Es estupendo enamorarse; de hecho, es una de las mejores cosas que a uno le pueden pasar en la vida. Y la vida, que es muy lista y quiere perpetuarse, se encarga de que en esa primera fase del enamoramiento nuestra pareja nos parezca perfecta. Un primor de pareja, vamos. Y si por casualidad detectamos algún mínimo defectillo, lo perdonamos al momento porque ese defectillo apenas visible hace a nuestra media naranja, si cabe, todavía más singular y graciosa. Luego, (menos mal) las cosas se ponen en su sitio, porque si uno no para de decir a todas horas te quiero con locura, ya lo dice mi amigo Ricardo: eso no es amor, eso es locura.
Pues lo mismo puede darse cuando empezamos a escribir. Es fácil que también pasemos una primera fase de enamoramiento y eso es bueno, muy bueno diría yo, para que nuestra relación con la escritura se establezca. Pero también es necesario que esos defectillos, casi imperceptibles al principio se vayan reconociendo a medida que avanzamos, para que esa relación con la escritura sea más sólida. Y tal como ocurre en el enamoramiento, también aquí, tendremos que poner un suelo y un techo a nuestra imaginación.
Vamos a ver cómo analiza uno de los grandes enamorados de la literatura, Roland Barthes, la estructura del relato de ficción. Porque en un cuento, lo mismo que en un edificio, conviene distinguir entre vigas, paredes maestras, ladrillos y decoración.
Empiezo por deciros que cuando alguien me pregunta cómo se escribe un cuento o una novela, suelo contestar: primero una frase y después otra… Esto provoca sonrisas escépticas pero es, en principio, algo bien cierto. De hecho, la lingüística se detiene en la frase, porque más allá de la frase nunca hay más que otras frases. A mí me parece que mirándolo de esta manera uno puede comprender que escribir un cuento o una novela no es una empresa imposible. De este modo, partimos de la frase, que es el menor segmento representativo de un discurso; y por otro lado, con esa sucesión de frases, vamos componiendo el discurso mismo.
Claro que no todo es tan simple, porque ese conjunto de frases que se suceden para formar el discurso no están dispuestas a lo tonto, sino que a través de la sucesión tendremos que conseguir un discurso organizado. El discurso, sí, está compuesto de frases, pero debe ir más allá de la frase y ser objeto de una segunda lingüística. Esta lingüística del discurso ha tenido durante mucho tiempo un nombre glorioso: la retórica.
Bien, pues visto que el relato participa de la frase pero que no puede reducirse a una mera suma de frases, el paso siguiente es trabajar con el sentido del relato. Pero el sentido del relato no es algo plano sino que depende de varios niveles… Y lo primero que conviene saber es que estos niveles de sentido son operaciones, sistemas de símbolos, reglas que debemos emplear para representar las expresiones.
Quizá estéis pensando que la cosa se complica, y tenéis toda la razón, así que trataremos de ir aclarando poco a poco todos estos pormenores. Digamos para ello que Todorov propone trabajar sobre dos grandes niveles: la historia y el discurso y vamos a detenernos un momento en lo que es cada cosa.
Historia es, desde los formalistas rusos, la fábula, el argumento, es decir, el conjunto de los acontecimientos relatados y su exposición objetiva. Por lo tanto, la historia comprende una lógica de las acciones y una sintaxis de los personajes.
Por otro lado el “discurso”, en lingüística, es el nombre que recibe el área de los procesos de comunicación superiores al enunciado o frase.
Volvemos a insistir en que el texto no es únicamente la suma de frases. Las frases que componen el discurso presentan siempre un “plus” de significado y este plus de significado lo encontramos en los tiempos, aspectos y modos del relato.
Vamos a verlo con un ejemplo. Si yo digo: los poyos están preparados, puede ser que estén cocinados y listos para ponerlos en la mesa y saborearlos, o también pueden estar preparados para echarles pienso; dependerá del texto del discurso.
Con esto llegamos a que comprender el relato no es sólo desentrañar la historia, ni pasar de una palabra a otra. Es pasar también de un nivel a otro. Aquí hay algo muy importante a tener en cuenta y es que el sentido no está “al final del relato” sino que el sentido es algo que atraviesa todo el discurso.
Volviendo otra vez a los niveles empezaremos por deciros cuáles son los tres niveles de descripción que hay en una obra narrativa:
−El nivel de las funciones
−El nivel de las acciones (los personajes como actantes)
−El nivel de la narración (discurso)
Pero estos tres niveles no funcionan por separado, sino que están ligados entre sí según una integración progresiva. Por lo tanto, una función sólo tiene sentido si se ubica en la acción general de un personaje y, a su vez, esa acción recibe su sentido último del hecho de que es narrada, confiada a un discurso.
