Hablemos de técnica. Ángel Zapata nos explica en este tema cómo funciona lo que funciona, cómo se construye una escena convincente. Os recordamos que la escena es una parte de la narración cerrada en sí misma, sometida a unos principios de unidad (tiempo, lugar, acción) y, por lo general, a un mismo punto de vista.
I
Como en literatura no hay dogmas de fe, lo que os propongo estudiar aquí no es “la manera” de construir una escena…, sino una manera, entre otras, de componer escenas plásticas, fluidas y eficaces, un recurso que podéis aplicar después lo mismo a la composición del cuento, que a la escritura de una novela corta. Para ello os invito a que estudiemos la primera escena de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Sin duda alguna, hay muchísimas cosas en la escritura de esta escena que merecerían un examen detallado. Mi propósito, en cambio, no es hacer una especie de “comentario de texto” a la manera de los filólogos, sino un espionaje minucioso, más bien, a fin de descubrir cómo y con qué técnicas concretas trabaja García Márquez en la composición de sus historias.
Dejaré aparte, pues, un montón de recursos sutiles implicados en esta presentación del coronel y su esposa que vamos a leer enseguida. Estad seguros de que los hay… Pero lo que ahora nos interesa, más bien, es poner de relieve esas herramientas básicas que emplea aquí el autor de Cien años de soledad, con vistas a aplicarlas luego —y en la medida en que sea conveniente— en nuestro propio trabajo.
De manera que paro con la charlita, venga; y os invito a asomaros al texto de García Márquez, bien elocuente por sí solo. Ésta es la escena que os propongo examinar.
Y así comienza la novela:
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta que se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de plata. Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa. Durante cincuenta y seis años —desde que terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar en el dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.
—Y tú —le dijo.
—Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
—Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa.
Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada y flexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el café todavía estaba pensando en el muerto.
“Debe de ser horrible estar enterrado en octubre”, dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
—Tengo los huesos húmedos—dijo.
—Es el invierno —replicó la mujer—. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que duermas con las medias puestas.
—Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro.
“Es octubre”, murmuró. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda…
II
Como habréis podido comprobar, un primer efecto de esta escena inicial es su capacidad de sumergirnos, de cuerpo entero, en el espacio de la ficción.
Empezamos por ver al coronel preparando el café, y a partir de ahí le seguimos sin un pestañeo hasta el dormitorio de su mujer, su asma, la lluvia, octubre, la espera sin esperanza, octubre otra vez, y esas campanas húmedas, quizá lejanas, que doblan a muerto.
De modo que empezamos a leer, y en todo momento —diríamos— estamos “haciendo pie” en la historia. Los personajes, los escenarios, las situaciones que nos propone la escritura, los percibimos como algo consistente, sólido: casi podemos oler ese café milagroso —raspado con esfuerzo de las paredes del tarro—, o escuchar, destacándose sobre la lluvia, la respiración trabajosa de la mujer.
Una vez comenzada la lectura, en efecto, nada conseguiría despertarnos —la idea es de John Gardner— de esa especie de sueño plástico y continuo en que la escena nos sumerge… Y tampoco es mi intención ahora despertaros de nada.
Como es obvio, explicar la magia peculiar de García Márquez sería un propósito pueril. Eso está claro. Pero también es cierto que todo mago tiene sus trucos; y esos supuestos trucos de García Márquez, además, coinciden aproximadamente con lo que podríamos calificar como una manera “clásica”, casi canónica, de narrar un argumento.
Desde luego, si percibimos esta escena de El coronel no tiene quien le escriba como algo consistente y sólido —como un mundo paralelo que se sostiene en sí mismo—, esta misma percepción tendría que hacernos sospechar que tal vez la escena lleve dentro algún tipo de “esqueleto”, una osamenta o un armazón que es lo que está sujetándola.
