Vida de un Imaginado personaje relatada por él mismo

Vida de un Imaginado personaje relatada por él mismo

CAPÍTULO I ( N.B. 1)

Donde comienza el relato de modo que no se adivina en qué ha de parar, aunque bien se ve que el relator parece trasunto o trasgo de taimado vividor, más hecho a escapadas que a heroicidades y que lo que vaya a contar no serán acontecimientos de los que cambian la Historia, aunque quizá la hagan más entendible.

Ya dirá Vuesa Merced, y permítame el arcaicismo del tratamiento, así como el inevitable de mi lenguaje, si mi relato resulta enfadoso. Cuento con que me lee en fin de semana, o en vacaciones, porque este libro, si de algo sirve, será en todo caso para matar esos tiempos en los que no se sabe qué mejor cosa hacer, como no sea disfrutar de sustento y de sosiego. No quisiera, por consiguiente, que mis palabras se enredasen con los humores de estómagos hechos a no pasar hambre y dieran en convertir lo bien comido y bebido en vinagres y flatulencias, ni que por leer sandeces pierda Vuesa Merced, sea hombre o mujer, joven o viejo, sano o enfermo, hermoso o contrahecho, pero que sí supongo de mediana a superior inteligencia, puesto que ha tenido la curiosidad de abrir este libro, y ha llegado al menos hasta aquí, digo que no pretendo que deje de ver el Concurso de la televisión, con tanta diversión como vienen sus heraldos prometiendo, que más parece que hayan de surgir y volcarse esta noche por esas pantallas todos los bienes de la Fortuna y todas las gracias de las nueve musas. Prometedora, supongo, se anuncia la velada, y no quiero yo entrar en lizas que he de perder. Fácil tiene Vuesa Merced el callarme la boca cerrando el libro y no seré yo el que se lo vaya a tener en cuenta, que con estar aquí y contar mi historia ya cumplo, y no me olvido de que, también, si es que me está leyendo en sábado, es muy probable que requiera, de aquí a poco, buena disposición de cuerpo y aun de espíritu, pues para las justas que son de precepto en esta noche, Venus exige la alegría y agilidad que sólo la buena salud y una digestión placentera proporcionan. Que ya en mis tiempos se decía aquello de “sabado, sabadete…” Y no sigo, que ya me entiende de sobra V. M.

Y no empezaría mal apuntando que lo que queráis alcanzar a leer, sólo vais a poder hacerlo por el privilegio de que vivís ahora en tierra y tiempo de herejes y descreídos, que de ser en siglo y tierras alumbradas por el sol de nuestro buen rey Felipe el cuarto, que no el sexto, que es el que en vuestros días intenta, mal que bien, hacer como que os reina, y encendido, y digo bien, por las mil luminarias de la Santa Madre Iglesia, ni yo tendría el atrevimiento de hacerlo público ni Vuesa Merced la prudencia ni el humor de leerlo. Ya sabeis que, fuera del santo sacramento de la confesión, tanto peca el que relata el pecado como el que se complace en escucharlo, y aun más, que, cuando el pecado se dobla de delito, quien lo oye sin acudir incontinente a dar cuenta a la autoridad, se hace cómplice de quien lo hizo. Asunto éste ha sido, en mis tiempos, causa de más de mil tormentos, y no pocas muertes. Bien podéis llamaros bienaventurado, que andáis libre de esos miedos del cuerpo.

Pero cuido más de vuestra alma, y tanto aprecio tengo por la de quien me atienda que no podría sufrir verla cargando siquiera fuese con un adarme de mis muchas culpas. Así que bueno será que pongáis, al leerme, distancia crítica, y no os dejéis llevar por la atracción de los muchos pecados que he de iros contando, sino que los toméis como ejemplo para evitarlos, que con esa intención, y no otra, los iré exponiendo.

Empezaré diciendo que creo buen principio comenzar aclarando que no recuerdo de mi nacimiento sino lo que sobre él me contaron quienes tuvieron conocimiento de él y sus circunstancias, pues aunque dicen quienes me acusan, no sin sus razones, de ser engendro de íncubo, y que yo he de participar de la memoria de los que de esa simiente nacen, que retiene cuanto nos sucede desde el placentero escalofrío de nuestras madres al engendrarnos, lo cierto es que yo debo ser hijo de diablo desmemoriado, y he de contar mi nacimiento y mis primeros años no fundado en la propia memoria, sino fiando en lo oído, tal como cualquier otro hijo de vecino. (N.B.2)

N.B.2: Al parecer, el personaje que, en apariencia, se expresa al modo barroco del siglo XVI o XVII, parece dirigirse a lectores de nuestro siglo XXI, y da muestras de conocer nuestros hábitos y de estar familiarizado con nuestros inventos. En el fondo, nada extraordinario. El autor hace lo que le parece, y tiene la excusa de que, por el momento, lo escrito le ha venido así, sin pensarlo, como a los surrealistas les venía aquello de la escritura automática. Pero de esto ya se dará mejor explicación cuando acabe.