Visto lo anterior, el siguiente paso es definir las unidades narrativas mínimas. Para ello tenemos que dividir el relato, determinar los segmentos del discurso, y distribuirlos en un pequeño número de clases, sabiendo que la función que cumplen determinados tramos de la historia es lo que hace de ellos unidades.
Así, entendemos como unidades todo segmento de la historia que se presente como el término de una correlación. Y la función es, desde el punto de vista lingüístico, una unidad de contenido; es lo que quiere decir un enunciado lo que lo constituye en unidad formal y no la forma en la que esté dicho.
Ahora bien, todo en un relato es funcional. Todo, en distinto grado, significa algo en él. Esto no es una cuestión de arte, sino de estructura.
Vamos a detenernos ahora en las unidades funcionales. En un relato surgen, desde el principio, dos grandes clases de funciones:
Unas distribucionales: corresponden a la funcionalidad del HACER. Y comprenden la acción de un personaje y lo que esta acción significa para el desarrollo del cuento en su totalidad.
Otras integradoras: Estas comprenden los indicios en el sentido más general de la palabra (indicios de carácter en los personajes, informaciones de su identidad, notaciones de atmósfera…) y corresponden por ello a la funcionalidad del SER. Es decir, para comprender “para qué sirve” un indicio hay que pasar a un nivel superior (acción de los personajes o narración) pues sólo allí se desvela el indicio.
Supongamos que una pareja se cita una tarde para ir al cine. Las acciones que realicen antes de que estén delante de la pantalla pudieran ser: coger el autobús, sacar las entradas, comprar palomitas, sentarse en la butaca, mirar la película…
Si sólo contamos estas acciones que corresponden a la funcionalidad del “hacer” y que pertenecen a la clase de las funciones distribucionales, no estaríamos contando un cuento exactamente. Estaríamos, más bien, dando un informe de lo que hacen en la historia. Pero se nos ha olvidado el discurso, el significado que todas esas acciones tienen para la historia relatada. Luego es indispensable en ese ir más allá de las frases establecer esa comunicación superior que comprende los tiempos, aspectos y modos. Sin indicios que nos den el carácter de los personajes, su identidad o la atmósfera, nos faltaría la función integradora, la que se corresponde con la funcionalidad del “ser”.
Tenemos, entonces, que los indicios son unidades verdaderamente semánticas, porque, al contrario que las “funciones”, remiten a un significado, no a una “operación”. Por lo tanto, la confirmación de un indicio se encuentra “más arriba”, a veces es incluso virtual y está fuera del sintagma explícito.
Volvamos a la pareja anterior. Han sacado las entradas y cuando él está a punto de comprar las palomitas ella le dice que preferiría comprar chocolatinas. El responde que ni hablar. Que lo suyo, en el cine, es comer palomitas. Esto, como sintagma explícito y en la función del hacer sería: compran palomitas, no chocolatinas. Pero esta misma acción puede tener otra lectura mucho más rica en la funcionalidad del ser y, ese gesto serviría en principio como un indicio de poca flexibilidad en el carácter o de ser un poco tacaño si, mientras paga las palomitas, él comenta que las chocolatinas son más caras… Claro que, (dependiendo del contenido de la historia) también ella puede ser diabética y él estar, en ese caso, cuidando de su salud.
Bueno, supongo que con lo dicho hasta ahora han quedado claras las funcionalidades del hacer y del ser. Pero, además de ello, esta división nos permite ya cierta clasificación de los relatos, pues si en los cuentos destaca la función del hacer, como es el caso de los cuentos populares, tendremos relatos más funcionales; y si hay muchos indicios y sobresale la función del ser, conseguiremos relatos más psicológicos.
Claro que esto no es todo y tenemos que seguir abriendo las cajas chinas porque en el interior de cada una de estas dos grandes clases, es posible también determinar dos subclases de unidades narrativas.
Nos encontramos, así, con núcleos y catálisis, que son verdaderas funciones en el proceso de narración, y pertenecen a las relaciones distribucionales de la historia.
Y por otro lado nos encontramos con indicios e informantes, unidades narrativas que actúan en el nivel del discurso y de los personajes, y pertenecen a las relaciones integradoras del discurso.
