El gigante

El gigante

Dosilazo

13/02/2019

A Candela Cuevas,

con todo mi cariño, y con mi inconfesa admiración.

Felizmente ignorante de la humanidad y de un amplio catálogo de seres que, como ellas, componen la animalidad (aunque sería osado excluir de la misma a los humanos), una colonia de alegres hormigas llevaba a cabo sus tareas con absoluta tranquilidad. El hormiguero que habitaban era inmenso, pues se extendía varios metros a la redonda de su pequeño orificio de salida, consistiendo en un complejo entramado de túneles y cámaras subterráneas, por los que con dificultad pasaría un ratón, pero por los que a diario, con fluidez y agilidad, pasaban cientos y miles de hormigas. De esta manera, yendo y viniendo por aquellas galerías terrosas, las diligentes trabajadoras entraban y salían de sus recintos, todas ellas ocupadas en labores esenciales para la integridad de la comunidad entera. Algunas de ellas cuidaban de las larvas recién nacidas, otras atendían los partos de la reina, mientas que el resto, que eran gran mayoría, se dedicaba a la recolección de hojas y frutos pequeños. Desde el gran orificio de salida partían tres hileras regulares de hormigas que marchaban la una tras la otra; la primera iba en dirección al norte, donde, a pocos metros, se erguía un regio castaño, entre cuyas raíces serpenteaban muchos de los túneles de la colonia; hacia el sur iba otra de las hileras para poder llegar a los brotes humedecidos con el rocío de la noche; y al occidente marchaba la tercera hilera, ésta con el propósito de recolectar pequeñas bayas. Cada una de estas hileras funcionaba como una rueda, pues, mientras que unas salían desde el interior de los túneles en regular y uniforme marcha, a ritmo idéntico volvían otras con las labores ya realizadas, trayendo en sus colmillos el fruto de la recolección; eran tan precisas y coordinadas que estas formaciones llegaban a parecer un solo ser cada una.

Si bien toda esta actividad requería del uso de un amplio espacio (en dimensiones-hormiga), nunca habían ido demasiado más allá de su madriguera. Pero a no mucha distancia de allí mismo, cruzando un pequeño riachuelo, había una aldea. En ella vivían muchos hombres y mujeres dedicados al cultivo y, como las hormigas, a la recolección, mientras algunos otros eran más bien comerciantes, pero uno entre ellos, en particular, era cosa difícil de definir.

Hombre o bestia, maldito por la fatalidad del destino o puesto a prueba por una Providencia exigente, Gaspar había nacido malformado. A su ya madura edad, su cuerpo no había logrado crecer más que la mitad de lo que se supone que crecen los hombres, y, sumado a esta ya patética y risible calamidad, todas sus formas guardaban entre sí una desproporción que generaba en la mirada de los otros un desagrado difícil de disimular. De esta manera, encerrado siempre en su cuerpo distinto, sufrió una segunda maldición que, de no haber acontecido, habría hecho más tolerable la primera: en alma era igual a los otros. Cualquiera que entienda el alcance de gravedad de esto entenderá que Gaspar creció con la necesidad de amigos, sin poder, por su figura, tener ni uno solo; maduró anhelando el cuerpo de las muchachas, pero llevando a todos lados la cadena de la repulsión que el suyo generaba en ellas; su carácter ansió coherente respeto, pero aquél nunca tuvo su lugar entre los hombres, los cuales, acostumbrados a formar sus ideas a imagen de sus cuerpos, lo consideraron siempre una existencia inferior. De tal modo, todo el dolor devino en coherente odio, y así Gaspar se convirtió en un ser rencoroso. Si como monstruo lo trataban, como dos veces más monstruo se comportaba. Mostraba desprecio y antipatía ante todos los hombres y todas las mujeres. Hablaba con groserías y descuidaba su higiene, le faltaba el respeto a los ancianos y asustaba a los niños, maltrataba a los animales y arruinaba las plantas. Cumplía muy bien su cometido constante: quedarse siempre solo para que nadie pudiera dejarlo solo.

¿Debe movernos Gaspar ira o compasión? Eso es difícil de precisar. Porque, si bien podemos naturalmente reconocer como injustos e innecesariamente crueles los epítetos de enano, pulga, escoria y chiquillo que arrastró toda su vida, igualmente injusto fue el temple que decidió adoptar ante el mundo (aunque nadie pondrá en entredicho su coherencia). Esa cuestión problemática la dejaremos en manos de los filósofos. Aunque ¿qué filósofo, de entre todos los que vuelan en las nubes de la universalidad, consideraría aterrizar sus pies, aunque fuera sólo un segundo, en esta particularidad? Resulta ofensivamente cómico recordar que los sabios están para asuntos altos.

