Godiva ha convertido el chocolate en oro, vende más de quinientos millones de dólares anuales en bombones. Joseph Draps abrió su primera boutique en la Grand Place bajo su nombre actual en honor a la leyenda de Lady Godiva.
Depositó dos perlas engarzadas en oro, sobre una hoja de parra. Los pies desnudos de nuestra legendaria protagonista pisan un gurruño de prendas. Una hebra de entre la seda crujiente le atraviesa, chilla, sangra, un alfiler se le ha debido de clavar. “Sal de tu escondite. Me vigila”– murmura Lady Godiva. Humedece la punta carmesí del dedo en la corriente fría y cristalina del estanque, luego se moja la nuca.
Frente a ella, el reflejo de los árboles y una imagen de mujer joven se ondulan. Exhibe unos hombros desnudos, como las rameras, experimenta escalofríos por las dos, por ella y por el reflejo de la mujer que flota entre nenúfares y un par de plumas, serán de algún pato. Se llevan la mano al cuello, abre el cierre de la gargantilla de rubíes y la deja caer. “¿Quién anda ahí? Llévate esto. ¡Bribón!; no me dejes nada” – grita a los setos que se mueven, a quién se oculta tras ellos. No recibe respuesta, quizá esté sola. Gime; así desnuda ha pasado a convertirse en una cualquiera. Sus lágrimas se diluyen en el estanque.
Quiere evadirse, olvidar sus miedos. Se atrevería si ella fuera otra persona. Tras un breve baño, percibe la conexión, un alma gemela; casi entrelazan sus dedos, los sólidos con los líquidos. De forma simultánea se les enciende la mirada. Participan de la misma naturaleza, la otra es ella y viceversa. Imitan entre sí los cabeceos, golpean con el puño la lámina húmeda y múltiples salpicaduras hacen desaparecer en un centelleo a una de las Godiva, mostrando en su lugar las profundidades cubiertas por algas, y asoma, entre la vegetación fluvial, el cadáver de una paloma blanca ahogada.
El fluido vuelve a la calma, el volumen de los litros en remanso muestra de nuevo la superficie y reaparece su reflejo. Ambas mujeres se incorporan con suma lentitud. La sólida, la de carne y hueso, descubre un cuerpo al desnudo, el de Eva: costilla de Adán, tatarabuela de la humanidad, digna de ser retratada por grandes pintores. Sobre la lámina líquida irrumpe un estruendo, fragor que torna en relinchos. Se dibuja un corcel blanco que cocea. Las aguas se arremolinan en oleaje chismoso, cuyas gotas son perlas de humedad evanescente, levantan en brisa, o aliento; el aire se hace eco de los susurros de la corriente. En medio de un torbellino de hojas de acanto, el espíritu de la naturaleza levanta la voz:
–¡No hay vuelta atrás. Ha llegado el momento! Cumple con la profecía; manjar de hombres. Godiva, aunque te saborearan miríadas de lenguas, ¡nunca dejarías de ser dulce! Afronta tu destino. Sé una mujer; la que te toca ser.
Cuánta verdad encierran esas palabras, ha pensado la sólida observando a la líquida, mientras ésta monta sobre el caballo que flota. Agarrándose a sus crines blancas, se coloca sobre el lomo de la bestia. Acaricia el cuello del animal, cubierto por pelo blanco y duro. Para convertirle en su cómplice, le sosiega susurrándole las siguientes palabras: “La hoguera, no temas a este castigo, no debe dar miedo a quién tiene sangre noble y arde por el deseo de hacer el bien”. Los rayos de sol y algunos árboles, en llamas, elevan la temperatura; se evapora la líquida de la piel de la Godiva sólida. Espolea las ancas peludas con sus talones desnudos; al paso, al trote y ya galopan por el jardín.
Trotando hacia el patio de armas, la desolación de ella les cala hondo. El animal que la acompaña piafa. Cruzan, al galope, por delante de huestes con vendas en los ojos, maniatados, y toma conciencia de las hachas y guadañas que atraviesan a estos soldados agonizantes. Además son víctimas de un peculiar diluvio. Sobre las dos criaturas, humana y cuadrúpedo, jarrean objetos que tras las murallas de Coventry, lanzan seres malavenidos. Lady Godiva imagina qué encontrarán cuando su marido Leofric y ella, hayan de cruzar al otro lado de este vergel: “¿Hallarán un tufo pestilente, plagas de langostas, rostros famélicos? Sí, puede que sí, y también el hambre y la muerte”.
Las ramas de los árboles se agitan. Sus largos cabellos se enredan entre la hojarasca furiosa. Un hacha arrastra en su caída una rama pálida de arce. Escucha jadeos entrecortados. “Muéstrate, maldito mirón”– grita ella. Una manzana le golpea la cabeza, la atrapa; en lugar de arrojar la fruta roja hacia las sombras decide que, se la mostrará a su marido, una vez alcance la torre y su alcoba. Cabalga entre un empedrado de frutas y un reguero de sangre. La excitación de la amazona vence al escozor y a cualquiera de las yagas que genere la cabalgada. Aparta sus pensamientos de la sangre chorreante del cadáver que cuelga de las almenas. Tapa la algarabía que la sigue: “Sí, aquí tenéis a Lady Godiva. Vamos, venid, hijos de la tierra”. Se nota alta, grande y poderosa cuando agacha la cabeza para cruzar un postigo horadado en el granito que conduce a intra-muros.