Bueno… pues el caso es que sí. Que lo lleva. Y cuando nuestros textos no se sujetan, cuando el lector pierde pie en la historia y no consigue “seguir” ese argumento que estamos proponiéndole, habrá una alta probabilidad de que el fallo consista en eso: en que hemos escrito y escrito, sí, pero sin preocuparnos de construir, dentro de la escritura misma, esa especie de andamio de palabras sobre el que sostener la escena.
A este esqueleto interno sobre el que apoyar la narración me he referido en La práctica del relato, dentro del capítulo III, dedicado a la continuidad. No obstan- te, no estará de más que repasemos esta estrategia de escritura… Y tal como contaba en el capítulo del libro, que el lector “siga” nuestras ficciones sin un parpadeo, que se sumerja en la historia como en un sueño ligado y continuo, estriba a fin de cuentas en algo tan simple como es el uso de las palabras repetidas. O lo que es igual: el efecto de continuidad que produce la lectura de una buena ficción depende de todas esas informaciones reiteradas que están poniendo continua- mente ante los ojos del lector “de qué se trata allí”.
¿Pensáis quizá que no hay demasiadas repeticiones en esta escena de García Márquez? Bueno… pues para salir de dudas, os propongo un experimento en tres fases. De momento vamos a marcar en negrita —dentro del texto— todas las palabras que se repiten de un modo prácticamente literal, incluyendo derivaciones (como “raspó” y “raspadura”), o algún sinónimo evidentísimo, como “intestinos” y “tripas”. Nos limitaremos a subrayar las palabras de una misma familia, como “cartílagos” y “huesos”. Pues bien: sin esforzarnos mucho, así, a ojo de buen cubero, y prescindiendo ahora de otras rimas de significado mucho más escondidas, el resultado es el que podéis apreciar a continuación…
EL CORONEL destapó el tarro del café yobcóomquper no había más de una cucharadita. Retiró la olla dverltfioóglóanm, itad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta que se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de plata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa. Durante cincuenta y seis años —desde que terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar.
Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar en el dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.
—Y tú —le dijo.
—Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
—Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada y flexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el café todavía estaba pensando en el muerto.
“Debe de ser horrible estar enterrado en octubre”, dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
—Tengo los huesos húmedos—dijo.
—Es el invierno —replicó la mujer—. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que duermas con las medias puestas.
—Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel heraibdroíaepnrveoflverse en una manta de lana
y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro. “Es octubre”, murmuró. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda…
Pero os decía hace un momento que este experimento que os propongo está compuesto de tres-fases-tres… y marcar las palabras repetidas era sólo la primera. Porque si un texto consigue “engancharnos”, ¿no será que está él mismo —en su propia escritura— enganchado por dentro?
Un objeto: unas ideas que se repiten en la composición de un un texto; ¿no van acaso enganchando las distintas partes del argumento?; ¿no van dando a esa historia, dentro de nuestra atención de lectores, congruencia y continui- dad?
Y esa impresión sólida y consistente de la que antes os hablaba ¿no dependerá de eso, de que el texto esté lleno de enganches? Y en ese caso ¿cuántos enganches debe tener un texto: uno, tres, siete?
Bueno… dejadme que os conteste después de la publicidad. O lo que es lo mismo: después que lo hayáis observado, sobre el mismo texto de García Márquez.
En efecto —y tal como acabáis de ver—, un texto cualquiera, una escena de una novela o de un cuento, deberán tener un auténtico MONTÓN de enganches. Tantos, que si ahora borramos todas las partes no enganchadas, las palabras que no se repiten, si tiramos con una piqueta las paredes y los muros de esa construcción sólida que debe ser un texto literario, lo que nos quede delante de los ojos habrá de ser todavía eso: un andamio, un armazón, la osamenta de un texto, el esqueleto de una casa que se adivina confortable.
Lo que ahora vais a ver —tercera fase del experimento— es la radiografía de esta escena de García Márquez: el esqueleto en que se sostiene.
