Me desperté en una habitación que no era la mía. El niño que lloraba junto a la puerta tampoco era mi hijo. Era mi primera vez ahí, pero no la primera en ver al crío. Allí estaba, todas las noches, a la misma hora, señalando mi lado de la cama. Las enfermeras me contaron su historia. Un tipo borracho, una mala maniobra. Su padre murió, pero él sobrevivió. Lo trajeron aquí para hacerle algunas pruebas: un dedo fracturado y un corte en la pierna. No parecía nada. Pero aquella noche fue la última. Una hemorragia interna acabó con su vida. Una vida de ocho años.
Ahora se pasea por los pasillos o mueve las cosas de sitio. Apaga las luces cuando estás en el baño, cierra las ventanas y pega portazos. Todo eso me daría igual si no fuera porque cada noche se queda parado en mi puerta, llorando, como si me pidiera algo. Se cuela en mi cuarto, y se esconde debajo de la cama, manteniéndome despierto, tocando el colchón desde abajo. Me observa durante horas, desde las sombras, a veces llorando, a veces callado. Cuando no le hago caso, cuando consigo dormirme, se acerca a la cama y me mira, sin parpadear, sin cerrar los ojos, y me susurra al oído que ya falta poco. Está obsesionado conmigo, con mi colchón y con mi cuarto, solo porque murió aquí, justo en este lado.
Han pasado los días. He dejado de tener frío desde que vi aquella luz, desde aquel pitido. No hay doctores ni enfermeras. Ya nadie me visita. Las noches se han hecho largas, más incluso que los días. No veo mi reflejo en el espejo. No tengo hambre. No tengo sueño. Ya nunca me despierto en este cuarto que no es mío. Parece que ha sido ocupado. Alguien duerme en mi cama ahora, y me ha quitado el sitio. Ya solo me queda mirarle junto al crío, desde la puerta, llorando, reclamando lo que un día fue mío.
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