Su piel rosácea cambia de color con la luz que atraviesa las vidrieras. A ráfagas sus senos se tiñen por el morado, rojo, naranja o azul, también se colorean su ombligo, muslos y muñecas. Se siente a salvo, ahora que se internó en la santa capilla. Las herraduras de las patas que la dirigen entre las paredes y suelos de mármol, alertarán a los guardianes; si es que queda alguno, saldrán en su defensa. Pero ella vio huir a buena parte del séquito de su cónyuge.
Jamás tuvo antes un recibimiento más frío que este, se le ha puesto la piel de gallina. Nadie le da la bienvenida salvo un hombre de largas barbas, es Leofric y le grita desde lo alto:
–¿Qué haces tú, así?
–Hiciste una promesa: cuando yo montase desnuda, tú bajarías los impuestos. ¿La recuerdas? Pues bien, aquí me tienes, esposo.
–¿No te da vergüenza? Mira en qué estado he encontrado tus prendas. Este granuja las llevaba consigo.
Leofric, dueño y señor al que le han abandonado sus siervos, ejerce de juez y verdugo. Su atuendo ribeteado y sus largas barbas blancas le confieren un aspecto recio. Arrastra por los pelos a un hombre andrajoso, como cubierto por algas. Descienden ambos por una escalinata de alabastro y jade.
Godiva masajea al caballo desde el hocico hasta la escápula. Con el rabillo del ojo les observa a los dos hombres cada vez más próximos. Resopla y colma al animal de mimos, junta su mejilla al belfo cálido. Palpa el sudor de su pierna, mastica un mechón largo y suave.
Bajo la capa de armiño la mano de su esposo muestra dos pendientes, dos perlas engarzadas en oro. Atisba también las esmeraldas de la empuñadura, pertenecen a una espada que bien conoce ella, la de filo certero que a tantos ha degollado. La rodilla sin vello la mantiene junto al costado trémulo del corcel. Espera que el animal obedezca cuando ella le dé la señal.
Empapa los pies del noble, el andrajoso, implorando perdón; ella reconoce a ese villano cubierto por algas y rostro deformado, se hizo con sus prendas y joyas, para nada. Este sátiro ha debido recibir una buena tunda de golpes, está lleno de moratones. Sí, le identifica. La cercanía no engaña. Es el mismo que ha estrechado su cintura y medido a palmos su contorno, en tantas ocasiones como, por ejemplo, los días previos a su boda. Diría, sin miedo a equivocarse que se trata de Peeping. El sastre, su perseguidor, ha sido capturado por su marido.
–Este miserable ha confesado.
–Habrá dicho lo que vos desearais escuchar– comenta Godiva mirando el rostro lleno de mugre y mutilaciones.
–¿Te ha poseído?
–No te confundas, por mucho que me ame un hombre, jamás será mi amo.
–Entonces, ¡habla!
–¿Y vos, mi señor?, ¿no te avergüenzas? A tu pueblo que te lo ha dado todo, no le puedes exigir más. Coge esta manzana, muérdela y entenderás qué está ocurriendo ahí fuera.
El noble Leofric, ya junto al caballo blanco de Godiva, agarra la manzana roja y le pega un bocado. Ella se sujeta a las crines y golpea suave con la rodilla.
–¡Qué asco! está en mal estado. Prefiero tu sabor. ¡Ven! Cumple como esposa.
Lady Godiva le coge de las barbas y le tira al suelo; el conde de Chester rueda sobre su capa de armiño y, afligido, se recoge en posición fetal.
–Se nos está pudriendo la fruta en los árboles. A ellos les rugen las tripas, devoran lo que sea. Carne de soldado y libras de manzanas podridas, imagínate el atracón que se están dando nuestros súbditos.
Advierte también la mirada lasciva de quién la ha seguido todo el trayecto. No imaginaba tal comportamiento de quien la ha ataviado con las mejores galas y la diseñó un vestido espléndido para su boda, pero ahí le tiene, a Tom Peeping, el sastre, olfateando los girones en los que deshizo su vestido y enaguas.
Colérica, sus largos cabellos flamean cuan rayos de sol. Este pervertido habrá sido uno de los principales agitadores de la revuelta campesina y el que me arrojó la manzana. Sus cabellos refulgen, mientras el noble llora y el sastre no aparta la mirada del hermoso cuerpo de Lady Godiva. La cabellera de la mujer le tiene cautivo, irradia luz, una luz potente y cegadora, relampaguean chispas. El sastre, sin posibilidad de protegerse el rostro, aúlla por el dolor y tantea sus facciones en busca de sus desaparecidos ojos, se le han evaporado; no volverá a perseguir a ninguna mujer ni coserá de nuevo.
–Tu pueblo pasa hambre. El hambre les hace osados. Salgamos, anunciemos la bajada de impuestos antes de que sea tarde.
– Obedecerán a mis imposiciones; aquí, yo soy la ley. Al amanecer mandé un emisario al rey, y dos más, van en camino. Pronto las tropas reales, sofocarán la revuelta.
–No ves que no hay tiempo.
Golpea con la empuñadura de la espada la nuca de Leofric. Monta sobre el caballo a su señor y en el suelo deja retorciéndose y ciego a Tom. Rugen los goznes de las puertas de las murallas. El matrimonio a caballo ya cruza la barbacana. En breve, habrán puesto fin al asedio que han vivido los nobles y al hambre de los súbditos. Sufrirán cierta vergüenza y el pueblo les perdonará; siempre lo hace. El pueblo perdona a los nobles y condena a los villanos. Así que, Godiva y Leofric, dueños de todo, podrán abandonar el jardín y el castillo, y un horizonte de humanidad quedará a la vista de ellos y les colmará de nuevas atenciones en agradecimiento por su magnificencia.
Y ahora, ¿gustas de un bombón?
OPINIONES Y COMENTARIOS