Así que suavizad la intensidad de tanta luminaria eléctrica, poned la tele en sordina, si no os resolvéis a apagarla, y aguzad el oído del espíritu, por donde me oís al leerme, que aquí empieza mi historia.

Cuentan que caí con el granizo, un séptimo día del séptimo mes, según los calendarios del cielo, a que más fieles eran los antiguos, y que por aquella tradición seguimos llamando Septiembre, y, para hacer las cosas completas, asomé por donde mi madre recibiera mi simiente, con tanto más dolor cuanto más gusto antes ella tuvo, a la hora séptima de tan señalado y cabalístico día.

Y era tal la pedrea de hielo que arrojaban los cielos sobre el malhadado lugar al que tocó la desgracia de ser el de mi nacimiento, que, mientras abría yo los ojos al mundo, los cerraban hasta el Día del Juicio dos pastores del lugar, tan bellamente ajusticiados como si fuesen ángeles adúlteros, en apedreamiento de cristal efímero, y que perdieron la vida intentando impedir el holocausto de vacas, mulas y ovejas que los dioses habían decidido celebrar en su propia alabanza, tal como hacen con más frecuencia de la que nosotros, pobres mortales, desearíamos.

Y me cuentan que nací grande y hermoso, y que mis primeros llantos se oyeron por encima del estruendo y los destrozos que la piedra hacía sobre los tejados y que lo primero que recibí en mis manos fue el frío obsequio de una piedra de hielo tan grande como un huevo de gallina, que una de mis muchas tías me ofrendó maravillada por el portento.

Mi madre era de natural fuerte, y se repuso pronto de mi venida al mundo, así que volvió a su trabajo, y yo hube de sufrir un destete temprano, y quedar a cargo de una vieja, que me sacó arriba con leche de cabra y sopas de vino, con lo que vine en dar en mocito robusto a los pocos años. Tal era, dicen, mi donosura y apresto que sobre mí recaían todas las gracias y cucamonas del gineceo que regentaba mi madre en las afueras de Murcia. Y de esto sí que empiezo a tener memoria, que mis primeros recuerdos son de rebullir de faldas, y olor de cuerpos, y tocar de tetas y otras mollas por doquier, entre risas y carantoñas, pues no hubo nunca Cupido que fuese tan festejado por aquellas sacerdotisas. Y cuanto más crecía en años y en malicia, más era el denuedo con el que se me agasajaba.

Puedo proclamar, pues, que mi infancia fue tan feliz como pueda desearla un mortal, y que gocé durante todo ese tiempo, sin daño para mi espíritu, protegido como lo estaba por la inocencia, de lo que a tener conciencia formada no podría haberse considerado sino ristra abundante de pecados contra el sexto.

He de mencionar que mi madre me aparecía entonces extremadamente devota, y recibía y visitaba a clérigos con muchísima frecuencia, de donde me vino de muy pequeño cierta afición sacristanil, y que si no hubiera sido por la doblez, habilidades, y aún empecinamiento del más endemoniado de ellos, clérigo ful, satanás ensotanado, cómplice y reiterador de la Pasión y Muerte de Nuestro Salvador, judío impenitente, de cuyo nombre no quisiera acordarme, pero recuerdo a cada momento de malfortuna, yo hubiese seguido carrera eclesial y mal se me hubiese dado si no hubiera alcanzado a estas alturas algún modesto beneficio o canonjía, que habría dado a mi vida satisfacción, alimento y lícitos solaces al cuerpo, sosiego del alma y orgullo a mi estirpe.

De las pupilas que apacentaba mi madre no he de ocultar que eran todas de buen ver y fino trato, aunque de varia complexión, y humor diverso. Nunca hubo más de una veintena, ni menos de diez, porque decía mi madre que, con más, hubiérase tomado la casa por burdel de tropa, y, con menos, habría sufrido la variedad que debe ofrecerse a tal clientela de refinados gustos y bolsas bien surtidas como la que nos frecuentaba. Y no digo que todos los que venían fueran de la familia de los tonsurados, pero sí los más frecuentadores, y el resto eran gentes de calidad y bolsón cumplido.

