Una aguda observación

La familia Frías Robles estaba orgullosa de su casa. Sostenían, ante quien los quisiera escuchar, que el lugar reflejaba exactamente ese espíritu innovador y vanguardista que los caracterizaba. No les gustaba que los tilden de «modernos», consideraban ese término como algo peyorativo, preferían pasar por refinados. Cuando se mudaron a la casona convocaron a un prestigioso diseñador que transformó una anodina vivienda en una «escultura habitable» de cemento alisado, acero inoxidable, mármoles, maderas nobles y colores neutros que dominaban los despojados pero amplios ambientes. Los detalles coloridos estaban en los gigantescos cuadros abstractos, tipo manchas, de fuertes gamas en rojos, azules y amarillos.

El núcleo familiar estaba conformado por Nenchu, una reconocida psicóloga especializada en infancia, y su pareja, Jujo, un acaudalado empresario textil. Los dos rondaban los cuarenta años y estaban en pareja hace una década. No estaban legalmente casados ya que descreían de las formalidades, de las religiones, los políticos y los masajes tibetanos. Su único hijo, Baltasar, de siete años, concurría a un exclusivo colegio de San Isidro, su barrio. Para la educación del niño habían optado por la enseñanza libre, tipo Waldorf y rápidamente Baltu demostró un marcado interés por las artes, para regocijo de sus padres. Jujo solía compartir con él su pasión por la música jazz, mientras que Nenchu disfrutaba del cine clásico (francés preferentemente) en compañía de su hijo.

Al volver al hogar, a eso de las seis de la tarde, como de costumbre la pareja se dirigió al comedor diario para charlar con su hijo mientras tomaban una merienda. El pequeño Baltasar hacía su tarea de segundo grado sentado de rodillas en la silla frente a la moderna mesa de vidrio templado, ligeramente ahumado, del comedor diario. En esa ocasión, tenía la difícil misión de dibujar y colorear una granja. Para eso había desparramado todos sus crayones, sus marcadores y lápices en el espacio de trabajo. «Baltu» casi siempre estaba acompañado por Adela, la chica que realizaba tareas de servicio en la casa, quien, principalmente, se ocupaba de ordenar los juguetes, las pinturitas, la ropa y los caprichos del chico, y del resto de la familia. La empleada, para no aburrirse miraba de reojo un programa de novedades del espectáculo en la televisión LED, de última generación, que colgaba de una de las paredes. Luego de servirle un té verde a la señora, un café irlandés al señor y una chocolatada al niño, Adela se retiró a su cuarto, ya que sabía exactamente cuando la familia necesitaba intimidad.

-¿Cómo te fue en el cole, Baltu? –preguntó Jujo.

-Bien, hoy fuimos al museo –contó Baltasar entusiasmado.

-¡Cierto! Me había olvidado. ¿Te gustó? –se interesó Nenchu.

-Sí, fue muy interesante. Vimos cuadros de Berni, Frida, Rivera, Xul Solar… –enumeró el niño, sin titubear, con su lenguaje cuasi adulto y acompañando con sus tiernos deditos, para orgullo de sus padres.

Nenchu y Jujo se jactaban del nivel cultural de su hijo. Era un niño fuera de lo común con un desarrollo intelectual que despertaba los más elevados elogios. Ellos mismos habían dedicado largas horas educándolo en materia pictórica. A diferencia del resto de los chicos de su edad que dedicaban su tiempo a mirar a Piñón Fijo o películas de Disney, Baltu se recreaba observando obras de diferentes artistas.

-¿Tus compañeritos conocían algún pintor? –quiso saber Jujo, que siempre era un poco competitivo y solía regocijarse comparando a su vástago con el resto.

-No, papi, no tenían idea –agregó Baltasar.

El pecho de Jujo no podía estar más inflado de gloria. ¡Qué magnífica criatura estaban criando! Un niño con la dosis justa de cultura, simpatía e inteligencia.

-Me alegro que la hayas pasado genial, mi chiquito –felicitó la madre.

-Me quedó una sola duda. ¿Por qué dentro del museo no vi ningún cuadro colgado en una heladera con el imán de la pizzería? –cuestionó Baltu.

Nenchu y Jujo se miraron admirados de la sagacidad de su niño. Sin dudas, a pesar, de ser superdotado conservaba cierta ternura y candidez para hacer una observación tan infantil.

-¡¿Una heladera?! –se sorprendió el padre.

-Sí, como la nuestra, donde están pegados mis dibujos. Ustedes siempre me dicen que son «preciosos», que son obras de arte, pero después los cuelgan en la heladera. Entonces no son tan lindos, porque si no estarían en un museo o colgados de la pared del estar. ¿No les parece? –completó el razonamiento Baltasar.

Jujo se quedó perplejo por la brillantez mental del chico. Nenchu, acostumbrada a tratar con criaturas, se inquietó. No sabía dónde podía terminar aquel planteo. Jujo buscó ayuda en su mujer y, aprovechando que ella era la especialista, le quiso pasar la tarea de lidiar con aquel dilema que planteaba el pequeño.

-Es que en los museos no hay heladeras, mi amor –advirtió la mamá.