Ese día, Gaspar salió a caminar por las cercanías, aprovechando la cálida luz del sol, el aire fresco, y una jugosa manzana que le había quitado a un pobre niño pequeño. Mientras mordisqueaba el fruto y se regodeaba en su ingenio (pues no lo obtuvo por la fuerza, sino por el ardid), iba alejándose de la aldea en línea recta, pisoteando adrede las bellas flores que viera brotadas de la tierra, y lanzando, cada tanto, algún que otro escupitajo pegajoso hacia cualquier parte. En eso, sus azarosos pasos lo llevaron al riachuelo, el cual cruzó sin dificultad saltando de piedra en piedra, y luego hacia un bello castaño alto, a la sombra del cual decidió echarse a dormir.

En un horrible sueño se le aparecieron figuras atemorizantes, fantasmas despiadados, todos ellos con forma de hermosas muchachas, a la vista de las cuales quería ocultarse con desesperación, temeroso de que alguna lo viera y lo torturara con risas inclementes; cualquier carcajada despectiva hubiese sido para él, al menos en ese sueño, igual a una herida de muerte. El espanto fue suficiente como para que se despertara con sobresalto. Al mirar a su alrededor, vio que la manzana, que hasta hacía instantes mordisqueara, había resbalado de su mano al quedar dormido, y había rodado hasta unos metros del tronco del castaño. Esta visión no le hubiese merecido ninguna consideración, pero notó, en ese instante, que el carcomido fruto estaba repleto de hormigas; concretamente, las que mencionamos al inicio. Ellas no habían advertido a Gaspar, puesto que éste se había echado contra la cara opuesta del tronco del árbol, mientras que ellas subían y bajaban a lo largo del otro lado, pero sí advirtieron la manzana, e inmediatamente, sin importarles el motivo de su puntual aparición, se lanzaron a arrancar de ella varios trozos, a fin de llevarlos al interior del hormiguero y deleitar con ello a la colonia.

Entristecido por su horrible pesadilla, Gaspar decidió que quería desquitarse contra algo. La tierra y las rocas no le servían, puesto que eran indiferentes; el árbol tampoco, por su notoria insensibilidad, y por ser, además, mucho más consistente que él; la mejor opción le parecieron las hormigas. Por esto mismo, aireado de ira en su corazón, se levantó de un brinco y, con furioso gruñido, pateó la manzana repleta de hormigas, haciendo que ésta volara por los aires, junto con varias de las pobrecillas. Los diminutos insectos, tras esta atroz perturbación, se percataron finalmente de su presencia, y entraron en notorio pánico. Las tres hileras que mencionamos al comienzo se disgregaron y desdibujaron su recorrido, dispersándose sus integrantes en un profundo griterío de desesperación, profiriendo todas ellas a coro cientos de exclamaciones de horror. Pero todo este pánico, desde la vista de Gaspar, no era tan manifiestamente perceptible. Para él, las hormigas se veían apenas como atolondrados insectos que, lejos de regirse por algún sentimiento en concreto, correteaban torpemente por todos lados. Él, en cambio, sí tenía un demonio que expiar, pues la rabia todavía hacía hervir su sangre, de modo que, no contento todavía con lo que ya había hecho, comenzó a pisotear entre gritos a cuantas hormigas alcanzaron sus cortas piernas. No es fácil decir cuántas de ellas murieron de horrible modo en lo que duró su arrebato colérico, pero la mayoría, por fortuna, lograba precipitarse al orificio de entrada de la madriguera, y dentro de ésta llevaron, como un contagio letal, el pánico que imperaba afuera.

