Otra Aurora

Otra Aurora

Pisaal

03/03/2019

Otra Aurora

Pilar Sánchez Álvarez

El Diego era alto, delgado, de piel acartonada y sembrada de arrugas, cara quemada de color chocolate, resaltada como una mascara cuando la camisa dejaba al descubierto el cuerpo lechoso. Hace ya muchos años se casó con la Engracia y desde entonces, ésta ha cambiado mucho, ya que de gacela se ha convertido en percheron.

La Engracia se hace un rodete con el escaso pelo que le queda y anda despacio con las piernas llenas de varices, con barriga prominente y un delantal que forma parte de su identidad dándole un aspecto descuidado y poco limpio.

Según la Engracia, el Diego tiene dos vicios inútiles: el fumar esos cigarrillos preparado con mimo, casi con deleite, siempre con el mismo rito: sacar y cortar el papelillo blanco, manosearlo, poner el tabaco, y poco a poco, con mucho cuidado acércalo a la boca, chupar los bordes, liarlo, alisarlo y por fin, encenderlo, y el otro vicio era el ser “Auroro”.

Ella llevaba muy mal la entrega y la pertenencia de Diego a la Cofradía de la Aurora y cuando se acercaba el momento de pagar la cuota, las cinco pesetas que costaba, salía a relucir,la necesidad de comprar una muda para él, unos vestidos para las niñas, unos zapatos para el pequeño y mil cosas para la casa.

Pero él, cuando cogía el dinero de la cosecha, lo primero que hacía era pagar el recibo de la Aurora. Después vendría los zapatos, la muda y lo que quisiera la Engracia.

El era Auroro, como lo había sido su padre, el padre de su padre y todos los hombres de su familia y como lo sería también su hijo. Era la herencia familiar y se sentía orgulloso de ella.

Cuando lo llamaron a filas y estuvo en Barcelona, lloró amargamente por no cumplir con sus deberes de auroro, y cuando Juan, el de Badalona lo supo, se reía de él, y le decía cosas raras como que la religión hace a los hombres esclavos, que eran tonterías, que un día no existirían esas cosas.

¡Qué poco sabia el Juan, el de Badalona, de los sentimientos del Diego¡

¿Cómo explicarle la emoción que sentía cuando, a las cinco de la mañana oía en su puerta el toque con la campana, el Ave María Purísima y al salir él con el capote y unirse al grupo, los cánticos de los hombres rompían la oscuridad?

¿Cómo contarle al Juan, el de Badalona, que sus píes tenían alas al oír la campana, o como se le rompía el corazón al cantar las salves, o los gozos o la Correlativa o la Tercia…? ¿Cómo hacerle sentir la risa de sus ojos al ver la luz del farol que les guiaba en las madrugadas?

¡Que equivocado estaba el pobre Juan¡ Vacío, sin ilusiones, con ideas extrañas…

Pero de eso hacía ya mucho tiempo, y sólo lo contaba cuando estaba con los amigos y siempre en plan jocoso.

María, la madre de Diego, vivía con ellos desde que murió el padre. Nunca decía nada y día tras día, con la bata negra, abierta por delante y brillante por detrás, permanecía en su silla de anea frente al fuego, o bien poniendo ollas a calentar para el aseo de todos, o cociendo patatas para los cerdos o simplemente, sin hacer nada.

Un día, al volver Diego del campo, la silla de María estaba vacía y ésta se encontraba en la cama, enferma debajo de varias mantas, pálida y con un rictus de dolor.

Inmediatamente, Diego fue a por el médico del pueblo, pero no estaba porque era la época de caza, y fue Doña Consuelo, su mujer, la médica, le dio unas pastillas para el dolor. Pero María no mejoró, sino que su respiración se hizo más entrecortada, y el vientre, prominente antes de la enfermedad, se inflamó considerablemente y la enferma parecía más pequeña ante ese globo hinchado que sobresalía por las mantas.

Cuando el médico bajo del puesto de caza al pueblo, apareció con una aguja inmensa, como la que usan para los marranos, pinchó en el vientre y sacó una cantidad de liquido grande, aliviando el dolor de la enferma. Esta operación se repitió varias veces durante las dos semanas siguientes pero la madre seguía perdida bajo las mantas, consumida, con grandes muestras de dolor.

Una mañana temprano, el Diego se puso el capote sin que sonaran los golpes en la puerta con la campana ni se oyeran las voces de los hombre en la oscuridad.

Salió a la negrura de la noche, cogió un puñado de la madre tierra, la deslizó entre sus dedos ásperos y tomó la decisión.

Entró en la habitación de la madre que en ese momento abrió los ojos llenos de lágrimas y la respiración se agitó desmesuradamente. Diego, cogiendo la almohada con las dos manos la oprimió con fuerza sobre el rostro de María que, al principio se agitó moviendo bruscamente los brazos y las piernas sin control, con ritmo desenfrenado pero a los pocos segundos fue retardando el compás del movimiento hasta parar la daza macabra. Y el silencio se apoderó de la habitación.

En ese momento, la figura abatida de Diego bajo el capote, con lágrimas en los ojos, entonó, con voz ronca, entrecortada:

“Atended mis ecos mortales

Y al alma más pura venid a adorar

Pues cubierto con manto de estrellas

Me invitan estas horas que os vengo a llamar.

Vámosle a adorar, vámoles a adorar

A la Aurora en su Santo Rosario

Pues le llama el mundo Reina Universal”

Y de nuevo el silencio reinó en la habitación de la madre y Diego quitándose el capote, se sentó en la silla de anea frente al fuego.

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