LA PIEL ESCONDE UN OSCURO DESEO PARTE 1
Miro a través del espejo resquebrajado de mi alma marchita y un escalofrío ahoga mis sueños ahora y lejanos, que, como una araña atrapa sus presas con su red, aquél mata el deseo con una fuerza elegante y delicada. Absorbe mi frágil paz interior, entretanto que juega conmigo para que no sea capaz de discernir el oro del plomo.
Se alejó de mí con la misma gracia y serenidad con la que entró en mi vida. El círculo se cierra. Llegamos al punto de inicio con un final brusco aunque aparentemente suave. ¡Cómo me ha traicionado! Bien sabía ella mi punto débil. Durante estos últimos tres años me abrí como nunca antes en mi vida. Confiaba en su bondad, en el calor que emanaba de su ser, era mi ángel, mi estímulo para vivir, ¡cómo no iba a confiar en ella!
Nos conocimos un doce de julio. Hacía un tiempo frío y lúgubre, de los que llenaban mis días de agradables momentos de paz. Mi ser atormentado no podía más que alegrarse del hastío de los demás. Las nubes me hacían sentir que no estaba sólo en el mundo. Las calles se llenaban de una oscuridad tétricamente sórdida que absorbía el fulgor alegre de la gente. Malas caras por doquier. Yo me regocijaba, feliz de no ser el único en este mundo bajo un manto de espesa turbación melancólica. Y, allí mismo, entre la marabunta de infelices bastardos, estaba ella. Como me llamó la atención ya es de por sí digno de este relato: bajo su pelo despreocupadamente enmarañado, una sonrisa insolente burlaba todos los preceptos humanos posibles. ¿Quién podía ser feliz en un día frío y húmedo como ése? Me la quedé mirando fijamente durante un buen rato, dudando entre besarla u odiarla. Creo que fue mi necesidad de amor lo que me empujó a aproximarme a ella. Esa escondida aunque latente voluntad reprimida de afecto descorchó mi siempre reticente corazón para, de esta manera, liberar de mí mismo todos los miedos que había ido adquiriendo desde muy joven. Lo curioso es que, cuando iba a cruzar la calle, su mirada se posó en la mía. Yo, débil de corazón y pobre de espíritu, no pude más que no hacer nada. “Libérame de este tormento” recuerdo haber pensado, como rogándole a un dios en el que nunca he creído. Ella debió darse cuenta. Ahora que la conozco de verdad, puedo imaginar lo que estaba pensando en ese momento. Y es que, como se suele decir, “la estafa está servida”.
Arriba, de pie todo el mundo. Admiremos a la Gran Diva, maestra del engaño, reina del despecho. Uniros, víctimas inocentes, vamos a brindar por su vulgar autoridad. Todos sois yo.
La luz tenue de sus ojos malva bastó para que me acercara a ella. Desde aquel preciso momento ella era mi ama y yo su esclavo. Dejé de ser yo para convertirme en lo que ella deseara. Mi corazón serviría desde ahora en adelante como vehículo para sus deseos. El placer que sentía era todavía mayor que el suyo al tenerme a su merced. Me había convertido en un vagabundo sentimental, mi vida dejó de tener rumbo ni sentido. Ella me gobernaba por completo. No hacía falta una sola palabra para cumplir sus antojos. Un acuerdo tácito entre los dos nació esa tarde. Yo le pertenecía.
En dos semanas me encontraba compartiendo su piso en la zona alta de la ciudad. Hija de padres modélicos, había crecido rodeada de todos los lujos que la imaginación pueda abarcar. La habían consentido en todo, nadie pudo o supo nunca negarle un deseo. Desde pequeña había aprendido a forjar una malévola personalidad infame que utilizó toda su vida. A su manera había sentido siempre una caprichosa necesidad de moldear el espíritu de los que la rodeaban. Y no era porque se sintiera inferior, no, lejos de tener ningún trauma de ningún tipo, ella había nacido simplemente con ese don que le permitió acceder a todo aquello que deseara en un momento dado. Tenía la llave maestra que abría todas las puertas de su mundo imaginario. Y la supo conservar celosamente lejos de las miradas de los curiosos.