Luego de que las energías de Gaspar mermaran, se puso a sollozar, apoyado contra el tronco del árbol, y luego se fue de regreso a la aldea, no sin patear en el camino algunas piedras. Las hormigas, por su parte, habían vivido un trauma inenarrable. Ellas jamás habían visto a un ser humano, nunca. De hecho, Gaspar era la criatura viviente más grande que habían visto en sus vidas (pues no concebían vida en los brotes ni en los árboles). Hasta ese momento, habían creído que las aves voladoras eran los seres más inmensos, y ante ellas procuraban sensata precaución y distancia. Alguna hormiguita exploradora, alguna vez, habíase topado con un sapo, pero, cuando volvió a la colonia a referir a la criatura avistada, nadie pudo creerle, pues su descripción de semejante monstruo sonaba tan inverosímil que nunca le dieron sincero crédito; la historia del sapo circuló algún tiempo como leyenda, y luego se olvidó. Pero Gaspar, siendo más grande que las aves o el sapo, o que las imágenes distorsionadas y exageradas que las hormigas pudieron alguna vez haberse hecho de aves y sapos, había constituido esa tarde el horror por antonomasia.

Durante toda esa noche se llevaron a cabo concilios en la colonia para determinar qué cosa era exactamente esa que atacó a tantas compañeras, la reina los presenció todos, tratando de pensar una resolución. A Gaspar no pudieron más que definirlo como el gigante, un animal más allá de toda dimensión posible, capaz de destruir el hormiguero entero con sólo proponérselo. Epítetos como el alto, el que eclipsa con su cabeza el sol, y el de poderosa pisada acompañaron todo intento de definición. Y luego, tras asumirse la naturaleza de Gaspar, se decidió evitar a toda costa cualquier nuevo encuentro con él. En principio se pensó que su ataque podría haberse debido a que la hilera del castaño tomó posesión de una manzana que fuera suya, por lo que la reina determinó que, a partir de ese momento, ninguna hormiga tocaría otro fruto que no fuesen las habituales bayas. Y así se hizo…

Pero pocos días después, tras haber sido puesto en ridículo por un muchacho de la aldea, el cual, tratándolo como si no fuese él un hombre adulto, sino un niño más pequeño y, para peor, bobo, Gaspar volvió a salir de la aldea en busca de un medio para expiar sus dolores. Nuevamente su caminata lo llevó al castaño, y esto lo volvió a poner en contacto con las hormigas. A pesar de no haber tocado ellas ni siquiera el más minúsculo bocado de una simple manzana, el gigante volvió a atacar con sus pisotones. Otras decenas de inocentes trabajadoras murieron esa tarde, trituradas por el peso de las tonantes pisadas, las cuales, por su contundencia, pudieron sentirse en lo profundo del hormiguero, pues hicieron vibrar la tierra y, con ella, las galerías subterráneas, conmoviendo de terror el corazón de las refugiadas, y horrorizando su imaginación, pues sabían que arriba muchas de sus compañeras estaban muriendo masacradas.

Otros desesperados concilios se llevaron a cabo en lo profundo, pero ni las hormigas más expertas en fieras pudieron determinar qué era lo que motivaba al gigante a atacar de ese modo. Las aves, que hasta ese momento habían constituido la mayor amenaza en su horizonte de comprensión, se comportaban de modo más coherente, pues solamente atacaban a una hormiga si les era apetecible el comerla, pero el gigante era imposible de entender, atacaba en momentos irregulares, movido por motivos desconocidos, o quizá por el sólo placer de matar; y lo peor era que, a diferencia de las aves, éste no se llevaba a una o dos desafortunadas, sino que masacraba por decenas. La reina, desesperada, tuvo que tomar una resolución diferente. Parecía que le quedaban dos opciones, cada una de ellas difícil y aterradora. La primera consistía en mover a la colonia, exiliándose todas las hormigas, y debiendo construir, a fuerza de fatigoso trabajo, un hormiguero nuevo en otra parte, a fin de no volver a ser encontradas por el monstruo. Pero había muchos motivos por los cuales ellas no querían hacer esto. Uno de ellos era que su hormiguero era, sin más ni más, su mundo; construido por sus antepasados, no querían abandonarlo, pues un profundo sentimiento de amor las mantenía apegadas. Otro motivo para no intentar desplazarse era que, quizá, el gigante pudiera no ser el único de su tipo. ¿Y si allá afuera había más gigantes? ¿Qué ganaban con, por ejemplo, moverse a otro sitio, gastar mucho de su fuerza y, como si la suerte se burlara de ellas, toparse con un nuevo gigante? Todas estas objeciones fueron presentadas en el concilio, por lo cual la reina tuvo que dar la segunda orden que tenía en consideración: la ofensiva.