III
Volveremos a hablar sobre esqueletos, cómo no. Pero antes dejadme que vuelva sobre el tema de esta charla, que es la construcción de la escena.
Se trata de que os dé una serie de recomendaciones útiles para construir escenas. De manera que vamos a ello.
Más larga o más corta, en efecto, una historia cualquiera se compone de episodios.
El episodio se compone de escenas.
La escena de secuencias (que generalmente incluyen diálogos). Y la secuencia, de acciones.
En ese edificio completo que es una historia de ficción, los episodios equivaldrían a cada una de las viviendas que componen el edificio.
Las escenas, por su parte, son las habitaciones de esas viviendas. Las secuencias son las paredes; y las acciones, los ladrillos.
He querido centrarme en la escena porque es una unidad narrativa completa, cerrada (con sentido en sí misma), común a la novela y al cuento.
Que la acción contenida en una escena sea una unidad narrativa completa significa que contiene, en sí misma también, planteamiento, nudo, y desenlace.
En este ejemplo de García Márquez que estamos estudiando, la estructura de la escena quedaría planteada así…
Planteamiento: el coronel, en la cocina, prepara una taza de café para su mujer.
Nudo: la mujer del coronel se toma el café en el dormitorio.
Desenlace: el coronel devuelve la taza a la cocina.
Desde este punto de vista, no es extraño que un cuento esté compuesto de un único episodio (si tiene más de uno, lo normal es que se trate de un relato largo); y otras veces, incluso, de una única escena. Hasta podía decir que resulta recomendable que sea así, por lo menos al principio. La novela corta, por su parte, suele constar de varios episodios, que están compuestos, a su vez, de distintas escenas.
Si os fijáis bien, esta escena de García Márquez que he elegido como ejemplo está formada por dos secuencias.
SECUENCIA 1 (planteamiento) Escenario: cocina de la casa.
Tiempo: es por la mañana, en el mes de octubre. Personajes: el coronel.
Duración: indeterminada, unos minutos. Contenido de la secuencia: el coronel prepara café. Extensión: párrafos 1 y 2.
SECUENCIA 2
Escenario: dormitorio de la casa.
Tiempo. Mañana con lluvia, mes de octubre. Personajes: el coronel y su esposa.
Duración: unos minutos.
Contenido: el coronel sirve café a su mujer y las campanas que doblan a muerto le hacen recordar el entierro que va a tener lugar esa mañana.
Extensión: resto de la cita.
Como podéis observar también, la escena no contiene una secuencia autónoma destinada al desenlace. De hecho, el desenlace de la escena es brevísimo (siete palabras); y pienso que vale la pena abrir un pequeño paréntesis para estudiar qué ha ocurrido con el desenlace en el texto que nos ocupa ahora…
Porque, con astucia de buen narrador, García Márquez ha colocado el des- enlace precisamente en la apertura de la escena que viene a continuación.
En cierto modo, podríamos decir que la ordenación más “lógica” de esas frases finales sería esta:
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro. “Es octubre”, murmuró. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea. Luego llevó la taza a la cocina. Una vez en el salón, el coronel dio cuerda a un reloj…
Ahora bien: con una disposición como ésta, el lector percibiría un corte entre una escena y otra. Percibiría, sí, que una acción termina y otra comienza…, en lugar de ese continuo de acciones enlazadas, sucediéndose, montándose suavemente unas sobre otras, que es lo que debe percibir el lector de una ficción.
Para crear ese continuo, ese efecto ligado y deslizante en la atención de sus lectores, García Márquez traslada el desenlace de la escena I a las frases inicia- les de la escena II, de modo que el lector no note el salto, y haya un puente bien sólido —un puente construido de palabras— entre las dos escenas.