-Yo vi una llena de latitas. La maestra nos explicó que para obtener una gaseosa había que poner unas moneditas. En esa heladera, justamente, no había ningún Soldi, por ejemplo –acotó el testarudo niño.

-Quizás el arquitecto que proyectó el museo pensó colocar cuadros solo en las paredes. En casa el diseño fue otro –intervino el padre.

-O bien, mis dibujitos no merecen estar colgados en un lugar importante… -puchereó Baltasar sabiendo que su madre se ablandaría al verlo lloriqueando.

-No es eso, mi amor. Es que… -Nenchu buscaba las palabras exactas para no herir los sentimientos de su hijo.

La madre estaba ante una encrucijada moral. Ella tenía una clara postura en contra de mentirle a los niños, de coartarles la libertad o de decirles con crudeza las realidades de la vida. Todavía era muy tierno para decirle en la cara que sus expresiones artísticas eran, lisa y llanamente, una cagada.

-Nosotros los pegamos en la heladera para verlos todos los días, con mayor frecuencia –completó Nenchu.

-Ustedes no están nunca en la cocina, solo este ratito que tomamos la chocolatada, después ni la pisan. Adela es la única que se pasa todo el día acá adentro.

Jujo no dejaba de sorprenderse con los argumentos que esgrimía su hijo en ese candente debate. El chico se manejaba con un desparpajo digno de un político ante una entrevista televisiva. En parte se sentía satisfecho por la madurez del pequeño, pero también le estaba hinchando un poco las pelotas lo obstinado que podía volverse ese pendejo.

-Baltu, te vamos a decir la verdad. Vos tenés apenas siete años, tus obras todavía no están como para exponerlas en un cuadro en nuestro living. Las pinturas que viste hoy, en el museo, fueron realizadas por adultos, que estudiaron mucho tiempo hasta llegar a hacer esas maravillas. ¿Me entendés? –aportó Jujo.

-Los cuadros que están colgados en casa no son gran cosa. Son manchas de colores de autores desconocidos. Ustedes me han dicho que estaba a la altura de ellos.

-Sí, mi cielo, lo estás. Papí no quiso decir lo que dijo –serenó las aguas Nenchu al ver que los dos varones de la casa estaban subiendo el tono de la conversación.

-Sí, quise decir eso. ¡Tampoco seamos hipócritas! El chico ya está en edad de entender que sus dibujitos solo son buenos para alguien acorde a su edad.

Baltasar se fue corriendo, arrancó sus dibujos de la heladera, y se marchó llorando hacia su dormitorio. Nenchu intentó detenerlo sin éxito y Jujo se lamentaba, no tanto por la discusión con su hijo, si no por lo que le esperaba.

-¿Cómo le vas a decir eso? ¡Sos una bestia! –reprochó Nenchu.

-Hay que ponerle un límite al pibe. Es culpa de esa escuela de mierda, el ajedrez, la música clásica, tus películas francesas… ¡estamos criando un rebelde! ¡Un hippie!

-Creí que ambos coincidíamos en la educación enmarcada dentro de un ámbito de libertad y cultura.

-Pero se está yendo de las manos… ¿qué pretende el mocoso?

-¿Vos te das cuenta que lo estás frustrando? Hasta hace un rato le encantaba pintar, quizás desarrollaría una carrera de esa hermosa veta artística; pero viene el padre y le corta las alas de un plumazo… -dramatizó Nenchu.

-¡No exageres! Le dije la verdad, y seamos honestos, Baltu dibuja como el culo. Un chico de salita de tres tiene mejor trazo. Quizás lo suyo sea la música, las letras, pero la pintura definitivamente no –se sinceró Jujo tratando de finalizar la charla.

-¡Andá a explicarle vós que es un negado! –desafió la madre.

-Es un berrinche como el de cualquier chico. En un par de días se le pasa, no es que nos va a mandar una carta documento…

Baltu apareció de vuelta en la cocina, con lágrimas en sus ojos, portando su costosísima caja de lápices importados dispuesto a arrojarla al cesto de basura.

-¡Pará, Baltasar! No tires nada… -lo frenó el papá.

-¡Vos me dijiste que mis dibujos son feos! Así que voy a tirar todas las pinturitas, hojas, crayones, pasteles, témperas, acuarelas, marcadores… ¿Para qué los quiero?

-Perdonáme Baltu, no quise decir eso en realidad… -se disculpó Jujo.

-¡Entonces quiero mis dibujos colgados en el living, justo arriba del sillón! –demandó a los gritos el niño.

-¡Yo tengo una idea! –intervino la madre.

La solución de Nenchu resultó práctica. La heladera en su nueva ubicación, al costado del vajillero del comedor, rompía un poco la rigidez decorativa del hogar pero encantó a todos. Baltasar estaba orgulloso de la exposición que tenían sus creaciones pictóricas, Jujo no tenía que caminar tanto desde su sillón para buscar cervezas frías, mientras que Nenchu se conformaba con no frustrar al niño y que reinara la paz. Adela, quizás era la que salía perdiendo, por el trayecto que debería recorrer desde la cocina para buscar los alimentos frescos, aunque de esta forma podía chusmear con mayor libertad lo que hacían los patrones en el living.

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