Era mi madre muy cuidadosa en la selección de parroquianos, y enemiga de incluir entre ellos al gremio de espadones y botafuegos, jayanes de bandera y sable, que, según decía, son gentes de guerra y no entienden delicadezas, que están más hechos a violaciones y a robos que a placeres compartidos, y más a tomar por fuerza que a entregar de grado, y que puestos a dar, dan más penas que gustos y más disgustos que doblones, hasta el punto que ver un chapeo de pluma en ristre y un arreo de fierros y correajes en el zaguán, teníase por caso extraordinario, y se procuraba diligenciar el negocio con premura y discreción, para no desmerecer ante la opinión de las gentes.

Y alta era dicha opinión si nos guiamos por las diversas apelaciones que la casa recibía, con no tener ninguna oficial, ni blasón con mote en dintel, ni su dueña ejecutoria en Chancillería. Llamábanla los más el Huerto o el Monte, lo que servía para disimular, aunque poco, las frutas de melonar o higueras, o los conejos y madrigueras, que en él se daban. Y miento, que nunca se daban, sino que se vendían, y a precios no alcanzables a bolsas de hidalgo pobre, ni de pechero a quien le vuelan los maravedíes antes de disfrutarlos.

Otros, más cultos, llamábanlo el Olimpo, o el Paraíso, o el Elíseo, o el Edén, con lo que demostraban más erudición que ingenio. En el Obispado le llamaban el Aliviadero, con un sentido de lo utilitario y funcional que a mí siempre me produjo desprecio.

Pero había, en secreto, quien lo había bautizado con el nombre más adecuado que darse pueda a establecimientos de este jaez, aunque su sola mención pudiera costar tormento y cárceles por atentado irreverente a la excelsa dignidad de la Institución, y ya me entiende. Si se acerca le diré al oído que alguno, con título de Arcipreste y aun más alto, había dado en llamar a nuestra casa «la Catedral del Santo Oficio». Y convendrá vuesa merced en que el nombre era más apropiado a tal lugar de lo que lo es a esa Institución, de la que ya irá conociendo Vuesa Merced cuánto ha significado en lo que llevo vivido.

Oficio se ejercía allí que era, y es, a simple vista y en apariencia, descansado, puesto que la mujer lo profesa en posiciones habitualmente horizontales sobre mullido, y el esfuerzo, según dicta la costumbre, ha de hacerlo el hombre. De donde se cumple la misma ley que rige en la república de cuantos reinos se conocen y quedan por conocer, que siempre es el que trabaja el que paga y quien descansa el que cobra.

Y así se mantiene el Orden Natural.

Pero digo que eso, en este caso, es apariencia, porque no resulta sencillo ejercer el oficio venéreo, y convendrá conmigo en que así es, cuando me oiga relatarle lo que sigue, y eso que sólo haré un pálido bosquejo de cuanto mi experiencia me tiene enseñado en este asunto. Aunque las mañanas comenzaban tarde para aquellas sacerdotisas, sobre todo tras noches de mucho meneo, desde que despertaban no hacían sino trabajar, trabajándose, que es tarea de lo más esforzado. Empezaban con abluciones completas, fuese verano o invierno, que mi madre no era en nada partidaria de dejar que los olores naturales, así fueran de gentes jóvenes como aquellas, se fuesen amontonando y enranciando, sino que había que empezar todos los días desde el fragante aroma de pieles bien lavadas y restregadas, con estropajo y jabón.

Venía después un muy somero refrigerio, a base de caldo de hierbas, vino claro y huevos crudos, que realzan la color de las mejillas y dan fuerza sin añadir grasa. Y sin dar el menor tiempo al ocio, tocaba luego el arreglo de cabellos, despiojes, y cacería de cualquier especie de animálculos, por si los hubiera, en todos los rincones donde crecen pelos. En aquello debían ayudarse unas a otras y no eran raras las disputas y las peleas, que mi madre atajaba con una vara de fresno, sin alterarse, que ya sabía la culpable que a la noche le vendría el soportar al más repulsivo de los parroquianos. De modo que aunque había mucha rivalidad y enfado entre unas y otras, la cosa no solía llegar a mayores, porque el ojo vigilante de mi madre todo lo veía y controlaba.

Antes del almuerzo era la hora de la visita del barbero, que además de aderezar peinados, y rapar pelos donde no debiera haberlos, ejercía de médico en la detallada observación de los instrumentos de trabajo de las pupilas. Sus ojos y sus dedos exploraban los más tiernos lugares de aquellas anatomías, y lo hacía con mucha atención y no escaso rigor, sin que el asunto le afectase en medida alguna, pues era notoria su exclusiva afición a los campesinos más jóvenes, cuanto más toscos y rudos mejor. Mi madre le tenía prohibido acarcarse a mí, cosa que yo sabía, con lo que me divertía sobremanera llamándole cuantos nombres sobre su condición me venían a la cabeza: “maricona” “dao po’l culo” “bujarrón” y otros más que yo iba aprendiendo con fruición para luego utilizarlos en aquel juego, a sabiendas de que no corría riesgo en ello.

