La carta erótica

la noche sosegada,

en par de los levantes de la aurora, la música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora,

Juan de la Cruz

Gabriel García Márquez dijo en una entrevista que él escribía para que sus amigos le quisieran más. La verdad es que a mí me sucedió casi lo mismo. Me puse a emborronar hoja tras hoja para que me quisieran más. Lo que pasa es que yo pensaba en otro tipo de amor, un matiz un poco distinto al del autor de Cien años de soledad. Aunque bueno, ahora que ya todos sabemos de la afición prostibularia del premio Nobel, tal vez sí que nos referíamos al mismo amor. Bueno, creo que me estoy yendo por las ramas. Lo que importa es que la escritura es un acto de comunicación, así me lo explicaron en el colegio muchas veces, y uno de los motivos más dignos de comunicación es hablar con el ser amado.

La literatura erótica ha tenido, injustamente, muy mala prensa, como si tan sólo se pudiera leer con una mano y no sirviese para nada más. Y no es así, basta con hacer un poco de Historia de la Literatura: Uno de los espíritus más interesantes del siglo XVIII, el Marqués de Sade, eligió la trasgresión que le permitía la literatura erótica como metáfora de sus revolucionarios planteamientos. Muchos de los movimientos vanguardistas, sirva como ejemplo el surrealismo, utilizaron lo convulso de la expresión del deseo para alumbrar los recovecos del alma y pensamiento humanos. Y una literatura tan poco sospechosa como la mística ha construido las metáforas más bellas y los símbolos de las relaciones amorosas para hablar de la fusión del alma con la divinidad.

Bien, por lo tanto estamos de acuerdo en que la carta erótica es un acto de comunicación, como toda carta, en la que un yo se dirige a un tú. Por eso la carta está llena de referencias a la segunda persona, porque intenta que el lector se identifique con ese tú. También hay que tener en cuenta que se trata de un texto literario, bien sea más narrativo o más lírico, y que por tanto ese diálogo a una sola voz que realiza el autor/narrador tiene como objetivo provocar, conmover y/o expresar los deseos más escondidos así como, teniendo presente su esencia erótica, recordar momentos de intimidad disfrutados con el ausente, que es el destinatario al mismo tiempo de la misiva.

La distancia hace que entren en juego la atracción y la espera. Espera tanto el que escribe como el que recibe la carta, y es en esa espera bombardeada por la atracción del deseo y el suplicio de la ausencia donde surgen todas las preguntas y los motivos de la carta.

Por eso la carta en general y la erótica muy particularmente tiene siempre un algo de confesión. Como toda confesión sirve un poco a modo de higiene del amante porque, igual que enjuagamos nuestra alma al hablar con el taxista, el peluquero, el barman, el amigo, el sacerdote, el psicoanalista, contar nuestros pecados de amor al ser amado –el cómo, el cuándo, hasta dónde- puede ser un regalo para los oídos del confesor. Y así la espera puede hacerse más llevadera.

La carta erótica es un juego, donde juegan dos en el damero de las casillas coloreadas de atracción y de espera. Y en todo momento nos preguntamos si se entenderá lo que se quiere decir, si llegará en el momento adecuado, si nos seguirá amando del mismo modo que lo hacía cuando se produjo la separación… Un torrente de sensualidad y sentimientos exacerbados que requiere ciertos elementos para ser expresada. Con ellos se tiene que construir en la mente del lector la idea del disfrute de los encuentros carnales y el anhelo de los mismos en la distancia. Y hay que ser muy cuidadosos en la manera de dar toda esa información. Es esta necesidad de elaboración la que convierte a la carta erótica en un género idóneo para la expresión literaria.