Este puente en concreto:
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro. “Es octubre”, murmuró. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda aun reloj…
Y en el mismo sentido, os llamo la atención sobre ese gallo que no se menciona hasta el final de la escena I (aunque sobra subrayar que se menciona dos veces), porque el gallo, sí, será un elemento importante en toda la secuencia que viene después.
De este modo, en la transición entre una escena y otra podemos encontrar (y debemos encontrarlos siempre que sea posible):
—el anuncio de un elemento que aparecerá después (el gallo);
—el recordatorio del elemento central en la escena anterior (la taza de café).
IV
Con estos elementos delante de los ojos, sabemos ya de qué partes consta una escena, y cómo se van enlazando las escenas entre sí.
También sobre este punto tendremos que volver, pero antes conviene que nos detengamos sobre un aspecto completamente esencial en la escritura de una escena. Me refiero, sí, al equilibrio entre lo abstracto y lo concreto en las informaciones del narrador.
Y a fin de estudiarlo en detalle, os propongo que nos centremos sobre la primera secuencia del texto.
Como ya hemos visto, la secuencia 1 —el coronel prepara café— termina, lógicamente, cuando el café está preparado.
Se compone de varias acciones (destapar el tarro, retirar la olla del fogón, llenarla de café, esperar que hierva…); y junto a estas acciones, es cierto, el narrador nos va proporcionando otra serie de
informaciones muy importantes sobre el protagonista. Por ejemplo:
—aquella era una mañana difícil para el coronel (y con esto el narrador anuncia algo que revelará más tarde);
—durante los últimos cincuenta y seis años, el coronel no ha ocupado su vida en otra cosa que en esperar.
En una secuencia, pues, encontramos dos tipos de frases distintas:
—unas nos informan sobre lo que los personajes hacen. Son acciones concretas de los protagonistas, o bien informaciones igualmente concretas sobre el lugar en donde están, los objetos que manipulan, cuánto tiempo transcurre entre una acción y otra, el estado del clima, algún olor, algún color, alguna sensación…;
—otras frases, en cambio, son informaciones más abstractas sobre el pasado o el presente del protagonista, sus opiniones sobre las cosas, sus esperanzas, sus temores, etc.
Desde luego, para la comprensión de esta historia que está contando García Márquez, es muy importante que sepamos que “durante los últimos cincuenta y seis años, el coronel no ha hecho en su vida otra cosa que esperar.”
Y ésta es, en efecto, una información abstracta.
Con una frase así, no “vemos” al coronel esperando (aunque lo veremos luego); no sabemos aún cómo espera, dónde, en qué acciones visibles y concretas se plasma esa interminable espera del protagonista (aunque, eso seguro, terminaremos viéndolo en la novela).
Pero en cierto modo —no lo perdamos de vista—, lo que García Márquez tiene que contar sobre el coronel en el inicio de esta novela podría resumirse muy bien con las puras informaciones abstractas contenidas en la primera secuencia.
Es decir: puesto a arrancar su historia, García Márquez se podría haber dado por satisfecho con unas frases como estas:
Aquella mañana el coronel preparó café nada más levantarse. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa. Durante cincuenta y seis años —desde que terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Ahora bien —y al ser un narrador clásico—, García Márquez sabe que esa información hay que convertirla en una verdadera historia: esto es, que hay que situar al personaje en un lugar concreto, rodearlo de objetos concretos, y dibujarlo ante los ojos del lector haciendo cosas concretas.
Esa información, en suma, hay que escenificarla.
Hay que transformarla en la escena de una auténtica narración.
Construir escenas, pues, no consiste en elaborar y poner por escrito una serie de informaciones abstractas en torno al personaje o los personajes de nuestros textos.
Consiste en algo distinto. Porque una escena es algo así como una breve película que filmamos con palabras, un “corto” que queremos proyectar en la mente de nuestros lectores.
Y una vez puestos a filmar la escena, conviene que tengamos a la vista, como instrumento de corrección, estas siete preguntas elementales:
1—¿Dónde transcurre la escena?, ¿en qué escenario?