Aquella visita íntima era muy temida por aquellas sacerdotisas, pues un solo gesto del barbero podía significar la retirada temporal, y aun la definitiva, del oficio en aquella casa. Pero era tanto el cuidado y las precauciones que se habían impuesto en aquel negocio por mi madre, que era raro que se produjese apartamiento definitivo, aunque alguno hubo, con harto sentimiento de todas ellas.

El almuerzo era sustancioso pero medido, según la complexión de cada una. A las más delgadas se les ponía más ración y alimentos más ricos y grasos que a las que ya lucían curvas en exceso, a las que muchas veces recuerdo que se las tenía a dieta de verduras, y prohibición de catar dulce alguno, cosa que las más llevaban con resignación y algunas hasta con gusto, por desear verse de mejor cuerpo ante el espejo.

La tarde se iba en el cuidado de las ropas y aderezos, que cada una tenía una tarea adjudicada según sus habilidades con la aguja, y así se llegaba al Angelus de la tarde, que marcaba el final de los trabajos del día y el principio de las que eran, para muchas, tareas ingratas de la noche.

Y si me pregunta Vuesa Merced por qué ingratas, cuando las llevan a cabo riendo y bebiendo, y folgando, le diré que no hay actrices como las putas, que pueden estar fingiendo alegría y aún gozos extremos, mientras por dentro están viviendo y domeñando el asco que pueden estar sintiendo, o la repulsión que les puede producir el parroquiano y sus especiales requerimientos. Y ello es tan verdad, que mi madre tenía claramente establecido que cuando una de ellas no pudiera resistir esas sensaciones, buscase pretexto, saliera del cuarto y fuese sustituída por otra menos gazmoña, antes de que se descontrolara el negocio.

En fin, que ya ve Vuesa Merced que no es poco trabajo ese que tan descansado y agradable parece. Pero dejemos que piense el mundo que las putas lo son porque quieren, cuando la mayoría caen en ello por necesidad y muchas veces por ceder antes de tiempo a los envites de un novio que, en cuanto las preña, se olvida de ellas. Así que gran número de ellas son putas en tanto que buenas madres, pues quieren, con su trabajo, criar decentemente al hijo o hija que indecentemente les dejara a su sólo cuidado el padre.

Pero volvamos al cuento.

Crea Vuesa Merced que no miento si digo que mi feliz infancia se prolongó mucho más de lo que es habitual, pues andaba por los trece, que es edad en la que el hombre puede ya empezar a cumplir su tarea de engendrar hijos para el servicio del Rey y de la Santa Madre Iglesia, y todavía era considerado por mis madrinas, tanto cuanto por mi madre, como niño inocente y objeto de los cuidados que a la infancia le son debidos. No se me dejaba dormir en soledad por mor de las pesadillas que como niño me podían perturbar el sueño, ni se me permitía el roce o contacto con quienes de mi edad podían contagiarme de malas costumbres o de inclinaciones pecaminosas. Aunque a esta última prohibición ya me ocupaba en buscarle las vueltas, como es natural. Y no me privaba yo de escapadas para unirme a la pandilla de arrapiezos que merodeaba por el entorno, con los que aprendí no pocas picardías y algunas habilidades, como las de cazar vencejos con liga, o subirme a lo alto de los árboles a robar nidos.

Así crecía yo en la inocencia y los placeres que con ella van unidos, mientras iba descubriendo los misterios de la vida, más como juego que como peligro, más como afán que como malicia, y más como gusto que como tormento.

Recuerdo mis primeras cosechas de simiente, obtenidas tras los sabios e insistentes cuidados de mi tía Jacoba, cuyo nombre de oficio era el de Amarilis, que de atrás venía respondiendo con deleite a mis torpes tientos infantiles, acariciando aquellas partes de mi cuerpo que más placentera respuesta concitaban, y dejándome llegar con manos, boca y otros órganos dotados de sensibilidad al tacto, a cuanto de tocable y besable tiene la mujer, sin olvidar, sino culminando mis inexpertas excursiones, aquellos recónditos lugares donde reside el secreto de la especie, y que por ello mismo encierra el origen de los placeres más excelsos que hombre y mujer tienen a su alcance en este valle de lágrimas. Y tales y de tal calidad fueron sus atenciones y desvelos, que me hizo madurar los compañones antes de que la protobarba me oscureciera el rostro.