Cuando escribimos importa el qué decimos y el cómo lo decimos. Supongo que eso está ya bien claro. En la literatura erótica importa mucho cómo decimos las cosas. Hay que conseguir un lenguaje figurado, libre de toda afectación y tono pacato. La mayoría de la gente elude llamar a las cosas por su nombre cuando tienen que ver con el sexo. Realizan absurdas transformaciones, con un afán a veces moralizante a veces ingenuo, para intentar eludir la crudeza de la idea que expresan. Por eso hay muchas personas que hablan de pompis, pilila, el bajo vientre, donde la espalda pierde su casto nombre, etc. Porque no quieren decir esas palabras que consideran sucias o con un deje de procacidad.

El juego de la seducción, por el contrario, es decir y no decir, mostrar y no mostrar. Con los eufemismos, con perífrasis que dan rodeos y no aclaran nada, se da más una sensación de torpeza que de erotismo. Pero lo que se debe hacer es conmover, remover, provocar, evocar. Por eso debemos usar construcciones que dicen sin enunciar, que nombran sin sustantivar, que dejan al lector la tarea de completarlas y ampliar su significado.

Las ideas viajan, alternan los campos léxicos por asociaciones y se enriquecen. Se crea un mundo de imágenes, comparaciones, nuevos conceptos que siguen una lógica nueva. Eso es lo que hace la metáfora erótica. Por eso para hablar de amor no escribimos sobre el amor, sino que lo hacemos trasladándonos a otros mundos jugando con nuestros sentidos, trasladando de este modo el sentido recto y unívoco de las palabras a otro figurado que entendemos de forma tácita. Por eso podemos crear sensaciones eróticas hablando de toros –estocada, verónica, pase-, de gastronomía –amasar, golosina, apetito, devorar, sorber, mordisquear, aderezo-, de náutica –mástil, romper contra las rocas-, y así con todos los ámbitos de la vida humana.

Si hablamos de todas estas realidades, y de muchas otras, en una carta de amor, nadie las entiende de un modo ortodoxo. Sabemos perfectamente que es un lenguaje figurado.

Para plasmar todas esas imágenes y dejar fascinado –y enamorado- al lector debemos contar con un vocabulario variado y que sea lo suficientemente plástico para seducir al destinatario.

Los textos eróticos se encuentran con un lenguaje muy manoseado –sin dobles sentidos, ¡eh!- y nos podemos ver en un atolladero porque el léxico rebuscado no es dúctil porque suena hueco y carente de todo sentimiento. Por otro lado un lenguaje demasiado pobre y directo puede sonar vulgar y grosero. En un texto erótico conviene evitar tópicos que resten vivacidad a las imágenes y los diccionarios pueden ser un buen recurso. Conviene saber dónde buscar estas herramientas de seducción: podemos entregarnos a las apasionantes raíces etimológicas como motor de novedosos significados de las palabras usando el Diccionario etimológico de Joan Corominas, o uno de uso con términos habituales y listas de palabras afines como el de Julio Casares.

Aunque la mayor veta de vocablos y términos con que dibujar nuestros sentimientos la tenemos que buscar dentro de nosotros mismos. Son palabras que están directamente relacionadas con la parte más animal, más primitiva y sensitiva de nosotros mismos, con lo más atávico que llevamos dentro y que surge cuando nos adentramos en el campo erótico: los sentidos.

Cada vez que respiramos olemos. Por eso, aunque sea de modo totalmente inconsciente, estamos en todo momento registrando sensaciones olfativas. Los olores penetran con una fuerza muy poderosa en la memoria, y por eso su capacidad de evocación no tiene rivales. Los olores nos traen recuerdos buenos y malos. A través del olfato nos encontramos de nuevo en la infancia, en las comidas del domingo, en la casa de la abuela, en las tormentas de aquel verano, pero también en mitad del parque recién abonado, del olor a vinagre del aula cuando avisaban de plagas de piojos. El olor está soldado a nuestros recuerdos.

Pero su conexión el lenguaje es frágil. Transmitir un olor es una prueba de fuego para un escritor, no en vano se le llama el sentido mudo y necesita un espejo en el que reflejarse. Para pintarlo el olor necesita que lo vistamos de algo, que lo comparemos con otra cosa. Por eso usamos su sentido casi gemelo, el gusto, y hablamos de olores afrutados, dulces, amargos. A veces trasponemos la sensación que nos produce dicho olor y hablamos de olores asfixiantes, nauseabundos o excitantes.

