El hombre sin menesteres

El hombre sin menesteres

Dosilazo

13/02/2019

En el tercer piso de una posada, en una de las habitaciones, dos hombres, sentados el uno frente al otro, en una pequeña mesa de madera desvencijada, borrachos hasta el hartazgo, rodeados por todas las botellas que habían vaciado a lo largo de la madrugada, conversaban alegremente sobre temas de filosofía, no siendo ninguno de ellos versado en asuntos filosóficos, sino, más bien, simples improvisados, pero eso les alcanzaba para divertirse. Uno de ellos, golpeando fuertemente la mesa, con gran entusiasmo, sentenció: ¡La ignorancia es la base de la felicidad! Dijo esto, no porque lo hubiese reflexionado en el pasado, o porque hubiese arribado a tal conclusión a fuerza de intrincados silogismos, sino porque, ebrio como estaba, aquella máxima, que bailaba caóticamente junto con miles de conceptos en su mareada mente, había logrado ser abstraída del remolino de estupefacción, y, sin siquiera poder dar cuenta de por qué, la dijo con efusivo tono. El otro, por su parte, intentó replicarle, a su vez, tampoco por algo digno de engendrar una réplica, sino por el mismo estado de dulce torpeza que dominaba a su compañero. Y la absurda discusión se extendió durante horas, a lo largo de toda la noche, con la luna y las estrellas como testigos. Una versión risible y patética de Sócrates hablando con penoso esfuerzo a otra igualmente lamentable de Polemarco, Adimanto o Glaucón.

Abajo, en la planta inferior del edificio, estaba la refutación real a aquella tonta frase que había inaugurado su burdo entretenimiento. Abajo estaba aquel que podría haberles dicho, con toda razón, que no, que la ignorancia nada tenía que ver con la felicidad. Aquél les habría dicho: La ignorancia es la base de la individualidad. Pero no se los diría nunca, porque, justamente, no era nadie para decirlo. Aquél es a quien llamaremos, a falta de un título mejor, el hombre sin menesteres.

Tenía un nombre, al cual no había respondido nunca. Lo llamaban Andrés, y era, si es que algo era, el hijo de un rico propietario de una famosa línea de hotelería. Había nacido hacía treintaicuatro años, y una peculiaridad lo caracterizaba y lo diferenciaba de todos los otros humanos: él no se movía ni hablaba, ni mostraba signos de pensar o percibir. No hacía nada, cual si de un vegetal de carne y huesos se tratase.

Fue estudiado con gran recelo por muchísimos médicos a lo largo de su existencia, pero daba lo mismo, ninguno encontraba nada malo en su cuerpo o su mente, todo funcionaba con normalidad, y estaba cada parte de sí en perfecto estado. Lo único que no había, y que, se suponía, debería haber habido, era alguien ahí para mover y usar todo eso. Su cerebro operaba a la perfección, pues mantenía en armonía el funcionamiento de su cuerpo. Su corazón latía con ritmo perfecto, llevando la sangre por cada una de sus venas, alimentando de oxígeno cada pequeño músculo, el cual era suministrado por una respiración mecánica que no cesaba jamás. Pero eso era todo. Había un cuerpo, pero sólo eso…

Sus ojos jamás siguieron el movimiento de ningún elemento, como si para él ninguno existiera. Concluyeron que, de un modo difícil de explicar, había nacido vivo, pero no animado. No habría diferencia entre regar una planta en un macetero y mantener con vida a ese desperdicio de cuerpo humano, pero el temor de sus padres al castigo divino los disuadió de sacrificarlo, y decidieron, tras mucho llorar la ilusión frustrada de tener un amado hijo, dejarlo al cuidado perpetuo de un amplio número de enfermeras, hasta que, por sí solo, el tiempo se encargase de extinguir ese sobrante de existencia.

De este modo, durante esos largos treintaicuatro años, fue cuidado y alimentado como si de una mera reliquia familiar se tratase, como si fuese un reloj al cual a diario había que darle cuerda y pulirlo, sacudirle el polvo y mantenerlo en perfecto estado. La apariencia final de aquella curiosa baratija de miembros era lamentable. La barba la tenía crecida, como la de un sabio, y sus cabellos eran largos, produciendo así una imagen similar a la del crucificado. Todos sus músculos estaban atrofiados por el nulo uso, de manera que sus brazos y piernas eran escuálidos, y generaba profundo rechazo verlos. Todo él estaba postrado, como siempre, sobre una vieja silla de ruedas. Sus ojos no se abrían ni se cerraban bajo el mandato de voluntad alguna, sino que colgaban según los designios de su propio peso.