Tras lo que le expliqué sobre los trabajos, bueno será que le cuente a Vuesa Merced que en aquella casa se vivían fiestas muy señaladas, pero que ninguna lo era tanto como la noche de San Juan, en la que cada año se acogía discretamente a unos cuantos privilegiados de mando, hisopo y bolsa para festejar con las santas hogueras el recuerdo del Apóstol predilecto.

Antes de continuar debo deciros que la casa que mi madre tan digna como devotamente regentaba se alzaba a menos de una legua de Murcia, en el camino del Monasterio de san Francisco, y era edificio, a la vista, sobrio y riguroso, ciego e hirsuto a sus afueras, de alto muro y cerrada cancela, pero, por los adentros, bien provisto de granero y rebosante bodega, patio abundante en frutales y pozo de agua como no se bebe en la Corte, aposentos en número y calidad en nada envidiosos de los que en palacios puedan encontrarse, buen ejército de sirvientes, hechos a ser mudos y ciegos, a cambio de buenos doblones y mejor pitanza, y, como digo, una larga familia de hermosas primas, sobrinas, tías y parientes en diverso grado, que profesaban en convento devoto de la Diosa Venus, con las cautelas, finuras, discreción, conocimientos y fe sin tacha necesarios para acoger y servir en cuanto dispusieran a quienes esperaban satisfacer sus deseos bajo el natural secreto que, respecto a tales desahogos, requieren los que ostentan autoridad, y sobre todo el que se exige por aquellos que tienen dedicada su vida a Dios, a la pública caridad y a los obligados diezmos, su sustento, a los cánticos y las liturgias sus trabajos de día, y a los cuidados de mi madre y sus pupilas las más de sus noches.

Y digo que la noche de San Juan fue siempre de mucho trajín en aquel gineceo. La cosa empezaba después de que se acabase, con la puesta de sol, el mercado que a las afueras de Murcia se venía celebrando desde tres días antes. Y ya sabe vuesa merced que en tierras ricas, las ferias y los mercados son ocasión en la que se arraciman multitudes, procedentes de los campos y de las villas aledañas y aun de más lejos, que a esta feria de San Juan de Murcia acuden cuantos pueden de los que por allí viven durante todo el año, en aldeas y quinterías, en chozas de huerta y majadas de los montes, en villorrios de secano, o en puertos y marismas, y se ven venir de lo más lejos, de las tierras de Orihuela, de las costas de Denia y Alicante, de los montes de Aitana, y los riscos de las Alpujarras, de las llanas de la Roda, y aun de la Mancha de Calatrava, dispuestos a vender lo que tienen y lo que esperan tener, lo que fabrican y lo que sueñan, lo que piden prestado, y lo que durante el resto del año entierran, a cambio de las maravillas que buhoneros y destiladores, médicos y barberos, herboristas y astrólogos, ferreros, talabarteros, pasteleros y tejedores, sastres, tundidores, tratantes, maragatos, gitanos, chismeros y frailes mendicantes, moriscos, mieleros, botigueros y trascantones, trápalas y cortezudos, ciegos de cartel y cómicos de la legua, músicos, danzantes, domadores, titiriteros, tragasables, echafuegos, malabaristas y escribanos, gentes de la farándula y poetas de encargo, contorsionistas, zurcidores, caldereros y mondongueros, y lo que resta de la variopinta familia de feriantes, vienen a vender, trocar, ofrecer, servir, contar, divertir, entretener y engañar. Y así contentan, aún burlándolos, a quienes sólo cuatro veces al año, si es bueno, pueden disfrutar un poco, gastando lo que les queda por lo que penan durante el resto.

Pero, volviendo a mis años mozos, digo que fueron felices, y que, tras mis primeros esputos de hombre, y antes de que la San Juan de aquel año pusiera, como es natural tradición, la casa como a sus pupilas, digo, patas arriba, mi madre procuró alejarme de los placeres y los peligros de aquel lugar, poniéndome de fámulo con un trinitario de los que hacían el viaje a Orán a redimir cautivos.

N.B.1: El autor, acabada la historia, que como verán es larga y confusa, y a la vista de tantos folios, consideró necesario dividirlos en capítulos, así, por las buenas, sin mayores preocupaciones ni intención de darle estructura alguna a la narración, quizá sólo con la benevolencia de permitir al lector algunos puntos de referencia. Se permitió, eso sí, parodiar el estilo de la narración al titular los capítulos, con el resultado que ya irá viendo: afortunado a veces, otras menos.

Si alguien me lee y no se aburre, prepárese: tiene más de setecientas páginas esperándole.

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