Cuando pasa un tiempo dejamos de percibir un olor, nuestro olfato se adapta a él y ya no reparamos en su existencia. No hay que olvidarlo para no hacer comparaciones inverosímiles.

El sentido más desarrollado en los seres humanos es la vista. Hasta tal punto nos es fiable que hemos abandonado progresivamente que tenemos otros sentidos y confiamos ciegamente en él. Y tanta importancia le damos que necesitamos prescindir de él para atender con el resto de los sentidos. Por eso a veces para oler, saborear, escuchar o tocar cerramos los ojos, porque no queremos que las otras sensaciones se vean desmentidas o puestas en duda por la vista.

Curiosamente, cuando miramos no lo vemos todo. Apenas somos capaces de fijar nuestra atención en algunos detalles con los que construimos nuestros recuerdos. Por ahí se van sensaciones y se nos aclara un modo de usar la vista. Tenemos la ventaja de que la relación del lenguaje con la vista es más sólida de las que establece con el resto de los sentidos. Pero debemos discriminar que detalles significativos son los que nos permiten reconstruir visualmente un personaje o un escenario. Para estos casos viene bien la sinécdoque, coger la parte por el todo, porque así pintamos a grandes pinceladas que no fatigan al lector y a través de esa selección precisa se puede inducir la totalidad.

Una carta de amor es una confesión susurrada en la oreja del ser amado. Es la respiración y el calor que provocan escalofríos en el oyente. Pero podemos ser más ambiciosos en la excitación del amado a través de los sonidos.

El oído en la escritura es especialmente sensible a la onomatopeya y a la aliteración. Rasgar, zigzaguear, murmurar, arrullar, chapotear, son palabras especialmente sonoras porque imitan el sonido de las acciones que designan.

También mediante la metáfora, porque construyendo un mundo de sonidos podemos provocar un estado de ánimo. Si hablamos de estallidos, de clamores, del sonido de loza rompiéndose contra el suelo, del rumor insistente de los sirvientes, podemos representar un asedio, el pánico, la angustia. Pero si hablamos del suave murmullo de la respiración, del tierno sonido de la almohada, del rebullir del cosquilleo de las hojas a la sombra de un árbol en verano estamos ante sensaciones mucho más placenteras.

Se ha dicho muchas veces que la comida es el sustituto del sexo. Y es normal que así lo creamos porque al amarla devoramos a la pareja. Todos y cada uno de los rincones del ser amado tienen un sabor, y las noches de pasión dejan un poso delicado en nuestros labios y las rupturas un regusto amargo. No hay nada más cercano al amor que el canibalismo, porque queremos meternos dentro de nuestro amante o darnos un festín con su cuerpo. El amor, quien lo probó lo sabe.

El amor se comunica a través del tacto. Tocamos para ser tocados, nuestras manos saben moverse sin la ayuda de los ojos, y trazamos así la geometría del amor. Nuestra piel nos separa del mundo, nos protege de él, pero al mismo tiempo nos relaciona. El frío, el calor, la lluvia, todo lo externo se manifiesta antes en nuestra piel que en el resto de nuestro organismo. Tocar y ser tocado es la más primigenia forma de comunicación. El niño va conociendo el mundo a través del tacto, y el joven entra en el amor a golpes de mano.

Nuestra manera de tocar a unas personas u otras es completamente distinta. No tocamos a un desconocido, no acariciamos igual a nuestra madre que a un niño, no posamos igual la mano en un amigo que en nuestra pareja. Tocar es una muestra de confianza y por es no podemos, o no queremos, tocar a determinadas personas. Por eso nuestra manera de referirnos al tacto es tan importante. Nuestros amantes se tocan, levantan mapas del cuerpo del otro. Van trazando una carta esférica de sus sentimientos.

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