Solo cuando el sol cae aparece el gran escudo de la tierra, su satélite.
Su función proviene de fábrica, se encarga de darle sentido al gran globo azul: si no fuera por la luna, la tierra ya se habría derrumbado, los mares habrían abandonado su sitio para inundar todo vestigio de arena. Las montañas habrían explotado y los volcanes habrían erupcionado cual experimento de colegio. Los árboles habrían estallado en pequeños palillos y las rocas en chinas de combate. La falta de gravedad habría ocasionado el gran desastre.
Cuando cierro los ojos trato de imaginar cómo sería la vida que describen mis compañeros de clase. Una familia perfectamente estructurada, dos figuras al frente y un número variable de las incipientes ramas de un árbol. El amor y el calor de una morada estable, la necesidad de llegar a casa para estar en familia, cuando yo solo quiero que la jornada escolar no termine. Mis amigos siempre cuentan cómo los viernes es día de cine y palomitas en sus casas.
Miro en el espejo y el rechazo que me produce la imagen que refleja me obliga a apartar la mirada. Los ojos rojos por la falta de sueño y unas ojeras que me acusan del estado constante de alarma en el que me encuentro. El labio partido y las clavículas muy marcadas. El pelo hecho un desastre y la tez de mi rostro pálida. Intento ignorar todo lo que veo y empiezo a arreglarme. Antes de salir de ese cubículo vuelvo a mirarme. Ahora soy la niña perfecta de siempre, gracias al maquillaje y la sonrisa postiza.
Tengo la suerte de haber tenido una vida difícil, porque gracias a ello soy más empática y honrada, o eso dice mi madre. Al nacer me otorgaron un nombre poco común, que describía mi función en el planeta. Me llamo Luna, y lo único que he descubierto por ahora es que sirvo para mantener las esperanzas de mi casa, que poco a poco se desquebraja.
¿Qué pasaría si mi casa se derrumbase? No habría más que decir. El sufrimiento se habría acabado y mi sonrisa volvería a relucir.
Cada noche cuando los ruidos cesan y la paz de la oscuridad reina mi habitación, mi gran telescopio aguarda en el balcón de la ventana que corona mi prisión, de la que quiero escapar. Acerco el ojo a la lente del aparato y atisbo a ver la vía láctea, llena de pequeños faros que alumbran mi universo. Tan bonito y tan lejano que resulta paradójico. Cada año tiene lugar la lluvia de estrellas, a la que tantos deseos he dedicado, tantos recuerdos buenos y malos y tantas ganas de ser un cometa, de esos que se dejan llevar hasta desintegrarse.
El sol explotó y el sórdido mundo de la esfera azul y su gris compañera por fin fue libre.
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