La mujer señaló la estatuilla de una Virgen. No te importó saber de qué Virgen se trataba. Te daba igual si era la del Rosario o la del Valle porque cuando levantó el brazo ya sabías que iba a mentir: «te lo juro por María o que me caiga muerta» Te dio bronca la hipocresía y su manejo del vocabulario para cambiarte una verdad. Te dolió pero no le diste mucha importancia, no habías ido a esa casa para escuchar el discurso preparado y sin errores que ya conocías de memoria.

Minutos antes habías tocado el timbre como si fueras una desconocida a pesar que la puerta estaba abierta. Cuando te anunciaste creíste que te iban a decir que la mujer no estaba. Pero al hacerte entrar, se te paralizó el corazón. Para subir hasta la cocina tenías que atravesar la fábrica; el olor a frituras fue una trompada a mano abierta. Entonces recordaste cuando tenías ocho años y robabas las papas fritas de la máquina antes que le pusieran sal. También a tu padre prendiendo la luz, moviendo la cabeza en un rotundo «no» mientras te regalaba una bolsa recién hecha de palitos salados. Con ese recuerdo habías caminado hasta la escalera y supiste que esa visita no iba a ser nada fácil.

La mujer se persignó otra vez. No dejabas de mirar cómo le temblaban las manos. Te ofreció café y la ayudaste con las tazas. Hablaron de tu padre, de la fábrica y de tus primos. Te hizo algunas preguntas sin importancia, las tuyas en cambio fueron intencionales. En un momento tu primo gritó desde la fábrica que le llevaran la merienda. Te ofreciste en prepararla con la intención de asegurar que probase el mejor café de toda su vida. O que en realidad nunca lo olvidase. Le preguntaste a la mujer si estaba bien que se lo acercaras. Cuando tu primo te vio se le desfiguró la cara. Y te pareció gracioso imaginar que también había fruncido el culo. Lo saludaste con un beso y casi te pregunta qué estabas buscando. Preferiste darte la vuelta para evitar una conversación que ninguno de los dos quería tener y volviste con tu abuela.

Tu abuela tenía el mismo peinado que recordabas, repetía refranes que vos hacía mucho tiempo querías olvidar. En la pared seguía colgada esa foto tuya de cuando tenías cuatro años. Pensaste que a pesar de todo lo que había pasado ella seguía orgullosa de haberte dado la espalda. De haberle dado la espalda a tu madre y a tus hermanas. Pensaste que tu abuela y tu primo temieron que hubieras ido por «sus cosas», que en realidad eran tuyas y de tu familia. Pero ese día habías ido para regalárselas en bandeja de plata.

Lo que más te gustó fue saber que tu presencia en esa casa incomodaba. Y ni hablar del hecho de pasearte con una sonrisa por ese lugar que no visitabas desde que tu padre había muerto. Antes de irte le dejaste bien en claro, punto por punto que ya no eras ninguna nena a la que papá noel le dejaba algunos billetes en el arbolito de la abuela. Ella se indignó. Por un momento pensaste que te correría. Pero la gente cínica sostiene la sonrisa hasta el final.

Cuando te fuiste, le dijiste que la ibas a volver a visitar. Y ella te dijo que cuando quieras.

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