Siguiendo el criterio de “lo que quiere decir un enunciado” y no la forma, estas cuatro categorías: núcleos, catálisis, indicios, e informantes, marcan la organización y la estructura del relato.
Vamos a terminar el tema de hoy estudiando las dos categorías que pertenecen a las relaciones distribucionales de la historia en la funcionalidad del hacer (núcleos y catálisis) y en el próximo tema estudiaremos las dos categorías que pertenecen a las relaciones integradoras del discurso en la funcionalidad del ser (indicios e informantes).
Empezaremos por decir que dentro de las funciones, no todas las unidades tienen la misma “importancia”. Unas pueden ser verdaderas bisagras del relato (o de un fragmento del relato) y otras no hacen más que “llenar” el espacio narrativo que separa las funciones bisagra. Llamaremos a las primeras, por ser cardinales, núcleos; y a las segundas, dada su naturaleza complementaria, catálisis.
Núcleos
Son enunciados que informan sobre una transformación (grande) en la acción o en el personaje. En el relato breve esto nos lleva a hablar, una vez más, del cambio. Cuando estudiamos el tema, tuvimos ocasión de insistir en que si no había cambio, no había cuento. Por la misma razón, un cuento, para que sea un cuento y no una anécdota, debería tener siempre un antes y un después… Y está claro que para que haya un antes y un después en algún momento de la historia deberíamos apreciar esa transformación “grande”, en la acción o el personaje, que nos revele el cambio.
Dijimos también entonces, que lo importante en un relato era todo aquello que estuviera en relación con el cambio. Sabiendo que, para que sea cuento, con un cambio tenemos suficiente, vamos a considerar a este cambio el núcleo principal del relato. Si lo estructuramos a la manera aristotélica, con planteamiento, nudo y desenlace, el núcleo sería esa transformación grande; y los dos sub-núcleos coincidirían con los dos puntos de giro por los que se pasa del planteamiento al nudo y del nudo al desenlace.
Pero volvamos un momento con la pareja que hemos dejado en el cine. Supongamos que cuando se han visto, ella ha sugerido llegar hasta el cine en autobús. Le ha dicho a él que el día es agradable y que prefiere atravesar la ciudad viendo el paisaje. Y él, por su parte, le ha contestado que no, que en metro llegarán antes y será más fácil encontrar entradas… Luego van a comprar palomitas y ella le dice que prefiere chocolatinas, a lo que él vuelve a negarse. Entonces ella, que está hasta las narices de que él tenga que salirse siempre con la suya, le dice que se coma él las palomitas y se marcha del cine dejándole allí plantado. En este caso, las acciones de coger el metro y de comprar palomitas pueden considerarse dos sub-núcleos que nos acercan al cambio, a la transformación del personaje que ahora decide elegir y no hacer sólo lo que otro diga.
De este modo, para que una acción sea núcleo basta que la acción a la que se refiere sea una alternativa consecuente para la continuación de la historia; es decir, que inaugure o concluya una certidumbre.
Catálisis
Son enunciados que informan de todas las acciones que llevan desde un núcleo hasta otro núcleo sin modificar su naturaleza alternativa, pequeños cambios que no cambian ni la historia ni al personaje, pero hacen avanzar la acción.
El espacio que separa a la cita de nuestra pareja desde que cogen el metro hasta que compran palomitas, puede rellenarse de incidentes menudos, detalladas descripciones: sacaron un billete de metro, llegaron al andén, el vagón estaba lleno, esperaron en la cola del cine, compraron las dos entradas… Estas catálisis siguen siendo funcionales porque entran en correlación con el núcleo, pero su funcionalidad es atenuada y puramente cronológica. En realidad, es una descripción de lo que separa dos momentos importantes de la historia, mientras que en los núcleos hay una funcionalidad doble; a la vez cronológica y lógica.
Estas funciones pueden ser a primera vista muy insignificantes, lo que las constituye es algo así como el riesgo del relato. Son zonas de seguridad, descansos, “lujos”. Pero no son “lujos” inútiles. Desde el punto de vista de la historia, las catálisis pueden tener una funcionalidad débil, pero nunca nula, porque algo que en el texto pueda carecer de sentido, siempre tiene una función discursiva. Es decir, estas catálisis, aceleran, retardan, dan un nuevo impulso a la historia, resumen, anticipan, despistan (en la novela policial se utilizan muchas unidades despistadoras). Por todo esto que decimos la función de las catálisis es una función fática porque se limita a mantener el contacto entre el narrador y el lector.
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