La soberana convocó a todo su ejército de hormigas guerreras, ordenándoles que se prepararan para la próxima aparición del que eclipsa con su cabeza el sol, pues, cuando esto ocurriera, ellas tendrían que abalanzarse sobre él y comenzar a picarlo y morderlo con ímpetu, a fin de así disuadirlo de atacar y lograr que se largue. Aquella orden estuvo muy cerca de ejecutarse, pero una de las hormigas más sabias de los concilios objetó lo siguiente:

—Mi reina, quizá no sea prudente enviar al choque directo a nuestras fuerzas. Siempre que nuestras guerreras han combatido, lo han hecho contra otras hormigas de hormigueros rivales, o contra termitas, o contra arañas, pero jamás contra un ser de semejante tamaño. Podría ocurrir, a diferencia de lo que esperamos, que el alto, en lugar de retirarse malherido, resista con facilidad nuestra acometida, y que, para peor, encolerice contra nosotras, y por esto mismo decida, en lugar de sólo pisotearnos a unas cuantas, destruir a la colonia entera. He visto yo mismo sus poderosas manos, y sé que, con semejante tamaño, podría remover la tierra de lugar y alcanzarnos a todas con facilidad. Será, por esto, mejor que ataquemos con un plan elaborado, con alguna idea estratégica, en lugar de lanzarnos a la bruta lucha, en la cual saldremos perdiendo sin más remedio.

Luego de haber oído estas sensatas palabras, la reina le dio la razón, pero ella no sabía cómo poner en práctica estas ideas. El sabio le dijo que convocara a siete de las más valientes y poderosas guerreras. Aquello fue bastante impresionante: entre las miles que había para luchar, sólo se convocó a siete. Y ellas, junto con la reina y otros sabios, planearon el ataque. El plan, ciertamente, fue maestro.

Durante varios días, las hormigas no salieron de su hormiguero. Ciertamente pasaron un poco de hambre, y no faltaron larvas que murieran de inanición por carecer de sus habituales provisiones, pero no podían arriesgarse. Tal y como vaticinaran, Gaspar volvió a aparecer ante el castaño, nuevamente movido por dolorosas frustraciones contraídas en el pueblo. Pero esta vez no vio a ninguna hormiga contra la cual descargar su rabia, así que, sin nada mejor a lo cual recurrir, se sentó contra el tronco del árbol y se echó a llorar. Las hormigas, que nunca habían oído llorar a ninguna criatura, creían que los jadeos y los lamentos eran rugidos de furia, y se estremecieron de espanto. Pero todo se ajustó muy bien a su plan, pues, tal como esperaran, la dolorosa melancolía de Gaspar lo llevó a quedarse dormido, apoyado contra el tronco… ¡Aquel era el momento!

Las siete valientes guerreras elegidas salieron de la madriguera, desplazándose sigilosamente hacia el gigante. Llegaron hasta sus pies, y sintieron estremecimientos al ver lo grandes que eran, pero no podían detenerse por el espanto, pues todas sus compañeras contaban con su audacia. Treparon por sus piernas y brazos (tratando de no sacudir demasiado sus vellos, pues esto podría haberlo despertado), y llegaron finalmente a su cara. Allí, como se les había indicado, se metieron una por una, en fila, dentro de la grotesca nariz del de poderosa pisada. Dentro de las fosas había gran concentración de mucosidad densa y pegajosa, y esto produjo mucho temor en las valientes guerreras, las cuales nunca antes habían visto moco, pero siguieron adelante a pesar de lo oscuro e intrincado que era el trayecto. De esta manera, lograron llegar al cerebro de Gaspar.

Aquel sitio era casi irreal, no sólo por su disposición física, sino también porque estaba lleno de espectros y fantasmas, muchos de ellos con formas nunca antes vistas por aquellas siete hormigas. Lo que veían, en realidad, eran las imágenes de los sueños del gigante, imágenes que no eran para nada extraordinarias, pero que ellas jamás habían visto, por lo que no podían asociarlas a nada conocido. Vieron, sin poder ponerles un nombre, muchos gatos y perros, flores de todos los colores, barriles, caballos, zapatos, martillos, cuchillos, puertas…, todo ello en un vórtice sin estructura, en un torbellino tempestuoso, en donde cada visión se esfumaba con la misma evanescencia con la que se había manifestado. Así eran los sueños de Gaspar.