2—¿En qué época del año?, ¿qué día?, ¿en qué momento del día,? ¿cómo es ese día?, ¿qué tiempo hace?
3—¿Qué personajes intervienen en la escena?
4—¿Cuánto dura aproximadamente la escena?
5—¿Qué es lo que ocurre en ella?
6—¿De qué acciones se compone eso que ocurre?
7—¿Qué objetos intervienen en esas acciones?
Desde luego, no somos nosotros, sino el texto mismo —las palabras escritas en el folio— quien ha de responder a estas preguntas.
A la primera pregunta, por ejemplo, García Márquez podría contestarnos:
—Mi primera secuencia transcurre en la cocina.
—Pues las frases no dicen “cocina” —le podríamos objetar. Y sería cierto del todo…, pero también es cierto que en sólo tres frases el texto dice tarro del café, cucharadita, olla, fogón, suelo de tierra, tarro, olla, café, hervir una infusión, hornilla de barro.
La cocina está “hecha” en la propia escritura: se vuelve tangible a través de las palabras concretas, los enseres y las repeticiones. De manera que no es pre- ciso decir “cocina”, por la simple razón de que nos sentimos dentro de ella.
Igualmente, a la segunda pregunta el autor de El coronel no tiene quien le escriba podría contestarnos que a lo largo de toda la escena dice dos veces “mañana”, cinco veces “octubre”, dos veces “lluvia”…
Y así sucesivamente.
IV
Hemos visto ya cómo García Márquez elabora sus escenas. Y hemos visto también cómo incluye en ellas las informaciones abstractas, esenciales para la comprensión de la historia, sin permitir que predominen, eso sí; sin dejar nunca que el lenguaje abstracto se adueñe de la narración, porque en ese caso sería un ensayista, y no un fabulador: un narrador de historias.
Éste es el momento, pues, de volver a la fase 3 del experimento que os pro- ponía hace un rato. Y en este sentido os invito a que observéis esa línea más gruesa: ese enganche marcado que recorre el texto de arriba a abajo, como una columna vertebral.
En efecto: una palabra, un tema reiterado —el café— actúa como eje en el texto de García Márquez, y se convierte en la columna vertebral de la escena.
Claro: si lo pensamos bien, ¿es importante que el coronel preparase café esa mañana?
Con la mano en el corazón, lo que puedo deciros es que no. Que no es importante en absoluto. Esa mañana de octubre la mujer del coronel podía haber tomado café, tila, cicuta o piedras del río.
Da igual lo que tomase.
Sencillamente: había que articular la escena sobre algo —sobre algo concreto y tangible, un objeto a ser posible, una “cosa” que se toque con las manos, y se vea, y se huela—, y el café, en esta dirección, es una cosa tan válida como cual- quier otra.
Es decir: a las siete preguntas que os proponía en la página anterior habría que añadirle ahora una octava pregunta, que formularíamos así:
8— ¿Qué objeto actúa como eje de la escena?
Porque conviene que toda escena, en efecto, esté dando vueltas y vueltas en torno a un eje concreto, un objeto/acción extremadamente visibles que el narrador vuelva a mencionar cada pocas frases, y que focalice y ordene el des- arrollo dramático.
En efecto, no es importante para el desarrollo de la novela que esa mañana en concreto el coronel preparase café a su mujer. E incluso diría más: ni siquiera es esto —el desayuno del matrimonio— lo que el narrador está contando realmente.
La escena, sin duda, cuenta otras cosas. Y otras cosas mucho más interesan- tes en torno al protagonista. Cuenta, por ejemplo, que el coronel está en la mise- ria; y empieza a introducir el tema de esa espera interminable, que condensa el sentido, y el sinsentido, de su vida. En la misma dirección, la escena nos dice — mediante el detalle de mentir a su mujer en torno al café— que el coronel es un hombre fuerte y abnegado. También retrata, sí, a esa mujer enferma obsesiona- da por una muerte: por la muerte de su propio hijo, como sabremos después.