Todos los que lo contemplaban, sin poder evitar distraerse unos instantes en la apreciación, sentían esa ya muy conocida conmoción inexplicable, aquella mezcla de repugnancia y pena, de temor y de asco profundo. Andrés no era un espectáculo sencillo de asimilar.

Cada día era lavado y cambiado, cada día alimentado por medio de inyecciones de nutritivo suero. A veces se le cortaba el cabello y se lo rasuraba, pero este cuidado era el menos atendido, pues no afectaba tan directamente su salud. Durante la mañana era cuidado por dos enfermeras, las cuales eran reemplazadas por otras dos a lo largo de la tarde, y éstas, a su vez, suplantadas por otras dos que lo vigilaban por la noche. Los cuidados eran continuos. Durante los primeros años, su madre y su padre habían ido a visitarlo, tratando de comprobar si eran capaces de despertar algún dejo de cariño por esa cosa que habían arrojado al mundo, pero esto era imposible. A ellos los aterraba de manera más intensa su oprobioso espectáculo, pues les hacía concebir que de ellos había surgido un algo monstruoso. Y temían todo el tiempo… Nunca dejaba de surgir en sus mentes la idea de sacrificarlo, pero les daba horror lo que pudiese generar esto en la opinión pública. Siendo tan ricos e influyentes, eran de sobra conocidos en la ciudad, de manera que de Andrés todos allí sabían. Pero la consciencia de su existencia no era fácil de llevar a cuestas en la mente. No obstante esto, mantenerlo no era un problema, pues ayudaba a justificar alguna inversión en el amplio caudal de dinero que les sobraba bajo cifras obscenamente grandes.

Lo habían confinado a vivir en aquella posada, si es que lo que hacía ahí era vivir, aunque todos hubiesen aceptado con más facilidad el verbo estar. Todos los inquilinos lo conocían, pues lo veían diariamente bajo el cuidado de las enfermeras. Todos los días aparecía esa cara inexpresiva y tenebrosa, como la de un muerto viviente, mirando a donde eventualmente tuviera girada la cabeza, si es que los párpados no andaban caídos, o a medio abrir, la cual era, de entre todas las posibles emulaciones de mirada, la más desagradable.

Andrés era dejado cada día en algún rincón distinto de la posada. A veces se colocaba su silla de ruedas ante una de las mesas del gran comedor, y otras veces se podía encontrar ésta colocada frente a la ventana. A veces simplemente reposaba junto a las escaleras, y en otras ocasiones era dejado junto a un rincón apartado. Siendo aquella posada la propiedad más barata del amplio catálogo de inmuebles a nombre de la familia, a sus padres les daba lo mismo la impresión que tan horrible espectáculo pudiera generar en los inquilinos. Pero éstos, ciertamente, se habían habituado muy bien a su presencia. Los primeros días uno siempre se lo quedaba viendo durante largos ratos, tratando de adivinar el más mínimo movimiento de cualquiera de sus músculos faciales, aunque esto concluía siempre en nada. Otros, algo más cínicos, o quizá más solidarios, a veces lo saludaban al pasar junto a él, todos refiriéndolo por su nombre. Las enfermeras eran quienes acostumbraban a los hospedados a interactuar con él como si de una persona medianamente incapacitada se tratase, pues, en el fondo, esto era un medio por el cual ellas se defendían del horror de su condición. Se forzaban a creer que cuidaban algo más que un cadáver íntegramente conservado, el cual se descompondría sólo cuando su armonía interna se perturbase. Ellas, cuando lo lavaban o lo alimentaban, le platicaban cosas, aunque sólo lo hacían de a pares, pues a todas ellas, por igual, les generaba rechazo estar solas ante él, aunque nunca diera señales de diferencia.

Afuera, el mundo acontecía, y Andrés no significaba nada en él, ni nada implicaba, como tampoco nada afectaba… Pero esto era una realidad sólo aparente.