No se detuvieron a interpretar tan curioso fenómeno, tenían que continuar su camino a lo largo del intrincado laberinto que era ese cerebro, pues lo que querían era llegar a los nervios de control. Esto les llevó mucho tiempo, pues cada pasillo desembocaba en zonas curiosas, donde las siete valientes se toparon con entidades abstractas, como, por mencionar ejemplos, el agrado por el olor de los tulipanes, o el rechazo al cansancio matinal, o el aprecio por la belleza de todo lo naciente, o el temor a la soledad. Pero todas estas visiones les resultaban tan espectrales y misteriosas como las anteriores, para ellas, unas como otras eran igual de inexplicables, pues, así como no sabían lo que significaba el llanto que oyeron en el hormiguero, no tenían idea de lo que significaba todo lo demás. Lo único que sabían era que todo allí dentro lesdaba miedo.

Finalmente, tras fatigar mucho sus fuerzas, encontraron los nervios centrales. La hormiga guerrera que lideraba al grupo les dio a las demás instrucciones para que se distribuyeran a lo largo de todos esos nervios principales, y, una vez que cada una estuvo en su sitio, se aferraron con todas sus fuerzas a éstos, pues, bajo la coordinación de las órdenes de la líder, articularían el ataque final. Así, la guerrera al mando dio el grito indicativo y, con perfecta sincronía, jalaron cada una del nervio que debían.

Afuera, como si alguien le hubiese arrojado un baldazo de agua, Gaspar se despertó de súbito. Algo lo acababa de perturbar terriblemente. De pronto, como si unos hilos de titiritero manipularan su cuerpo, éste se levantó de su asiento con un brinco, obedeciendo órdenes que no parecían ser suyas. Esto aterrorizó al pequeño gigante, y más cuando, de la nada, sus piernas empezaron a corretear por todos lados, y sus brazos se agitaron sin control, como si hubiera enloquecido. Pero nada de eso había pasado, lo que ocurría era que, dentro de su cerebro (él no lo sabía) había siete hormiguitas que jalaban de todos los nervios que podían, quitándole todo control sobre ¿sus? movimientos…

Dentro del cráneo, las hormigas vieron que las apariciones espectrales cobraban más sentido, pues eran pensamientos que reflejaban lo que el gigante veía. Esto, tras comprenderlo, las ayudó mucho a orientarse, y, poco a poco, fueron aprendiendo a controlar el cuerpo de Gaspar. Al principio sólo lograban que éste diera volteretas y se estremeciera en su sitio, o que tirase manotazos en cualquier dirección, o que articulara muecas extrañas; pero lentamente lograron descubrir cómo mover las piernas y los brazos para, según lo planeado, alejarlo del hormiguero, como a una marioneta.

Guiados por las imágenes mentales de todo lo que rodeaba a Gaspar, orientaron su temblorosa caminata hacia el norte, lo más lejos posible de la colonia. Desde afuera, el gigante se veía como si un demonio lo hubiera poseído. Sus pisadas al caminar eran torpes y disparejas, su cara exhibía muecas que parecían hechas para espantar niños, y sus manos, como si estuvieran vivas y, además, locas, se agitaban para todos lados. Es que las hormigas hacían lo que podían, pero manejar un cuerpo tan grande no era cosa fácil. Gaspar gustoso habría gritado para pedir ayuda, pero su lengua no le pertenecía más, ni su boca, ni nada de su cuerpo; lo único que podía hacer era mirar con impotencia hacia dónde era llevado por aquella fuerza desconocida.

Mientras tanto, en la aldea, todo acontecía con normalidad. Los que trabajaban la tierra seguían, como siempre, arrastrando los arados, los comerciantes se ponían al hombro el saco con mercaderías para llevar a la ciudad, y los niños correteaban por todas partes, jugando con la alegría habitual. Pero una aparición inesperada e incomprensible se hizo presente. El por todos odiado Gaspar irrumpió en las calles, pero de un modo que nunca nadie había visto. Iba de aquí para allá, errante, sin un rumbo fijo, haciendo muecas perturbadoras, lanzando baba y mocos por todos lados, agitando los brazos y tambaleándose con las piernas. Por momentos se estrellaba de lleno contra las paredes de las casas, y por momentos resbalaba con las gallinas y los puercos, sólo para volver a levantarse y continuar con su enfermizo delirio.