Todo esto es lo que la escena cuenta en realidad; esta es la información relevante y significativa que transmite a los lectores.
Ahora bien: para que el lector asimile esta información a la vez que “vive” imaginariamente con los protagonistas de una historia; para que pueda asistir a esa historia a la manera de un espectador, implicado en ella, sumergido en sus sucesos y en su atmósfera, el autor se ha servido de una estrategia clásica de representación, que consiste en ofrecer a sus lectores toda esa serie de datos en el transcurso de una escena.
Y para que la escena sea visible —ya está dicho—, para que sea una especie de suceso que está desarrollándose en presencia de los lectores y de este modo atrape su atención, el suceso mismo habrá de estar focalizado sobre un objeto/acción tangible y concreto, una pequeña anécdota centrada sobre una cosa, que actúe como eje de la acción, y estructure la escena como una especie de microhistoria, con su planteamiento, su nudo y su desenlace.
V
Supongamos —por ir ahora hacia un ejemplo práctico— que estamos contando una historia en la que dos novios acaban de reñir. Y supongamos también que una tarde de viento, en verano, a los diez días de la riña, el novio quiere hacer las paces.
Bien… Pues en casos como este, la solución de los escritores principiantes suele tomar siempre una dirección previsible…
—El novio llama por teléfono a la novia y quedan citados para hablar en un parque o en una cafetería.
De este modo, sentaditos los dos en el banco del parque, o en la mesa de la cafetería (que por lo común se mencionará sólo una vez), lo que tenemos garantizado, o casi, es una escena bien quietecita, bien aburridita. Porque la escena, además, lo más fácil es que consista en un largo cruce de explicaciones abstractas entre el novio y la novia.
Con lo que llevamos visto hasta ahora, sin embargo, yo creo que tenemos en la mano otra serie de recursos para construir la escena… Y lo primero —lo hemos visto antes— sería imaginarnos que tenemos que filmar verdaderamente esa acción. Entonces, claro está, no se nos ocurriría sentar a los novios (salvo que estemos filmando una película francesa); porque dos novios sentados son una de las cosas más aburridas del mundo, incluso si se quieren. No pretendo ser original, desde luego… Pero yo llevaría a los novios a la verbena. Qué sé yo. El novio se cita con la novia; y aunque ella no tiene mucha gana, la lleva a la verbena. Una vez en la verbena, el novio le compra un enorme algodón de azúcar. E igual que García Márquez con el café, yo focalizaría toda la escena sobre el enorme algodón de azúcar.
Puesto a escribir la escena, los párrafos darían vueltas sobre el algodón de azúcar. Los novios darían vueltas en el tiovivo. Las frases girarían entre nubes de polvo, churros, niños, fritangas, tómbolas, bombillas de colores, fuelles de papel, un organillero, más niños, escopetas de tiro, peluches, más churros, coches de choque, música, altavoces, el tren de la bruja, un viento de tormenta, yo qué sé.
Al final, los novios saldrían de la Casa del Miedo abrazados en el cochecillo. Y a la entrada del Metro, lejos ya de la verbena, ella se guardaría en el bolso, como recuerdo, el palo del algodón de azúcar, o un trozo sólo. Ésta es la idea. Nada difícil, como veis. Y tampoco —obviamente— una especie de dogma que haya que seguir a pies juntillas. Eso sí: da buen resultado. Es una forma clásica de componer historias. Y el toque personal, desde luego, es ya una cuestión enteramente vuestra.
–
El Club de escritura es una plataforma gratuita para la didáctica y la práctica de la escritura gestionada por la Fundación Escritura(s). Los materiales de la biblioteca de recursos han sido cedidos por Talleres de escritura creativa Fuentetaja, la mayor plataforma de talleres literarios en español.
.