La desaparición de Elisa

La desaparición de Elisa

Indiana

24/01/2019

Cuento novelado, en construcción

ALEX IRAUSQUÍN – Septiembre / 2018

Primera parte: El Castillo Negro

En especial, el cielo de algunas mañanas de domingo en Caracas invita a muchos caraqueños a trepar sobre su inseparable compañero: el Ávila.

Aquel domingo de noviembre había amanecido con un cielo así, despejado y azul; gran estímulo para cuatro amigos el alistarnos como si se tratara de una emergencia, y emprender la marcha hacia algún lugar de la hermosa montaña.

En ruta hacia allá en el rústico de Jorge decidiríamos el lugar, lo acordaríamos entre los cuatro, y terminó siendo el “Castillo Negro”, sobre la ruta de “El camino de los españoles”, hacia los lados de Catia cercano a la carretera vieja Caracas-La Guaira.

Nos sentíamos muy felices aquella mañana, y como siempre, todo cuanto discurría en torno a Matías y Elisa, a partir de ellos mismos, fluía con naturalidad e irradiaba alegría, amor, energía y buenas vibraciones; al menos yo nunca había visto ninguna pareja en la que esto ocurriera así, y en lo más epidérmico nadie podía dudar que formaban como suele decirse “una pareja muy bonita”; Matías siempre a sus pies la mimaba y complacía en todo, le decía toda clase de nombres de animales tiernos que se le antojaba, en especial “ardilla”, y ella todos los recibía encantada.

Ya en las cercanías del “Castillo Negro” nos bajamos del rústico un rato para explorar a pie algunos grandes árboles y piedras que nos habían llamado la atención, y luego continuamos a lo que en la práctica eran apenas sus ruinas, y muy poco de lo que pudiera recordar a un castillo estaba a la vista. Todos teníamos noticias de que allí alguna vez se había levantado una pequeña construcción, más como sitio de paso y atalaya que como residencia, menos aún como fortificación desde la cual se pudiese disparar e impedir esa entrada al valle de Caracas.

Caminábamos sobre las ruinas y Jorge comenzó a hacer referencia a varias leyendas conexas con la edificación y la zona en la que se encontraba, en particular la de un excéntrico médico alemán experto en momificaciones que había dejado algunos de sus trabajos a la vista de visitantes como nosotros, los cuales se hallaban en un pequeño y muy poco concurrido museo en los predios del castillo. También teníamos algunas noticias de pasajes subterráneos, galerías en principio no muy largas y acaso una que otra recámara mortuoria donde podría encontrarse uno que otro momificado.

Por un buen rato habíamos estado caminando juntos, incluso tomándonos algunas fotos, pero luego cada uno había optado por hacer “su exploración individual”, por lo que a veces sólo la voz de alguno de nosotros se escuchaba llamando a otro; o respondiendo su llamado.

Así pasamos bastantes minutos sin ninguna razón para inquietarnos, pues no mucho después de cada llamado siempre se escuchaba la voz de respuesta, y a veces hasta el reporte gritado de algún hallazgo que nos había llamado la atención. Pero más o menos al cabo de media hora en este plan de “exploraciones individuales”, la voz de Elisa había dejado de escucharse, y Matías el primero, luego Jorge y yo, comenzamos a llamarla con insistencia, sin obtener ninguna respuesta suya.

De aquí en adelante él ánimo que habíamos mantenido todos cambió súbito, y una angustia creciente comenzó a ganar terreno entre nosotros. Ninguno se atrevía a decirlo, pero todo parecía indicar que Elisa había desaparecido.

Apenas podía consolarnos que ningún indicio de accidente se había evidenciado, por ejemplo, alguna caída. Elisa en ningún momento había gritado como quien se cae, ni pedido auxilio o dado alguna señal de alarma, como tampoco había rastros de sangre, cabellos ni jirones de ropa. Había desaparecido en silencio y sin dejar rastros. Así, de manera repentina nos encontrábamos todos abocados a la búsqueda de Elisa, y este era el único objetivo del que ya nada nos distraía. Como siempre ocurre en estos casos, cada uno de nosotros llamaba a Elisa de cuando en cuando hurgando aquí y allá, donde se nos iba ocurriendo que podríamos encontrarla, o saber algo de ella, cualquier pista que hubiera podido dejar, cualquier objeto de ella, e incluso arbustos rotos o aplastados.

Años después, se me ocurre hoy, nuestros teléfonos celulares con localizadores incluidos en muchos casos nos hubieran resultado más que útiles, pero aún no llegaba esa tecnología hasta nosotros aquel domingo de noviembre. Era una especie de búsqueda “a cappella”.

Quizás habríamos pasado unas dos horas en esta búsqueda ya devenida en frenética, cuando Elisa apareció a cierta distancia, como saliendo de algún escondrijo en el que hubiera estado gastándonos una broma pesada a todos, pero en verdad no se trataba de eso. Se había mantenido separada del grupo por un gran rato, de lo cual decía tener plena consciencia , pero su actitud en general era más bien de serenidad y sólo en su contento por estar de nuevo entre nosotros podía homologarse con nuestros sentimientos, hasta hacía poco dominados por la angustia y el desconcierto a la vez.

Ya de vuelta hacia el rústico para regresar a casa, Matías y Elisa caminaban abrazados unos metros más adelante de Jorge y de mí, que coincidíamos en pensar que alrededor de ellos ya no era igual todo aquello de la naturalidad, la energía, el amor, las vibraciones y demás, siempre presente cuando estaban juntos. Algo había cambiado….o alguien había sido cambiado.

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