Y es que, dentro de él, las siete hormigas manipuladoras, que ahora veían las imágenes de las criaturas de la ciudad, estaban desesperadas y temerosas, ya que ahora, para su desgracia, descubrían con horror que el gigante no era el único de su tipo, sino que su hormiguero estaba cercano a un conglomerado de decenas y decenas de gigantes incluso más gigantes que el gigante… Entre los gritos de horror por el miedo que le infundían las proyecciones de los campesinos, una pidió con desesperación el regresar con la colonia, pero otra se opuso, pues no podían llevar al gigante de vuelta al lugar del que habían intentado alejarlo, y otra perdió simplemente la calma y comenzó a jalar sin reparo de cualquier nervio que encontraba, y otra se había desmayado. El resultado de esta pelea interna que las manipuladoras de Gaspar estaban teniendo se apreciaba desde afuera como un espectáculo terriblemente inusual, pues el enano daba brincos y agitaba la cara, gritaba palabras al azar, sin sentido, y hasta liberaba flatulencias sin ningún control.

Finalmente la hormiga líder logró poner orden, y, con toda su determinación y liderazgo, logró que entre todas llevaran al gigante más allá de la aldea, haciéndolo correr en línea recta hacia los campos desiertos. Así Gaspar, sin ser dueño de sí, corrió y corrió durante horas, atravesando incluso todo el bosque, cuya visión maravillaba más y más a las hormigas de su interior, no sólo por la extravagante vegetación espesa, sino por los nuevos animales que descubrían, y, por sobre todas las cosas, por la consciencia que tomaban sobre cuánto más grande que lo que imaginaban era el mundo.

La carrera continuó así hasta que, dado el momento, el cuerpo se topó con un precipicio. Apenas lo advirtieron, se apresuraron a sujetar con firmeza todos los nervios para inmovilizarlos, y el cuerpo enajenado de Gaspar quedó parado justo al borde del acantilado. En su corazón sentía espanto y horror por la visión de la inmensa caída que tenía justo en frente de sí, pero no podía moverse, y no sabía si aquella extraña fuerza que lo había enloquecido momentos atrás lo haría dar un paso más, pues sólo uno bastaba para que se precipitara al vacío…

¿Y ahora? Esta pregunta rondó por la mente de las siete valientes hormigas. Una de ellas se largó a llorar, pues, en su interior, ya había barajado todas las posibilidades, y había ya llegado a las conclusiones a las que inevitablemente llegarían sus compañeras. Con el gigante no podían volver a su hogar, pues era peligroso llevarlo. Pero tampoco podían salir de su interior y emprender el regreso, ya que el camino que habían recorrido era inmenso y estaba lleno de peligros, no podrían atravesarlo y salir con vida, sin mencionar que sus fuerzas se doblegarían antes de abarcar la mitad.

Pero había una cosa que las perturbaba más que todos los peligros juntos, y era lo que habían sabido: que el mundo estaba repleto, atestado de gigantes, y que toda criatura hasta entonces conocida no era más que pueril amenaza en comparación con el enorme número de monstruos inexplicables que habían descubierto. ¿Cómo hacer para tolerar la vida debiendo cargar con tan terrible consciencia? ¿Cómo volver y hacer para no atormentar a las demás con el relato de la insoportable verdad? O, incluso en el caso de callar y no decir ni una palabra jamás, ¿cómo hacer para vivir ellas mismas junto a sus compañeras, siendo que, en realidad, aquellas siete guerreras, aunque en el mismo hormiguero, estarían habitando un mundo completamente distinto al de todas las demás, uno más grande y aborrecible?

Todas estas cuestiones eran callejones sin salida… O, mejor dicho, todas ellas gritaban la misma respuesta. Sabían ya de sobra cuál era la única cosa que les quedaba por hacer. Llenas de congoja y de dolor, se dijeron entre sí adiós

La líder jaló del nervio adecuado y Gaspar, sin decidirlo, y contemplándolo con un horror que no podía manifestar, dio un terrible salto hacia el abismo. El cuerpo cayó con la misma velocidad y estrépito que la lluvia, y, cuando finalmente tocó tierra, impactó de lleno con las rocas en pendiente, generando que todo el cuerpo rodara vertiginosamente a lo largo del descenso, rompiéndose todos los huesos y desgarrándose cada rincón de la carne. Mucho antes de que el cuerpo llegara a detenerse y a quedar inmóvil sobre el polvo, Gaspar y las siete hormigas ya estaban muertos.

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