Nadie podía saberlo, no había manera, así que nunca se sabría, pero Andrés distaba por mucho de ser un ignorante del mundo. Él, por el contrario, lo sabía todo. Y he ahí el origen de su peculiar condición. Nació sabiéndolo todo, creció sabiéndolo todo, y, mientras viviera, lo sabría todo. Pero ¿qué implica todo? Todo lo que puede ser. Y, puesto que todo lo que puede ser es lo mismo que todo lo que puede ser pensado, todo lo pensaba, todo en simultáneo.

Dentro de ese patético cuerpo que no se movía, se hallaban, en simultáneo, todos los pensamientos que podían acontecer en el mundo. Esto implicaba que, a cada instante, de manera continua, Andrés pensaba todo, y, por esto mismo, lo sabía todo. Él era, de cierto modo, una redundancia respecto al universo, pues éste sólo puede ser en la medida en que sea una forma de pensamiento, y, como en él todo pensamiento era pensado, el mundo hallaba en él su réplica exacta. Incluso hubiese sido correcto decir que Andrés era más real que el mundo, pues, mientras éste era en el exterior sólo parcialmente actualizado por los seres pensantes existentes, y casi infinitamente potencial, debido a la ausencia de tantos seres posibles, que aún no habían acontecido o que ya habían expirado, en él todo ese universo era acto puro, no había potencia alguna.

Para que esto pueda ser entendido de mejor manera, será suficiente acotar que un día, sobre una de las mesas junto a la cual había sido dejada durante la tarde la silla de ruedas de Andrés, con Andrés en ella, había una manzana fresca. Él, el hombre sin menesteres, aunque yacía postrado en su silla, inmóvil, la estaba comiendo, pero también la estaba dejando ahí; la estaba arrojando contra la cara de una de sus enfermeras, de todas sus enfermeras, de todos los seres humanos de la tierra. Estaba mirando la manzana desde todas las perspectivas posibles, desde todos los ángulos, pero, a la vez, estaba mirando todo lo demás.

¿Por qué iba a moverse Andrés, si en su mente ya lo estaba haciendo, y no sólo de las maneras en que su carne lo hubiera habilitado, sino bajo las formas que todos los cuerpos posibles hubiesen avalado en todo espacio y en todo tiempo? Aquella patética masa de carne, postrada por siempre sobre aquel horrible artilugio con ruedas, era los dos borrachos que discutían en el piso tercero, era las enfermeras, y le daba asco cuidar al repugnante inválido. Era sus padres, y sentía vergüenza de su vástago malogrado. Pero también era sus hijos, y los hijos de sus hijos, y todos los hijos de todos los padres, y también aquellos padres.

Todas las percepciones sensoriales posibles estaban ocurriendo en él, y no una vez, sino a cada instante, todo en simultáneo. La manzana jamás dejaba de ser saboreada en su boca, que era todas las bocas. Él tenía sobre el mundo todas las opiniones, y lo veía todo, incluso lo que nadie había visto en aquel mundo imperfecto y tan potencial. Desde la perspectiva del mundo, Andrés era una abominación imperfecta, pero, desde la perspectiva de éste, el mundo era un horrible cuadro de incompletud. ¡Cuánto de potencial tenía, cuánto de desagradable inacabado! Él pensaba esto, pero no desde una subjetividad exclusiva, sino desde todas, y, a la vez, desde todas las posibles, pensaba lo opuesto, que el mundo era algo hermoso y perfecto.

Andrés era, a cada instante, todas las moscas del mundo, y todos los arácnidos que se comían a esas moscas, así que sentía, en simultáneo, el placer del depredador y el suplicio de la presa. Era Alejandro Magno aventurándose a explorar la India. Era Aristóteles siendo maestro de Platón, o Aristóteles siendo un bribón de Alejandría, o Aristóteles siendo el primer hombre en la luna, o era Aristóteles postrado sobre una silla de ruedas. Él era todos los muertos muriendo a cada instante, era todos los nacientes. Él lo olvidaba y lo recordaba todo, todo el tiempo. Todo lo que podía morir él lo mataba, y moría con cada una de estas muertes, pero en él la muerte no existía, sino todo lo que no era estar muerto. Todas las obras de arte, toda la maestría, y todos los fracasos plásticos, estaban ocurriendo en sus inacabables manos. Todas las mujeres eran besadas por él, y también todos los hombres, todos por medio de labios de hombre y de mujer, pero no de un hombre y una mujer, sino de todos los hombres y mujeres. Él era el beso absoluto. Era Plotino en el éxtasis de la intuición del Uno, la intuición de sí, y era él mismo buscando comulgar consigo mismo. Era todos los místicos, y también los ateos descarados.

