Fue momento de tomar distancia, definitiva y absoluta. Me encontré en el umbral de lo tenebroso, de lo maldito. Estuve mucho tiempo evitando el destino que ese día tocó a mi puerta, lo intenté y Dios está de testigo que así fue. No hubo manera de salir, cada día mi mente se iba perdiendo más y más, mi corazón estaba como tierra árida, infértil y sin un solo vestigio de naturaleza, de vida. Con cada segundo mi gusto por esta existencia se convertía en deterioro racional, en pesadumbre emocional. Intenté de todas las formas que ustedes puedan imaginar para cambiar de rumbo. Beber lo cotidiano, lo moralmente correcto, caminar por las calles concurridas de Bogotá, imaginando cómo sería mi vida si fuese normal, del común y del montón. Visité museos, caminé por las calles de la Candelaria, tomé café en cualquier antro que estuviera atestado de universitarios o de oficinistas al final de su día laboral, pero nada me atraía y nada me atrae hoy.
Un día cualquiera tomé mis libros y me eché a andar, a buscar la oportunidad que el día me pudiera dar para sentarme en cualquier silla y leer unas cuantas páginas de aquellos libros viejos y gastados igual que mi alma, imaginé que todo en el mundo se esfumaba, que se evaporaba, se iba, que no existían más. Y por fin me encontré en el más absoluto silencio y nadie atormentaba mis pensamientos.
A lo lejos escuché el grito de algunos que iban pasando por ahí, amarillistas sin compasión, transeúntes del chisme y las bodas, pasaban ellos por el parque y estupefactos quedaron cuando me vieron observando el horizonte, con mi tez pálida y marchitada, supieron que mi existencia tuvo sentido cuando dejé de respirar, así hubo de qué hablar en las mesas de sus casas a la hora de la cena.
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