1ºBach. Qué han hecho

1ºBach. Qué han hecho

Sauvalle

27/02/2019

Hace ya muchos años todo empezó a derrumbarse. Los humanos se morían con lo que ellos mismos habían creado: la contaminación.

Construyeron un búnker donde metieron a un grupo privilegiado de la civilización. Tener un rango de edad entre 25 y 32 años, no tener alergias ni asma, y tener conocimientos de medicina o supervivencia, estaban entre los requisitos marcados.

Fueron 127 los escogidos para continuar con la especie humana. Tenían víveres para sobrevivir doscientos años más o menos, pero ya se estaban acabando…

Estaban manejando alguna opción para sobrevivir, pero de una u otra forma, alguien debía subir a la superficie.

Mandar a un grupo de 5 personas con dotes de supervivencia, para que subieran y analizasen la superficie terrestre, y bajaran lo antes posible con alimentos que debían recoger de otro búnker para emergencias a 20 kilómetros de nuestra posición actual era la idea que habían tomado.

Esto causó mucha polémica. No teníamos datos de la humanidad, ni de la naturaleza. Llevábamos aislados demasiado tiempo para conocer algo. Subir podría ser un viaje sólo de ida, y nadie quiere eso.

Por ese motivo, nos hicieron un examen a todos los que formábamos parte de la Academia, una escuela dónde nos preparaban para asuntos similares a éste.

El problema fue que, como el examen lo hicieron hace semanas, no podías hacerlo mal aposta.

Cuando anunciaron los que irían arriba, entré en pánico. No me imaginaba que me seleccionarían. No podía subir allí, no sería capaz. Tenía tanto miedo de que algo malo pasase… Me podría morir y no estaba preparada para eso.


Los días siguientes fueron largos. Me pasaba las horas repasando planos y estrategias, y practicando técnicas de supervivencia y lucha.

Llegó el día.

No podría explicar lo que sentía en ese momento. Asustada, triste, un poco entusiasmada por si salía todo bien… Pero todas esas emociones desaparecieron en cuanto escuché la alarma y vi la luz roja parpadeando, indicando que la puerta se estaba abriendo.

Desde ahí estábamos solos, y teníamos que recorrer dos kilómetros bajo tierra hasta llegar a la superficie.

Cuando la luz blanca me deslumbró la cara, sabía que estábamos ya al final del camino. Con un poco de miedo, cogí aire y avancé unos pasos hasta estar en la naturaleza de la Tierra antes poblada.

Cuando tuve que respirar, se me llenaron los pulmones de embriagadores olores que nunca antes había olido. No podía dejar de sonreír. Era todo tan bonito. El cielo, los bosques… Era tal y como lo había leído.

Todo iba bien hasta que uno de mis compañeros empezó a ahogarse. Se cayó al suelo y empezó a sofocar y a retorcerse por el suelo. Se agarraba la garganta como intentando respirar. Pero, en unos momentos, dejó de moverse y de agonizar.

No era posible. Había muerto, pero los demás respirábamos. No podíamos entenderlo y nos empezamos a agobiar. Porque, ¿y si le pasaba a otro? ¿Y si nos estábamos muriendo ya?

Con las dudas surgieron los miedos, pero debíamos continuar. Si no íbamos a aguantar mucho, teníamos que ir a por los víveres cuanto antes.

Nos pusimos en marcha por un sendero del bosque. Íbamos atentos a cualquier movimiento o sonido y seguimos avanzando.

Un par de kilómetros más adelante, un animal se nos cruzó. Era de una estatura mediana y, según lo que habíamos estudiado, era un perro. Parecía inofensivo, así que uno del grupo se acercó a él y le tocó con los guantes. Como no ocurrió nada, bajamos la guardia, pero en cuanto el chico se quitó el guante para tocarle mejor, se le hinchó la mano y se le empezó a cubrir de ampollas. Con los gritos del dolor espantó al perro, pero la reacción le empezaba a cubrir el cuerpo entero. Una compañera le pinchó una jeringuilla, pero no hacía efecto. Ya era demasiado tarde.

Me empezaba a agobiar. No llevábamos ni medio día y habían muerto dos de mis compañeros. Lo peor es que no me sabía ni sus nombres. En la Academia no nos dejaban revelar nuestras identidades y así había sido. Pero eso iba a acabar porque, total, ya no estábamos bajo tierra.

Nos paramos a hablar y me enteré de que los otros dos se llamaban Gadea y Rómulo. Yo me llamaba Frigg, como la diosa del amor y el hogar en la mitología nórdica, porque mi madre siempre quiso que esos dioses fueran reales y nos ayudasen a sobrevivir. Después de un tiempo de descanso, continuamos.

Llegamos al búnker de alimentos después de cuatro horas. Lo aterrador fue al abrir la puerta, que salió disparada una flecha contra el pecho de Rómulo. Cada vez iba todo peor. No podíamos salvarle. El corazón ya no le latía.

Gadea y yo cogimos los drones que llevábamos a la espalda para cargar los alimentos. Cuando estuvo todo listo, ella se comió algo de las latas que había, y luego salimos otra vez, para volver a casa.

Por el camino Gadea iba perdiendo su color rosado. Estaba mareada y le costaba andar. Vomitó. Seguimos andando. Volvió a vomitar. Se estaba poniendo el sol y teníamos que volver. No quería saber qué había bajo tierra y… Pero, ya era demasiado tarde. Un ruido me dejó muda y de unos arbustos aparecieron otro tipo de perros pero más grandes. Tenían ojos sanguinarios y se nos acercaban con los dientes afilados.

Hice lo posible por ayudar a Gadea, pero me dijo que ya era demasiado tarde para ella. Me suplicó que la dejase y me salvara.

Corrí. Corrí los más rápido que mis piernas me dejaban, pero los perros iban más rápido y me empezaban a alcanzar. Cuando bajé en dirección al subsuelo gané segundos de ventaja. Llegaba a la puerta. La tenía casi delante. Oía los ladridos detrás y me salían las lágrimas por los ojos. No lo iba a conseguir…

Me quedé a las puertas de mi hogar, de mi vida. Y todo porque, ¿qué había hecho el ser humano? Nacer para morir.

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