Mi carencia afectiva fue la puerta de entrada en mi caso. Me utilizó vulgarmente. Era una víctima fácil. En el fondo, no tenía ningún mérito aprovecharse de alguien como yo. Aún hoy me pregunto cómo es posible que alguien tan inteligente como ella no se diera cuenta de cuán bajo había caído su dignidad. Supongo que la fuerza de su personalidad salvaje jugó un papel importante o, más bien, le jugó una mala pasada. No se daba cuenta pero había caído muy bajo. El destino se estaba riendo de ella, inadvertidamente ella ponía su distorsionada lógica sobre la mesa segura de que, con su encanto innato, nadie se resistiría a acatar sus peticiones. Ella creía en el consentimiento de un destino hecho a merced de sus deseos. Y así era.
La vida junto a ella fue un compendio de malos y buenos momentos, situada en una tortura inherente y caprichosa sin fin. Recuerdo el primer día que me instalé en su casa. Con qué placer me doy cuenta de cómo puede cegarte un amor. Con mis maletas todavía en la entrada me abalancé suavemente sobre su nuca, besándola tiernamente, como prueba de un afecto loco y virginal. Su piel se volvió de repente fría y recia. El espejo situado encima de una mesilla de bronce delató una mirada áspera, a lo que me parece un sentimiento de repulsa. Tonto de mí, lo achaqué al ajetreo del día.
-Cariño, perdona, debes estar cansada.
Eso le brindó la excusa perfecta para deshacerse de mis caricias. Enseguida apartó mis manos de su cuello, arañándome superficialmente, sin darse cuenta. Aquel gesto, que en su momento me pasó inadvertido, ahora brillaba fuerte.
Tuvieron que pasar muchos días hasta que aprendí a calibrar su temperamento cambiante. Yo no deseaba ver ese lado de su ser. Mi inconsciente se oponía a mi instinto. Siempre ha sido así. Y no se puede ser de buena fe. Al menos en esta vida. Pero uno no puede evitar la personalidad que arrastra, esa que le han ido creando las circunstancias de la vida. En mi caso, la enfermedad de mi madre marcó mi vida por completo. Y su muerte repentina cuando yo contaba once años me alejó de la realidad por completo. Desde ese momento, he sentido un enorme vacío en mi interior que ninguna otra persona ha sido capaz de llenar. Como si nadie estuviera a la altura de cómo tiene que ser un ser amado, he estado vagando por este mundo, humiliándome, sin pedir nada a cambio, sólo el calor humano que reemplazara al de mi madre, a la que sólo me unían sus recuerdos. Después del abandono de mi padre al nacer yo, ahora no me quedaba nadie. Huérfano de padre. Huérfano de madre. Huérfano de vida. Y, aún así, sentía una enorme carga en mi cabeza. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía un vacío pesar tanto? En mi mente cabalgaban mil ideas en llamas. Me sentía derrotado por mi propio despropósito. Caído en desgracia, como un árbol marcado por un relámpago, humillado por el destino. Eso de que la memoria de un ser querido o una situación caprichosa convertida en grato recuerdo adolece y asosiega un momento de angustia es la más grande de las falacias que se ha inventado el hombre a lo largo de la historia. ¿De qué me servía a mí, por ejemplo, acceder a mi memoria de ese veintiuno de julio de 1983? En aquella época contaba yo quince años. Como todo adolescente mi cabeza hervía de vaguedades incomprensibles e insondables. Encerrado en mi habitación, mi mente se desentendía de todo aquello que tuviera que ver con la realidad. Ese día en concreto recuerdo llegar a casa del instituto. Recorrí los dos kilómetros de trayecto en cinco minutos. La marabunta de abuelos recogiendo a sus nietos, galantes camuflados de insurgentes, confabulados todos contra mi propósito de llegar sano y salvo a casa. La primera esquina, ocupada por un quiosco y una tienda de golosinas, era el primer escollo que debía evitar si no quería ser el escarmiento de los “jefes” de clase. La ancha acera era una buena aliada aunque nunca te podías confiar. La avenida seguía su empinado ascenso diluyéndose en una oscuridad creciente.
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