Sudando, con el corazón en un puño. Me incorporé como un resorte en mi cama y apoyé la espalda contra la pared mientras intentaba no hacer mucho ruido. Me destapé un poco para que me diese el aire e intenté recordar lo que había soñado. Nada.

En la oscuridad de la noche, poco a poco fui recuperando el aliento. Me di un par de cabezazos contra la pared para asegurarme de que estaba despierto. Me miré las manos. Normales. El cuerpo: normal. Todo parecía en orden.

Cuando terminé de calmarme, la ansiedad volvió poco a poco. Me abrazó el corazón como un collar el cuello de un perro, y se quedó ahí, en la tiniebla, conmigo. Estaba harto de la ansiedad, pero habíamos aprendido a convivir. Yo no intentaba hacerla desaparecer, y ella me oprimía con delicadeza.

Estaba totalmente desvelado. Repasé las tareas pendientes para el día siguiente por si me había dejado algo sin hacer: enviar la solicitud de subvención, revisar el software de contratación, comprar comida para los gatos, leer el cómic de Esteve y echar por lo menos una hora en el gimnasio. No era nada del otro mundo. Cualquiera envidiaría mi vida.

¿Mi vida? ¿Pero qué vida? Yo querría estar cabalgando en el Sahara con los tuareg, luchando por sobrevivir en la jungla o en un duelo a muerte por alcanzar el Himalaya. Mi vida había acabado siendo la de un hombre de oficina orgulloso por hacer horas extras sin que se las pidiesen ¿Qué mierda era esa?

Algún día… algún día dejaría todo atrás para irme a buscar el sentido de la vida.

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