Era todos los mundos que eran el mejor de los mundos posibles, y también todos los mundos que eran el único mundo posible, tanto si fueran viejos como nuevos. Era todos los antiguos regímenes políticos, y también las gloriosas revoluciones. En él, todo lo que era ficción era real, y lo real era ficción. Era, pues, Odiseo surcando los mares, como también era Aquiles matando a Héctor, como también era Tersites protestando ante los Atridas. Era, al mismo tiempo, un escritor que recibía grandes alabanzas por haber creado al personaje de Napoleón Bonaparte, o de Atila. Era las aventuras del Quijote, escritas por Sancho Panza, y dedicadas a Franz Kafka, hijo de Ernesto Sábato.

En sí había una risa eterna, un llanto eterno, un enojo inabarcable, una paz insoslayable.

Él era real, el mundo era un sueño.

Él escribió estas líneas. El texto, bajo su pluma, tuvo todas las extensiones posibles, incluso la infinita, y se manifestó bajo todas las lenguas potenciales, hasta las que aquí no existen. Pero yo debo detenerme, si es que quiero salir vivo de este ejercicio. Tratar de describir a Andrés es tan estúpido y osado como querer describir la inabarcabilidad del cosmos. Es lo mismo que querer reproducir el mundo. Se precisaría un universo completo para que cupiera en él la reproducción completa del universo. ¿Quién sería tan necio como para intentar algo semejante, no siendo Andrés? Todo lo que se escriba o se diga en adelante, todo lo que pase, cualquier cosa que ocurra, en él es una redundancia lamentable y risible.

Andrés no existe, le digo así para no llamarlo el hombre sin menesteres. Pero no es un hombre. No es nada, es decir, no es ninguna cosa. Es todo, todas las cosas, y, por lo tanto, es nada. Es el tiempo en su totalidad, y es el vacío en sus dimensiones integrales. Es todas las ideas, incluso las que aquí jamás fueron porque nunca se pensaron.

Andrés y el mundo son lo mismo, con la diferencia de que el uno está siendo en pura simultaneidad, y el otro se despliega secuencialmente. Pero los dos, al fin y al cabo, implican lo mismo, tienen las mismas dimensiones.

A los cuarentaidós años de Andrés, en aquel mundo frágil e incompleto, estalló la terrible guerra. La destrucción y la muerte no tardaron en llegar al país, y, una a una, las ciudades comenzaron a ser evacuadas. Algunas de ellas pudieron vaciarse bajo el orden de los protocolos militares, pero otras, presas de bombas y tropas invasoras, se desmembraron en el caos y la agitación. Aquel último fue el caso de la ciudad en la cual estaba la posada.

Las enfermeras habían huido hacía mucho, desesperadas, junto con casi todos los inquilinos, salvo por aquellos que murieron por el impacto de la bomba que estalló justo en la casa de enfrente. Varias centenas de soldados recorrían ahora los restos de aquellas calles vacías, rastreando a cualquiera que quedara vivo, y engrosando así las filas de los rehenes detenidos.

Aquella cosa absurda y lamentable que era Andrés había quedado abandonada, aunque ilesa, sobre la silla de ruedas, con la cabeza caída, junto a unas escaleras enterradas en escombros, al lado de una pared derrumbada, la que daba a una ciudad incendiada.

Un soldado invasor pasó por aquel sitio y lo vio. Se acercó para verificar si vivía, y vio que sí. Intentó llamarle la atención, pues, inválido o no, en adelante sería un preso más, por medio de los cuales se extorsionaría al gobierno de la nación invadida. Pero el de silla de ruedas no dijo nada. El soldado, pues, lo examinó de arriba a abajo, lo sacudió y lo golpeó, hasta que entendió la repugnante condición que padecía el miserable. Llevarse algo tan penoso no valdría de nada. Pero dejarlo ahí, a merced del lento avance del hambre y de la sed, le generó algo de compasión. Quizás, pensó, haya ahí dentro una consciencia que percibe todo lo que pasa alrededor. Quizás el miserable suplica ser ejecutado, pues como algo mucho peor se le presenta la posibilidad de la inanición.

El soldado se dejó llevar por su impulso solidario. Descargó una firme seguidilla de proyectiles sobre aquella carne abominable, dejando sin aliento para siempre a la ahora acribillada criatura.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS