de una amistad perdurable, real y habitual se tratase. Todo por mantener ese contacto. Esa dependencia que les unió y que les sigue uniendo aún, a pesar de todo y en la distancia. ¿Amor? Les conozco a los dos, y si tuviera que apostar, lo haría a que de algún modo pasarán el resto de la vida enlazados. Quizá ocurra algo horrible, quizá no. O puede que pierdan la cuenta de sus arrugas cuando se reconozcan y se crucen en el momento oportuno y dejen de observar sus vidas y comiencen a vivirla. Juntos.

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