Luis se levantaba cada mañana y tras un primer impulso racional espasmódico, aderezado con una pizca de miedo y culpabilidad, debido a su tremenda resaca de la noche anterior; iba a ver qué tal estaba su madre. Realmente iba a ver si seguía viva.

A Luis le daba exactamente igual todo en la vida. Había sido mercenario en Angola, luchando contra los comunistas. Había sido chofer de grandes instituciones en España. Había sido propietario de una gran mansión en Marruecos, donde había tres mujeres, una para cocinar, otra para limpiar y otra que Luis no sabía muy bien para que estaba allí hasta que se metió en su cama la primera noche. Entonces lo supo. Luis le dejó una dote de mucho dinero para la época y para el país, ya que la había mancillado, y además siempre se había portado muy bien con él. Y él con ella, pero no era suficiente. El dinero. Ahí siempre hay un suficiente, aunque sea elevadísimo.

Luis era el auténtico Charles Bukowski español. Le daba igual la vida. Su vida. Pero era capaz de entablar conversaciones de todo, sobre todo y con todos. Eran un Jack Kerouac. Bueno, no. Era mucho más cojonudo que Kerouac, pero imposible serlo más que Bukowski. A diferencia de Kerouac, ni Luis ni Bukowski necesitaban a alguien extraordinario a su lado para narrar sus andanzas a modo poético y hacerse grandes a costa de esto. No. Ambos se valían de sus propias vivencias y hacían extraordinarios a todos aquellos que estaban a su lado, dado que eran partícipes de sus historias.

La única diferencias es que Bukowski se hizo rico (a la larga) y Luis no. No es que fuese pobre. Tenía una pensión de jubilación por haber sido farero.

– No quiero ver el mar nunca más en mi vida – solía decir.

Vivía en A Coruña. Una ciudad rodeada por mar en su 85 por ciento.

Tras asegurarse de que todo estaba en orden en su casa y que su vieja (que era como le gustaba referirse a su madre) estaba bien, se encaminaba al bar de la esquina, donde se bebía un vino o una cerveza, según cuadrase. Jamás tomaba la tapa. Salvo que fuese queso, que lo tomaba muy rara vez.

En ese bar pasaba desde la mañana a la noche, salvo por el intervalo que iba a comer con su madre. Ese bar era su vida. Su entorno. Una vida en declive y constante ir y venir de mismas personas con mismas ambiciones: cero. Hasta que aparecí yo.

Luis tenía 55 años (decía). Yo tenía 22. Nunca consiguió aprenderse mi nombre, así que cómo compartíamos el mismo amor por Rusia y el comunismo, me llamaba tovarich, que es camarada en ruso. Todo esto a pesar de que Luis luchó contra los comunistas en Angola. Pero, como él se definía:

– Soy fascista, comunista, anarquista, homosexual, gay y lesbiana – nunca decía heterosexual.

Jamás quedábamos para el día siguiente. Simplemente nos veíamos porque él necesitaba ir a ese bar para beber y verme, al igual que yo necesitaba exactamente lo mismo.

En esa época empecé a descubrir a Bukowski, así que mis presencias diarias en el bar no eran fruto de un vil intento de ser el nuevo Henry Chinanski, ya que no tenía ni puta idea de quien era todavía. Era algo más puro. Era ver a Luis, y que él me viese a mí y a mi acompañante aleatoria y, de paso, que compartiese con nosotros sus historias. Que fuésemos piezas vivas de las mismas.

A veces iba solo, lo reconozco, pero sólo para verlo y hablar con él. Me encantaba estar un poco con ese él que era realmente sin toda esa gente delante. Que, en resumidas cuentas, era tal cual como se mostraba delante de «su público», pero mucho menos superlativo.

Daba igual con quien fuese: amigos de toda la vida, colegas de la universidad, novietas, chicas de transición… Luis sorprendía a todos, no sólo por sus historias, sino por su cultura y su saber. Era una máquina de memorizar (y de inventar). Poseía una librería gigante, o al menos había leído miles de libros. También decía que tenía un arsenal de armas en casa. Y que tenía un camaleón llamado Gustavo, que llevaba al bar siempre (misteriosamente) los días que yo no estaba.

Algo especialmente gracioso y divertido que decía era que había pagado una grandísima cantidad de dinero al ayuntamiento de A Coruña para que lo enterrasen boca abajo, en lugar de boca arriba como a todos los cadáveres.

– Quiero follarme a la Tierra – decía siempre.

Además decía que antes de morir quería volverse musulmán, ya que los cristianos aseveran que con la muerte verás la cara de Cristo durante toda la eternidad.

– Pues vaya aburrimiento – decía, sin faltarle razón – En cambio los musulmanes me proponen vírgenes y ríos de leche y miel, ¿cómo coño no voy a querer eso?

Él llegaba (casi) siempre antes que yo. Pero sabía que yo iba a llegar, y acompañado. Era su momento. Deseaba que fuese alguien nuevo, ya que así podía desplegar todo su arsenal. Jamás se sentaba en la mesa; bueno, en muy raras ocasiones y tirando siempre hacia el final de la noche. Siempre hablaba él. Pocas veces escuchaba. No hacía falta.

Otra característica suya es que jamás pestañeaba. Suena increíble pero era cierto. Me explicó una vez que sus ojos no generaban casi líquido y que una vez se puso unas lentillas que casi se le quedan pegabas a la córnea, además de que dormía con los ojos abiertos. O eso decía.

No importaba el día de la semana, siempre se quedaba con nosotros hasta altas horas de la noche bebiendo, cantando y bailando (reía muy poco, casi nunca). Al final a veces íbamos a algún otro bar que él siempre conocía. Una veces pagaba él, otras yo, otras un tercero. Puede que le debiese miles de euros de todos esos años. Puede que me los debiese él a mí. Nunca nos lo dijimos, porque nunca nos importó.

Su salud iba a menos. A pesar de sus 58 años (tres años después de nuestro primer encuentro) parecía mucho mayor. El pelo completamente blanco y ralo. Las bolsas en los ojos. Esa curvatura en la columna que le hacía inclinarse hacia delante. El abrigo de invierno, aunque fuese verano. Lo único saludable que se le veía en su aspecto eran los coloretes en las mejillas, y realmente eran debidos a las grandes cantidades de alcohol ingerido durante muchos, muchos años.

Los días que no estaba, el camarero de turno siempre me informaba que estaba en el hospital. Al cabo de pocos días o, como máximo una semana, ya estaba en el bar.

– Le dije al taxi que antes de ir a casa me llevase al bar – decía siempre.

Siempre celebrábamos su vuelta con una fiesta. Bueno, con lo que hacíamos siempre. Llenar el bar de estudiantes extranjeros a los que Luis contaba miles de historias (sobre todo a las chicas) con su verborrea y sus muchas palabras en diferentes idiomas; a pesar de que él decía que los hablaba a la perfección, no era así. Aunque hay que reconocer la cantidad de palabras que sabía.

Siempre hablaba de libros y de fenómenos extraños que sucedían en el mundo. Pero no se basaba en teorías conspiradoras ni mierdas así, como la mayoría de borrachos. Él tenía sus razonamientos, basados en la cultura y una amplísima bibliografía.

Quizás ni yo fuese saludable para él ni él para mi. Un día me marché. A Escocia. Volví al cabo de un año y allí seguía él.

¡Tovarich! – dijo cuando me vio mientras hacía el saludo militar, todo lo recto que su torcida espina dorsal le permitía – ¿Dónde estabas?

Como nunca nos despedíamos, tampoco lo había hecho esa vez. Le expliqué que había estado en Escocia, estudiando, acabando mis estudios. Ya está. Habían acabado. Él estuvo allí durante e iba a estar después.

Como dije, no creo que fuésemos saludables el uno para el otro en cuanto a salud corporal, pero nos dábamos vida (en el más puro sentido de la palabra). Su salud empeoró considerablemente desde sus 55 años a sus 59 que pasamos juntos, pero su vida mejoró de una manera considerable. Luego, tras un breve periodo, volví a irme. Esta vez de manera permanente.

Jamás me sentí culpable por todo eso. Por sus visitas al hospital, por verle empeorar físicamente, etc. Todo lo contrario. Me sentía increíblemente bien por compartir mi vida con él y poder contar una pequeña parte de todo lo que nos aportamos. Y sobre todo por hacer su vida mejor en cuanto a calidad de vida (no así a cantidad de años) Hoy, 5 años después de la última vez que nos vimos, sólo lamento una cosa: no haberme despedido nunca.

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