PRESENTACIÓN
Berlín, la novela por entregas es mi nuevo proyecto, un experimento personal que por mucho
que me asuste no he podido evitar.
¿Qué es un día sin lectura? En el día a día, siempre nos encontramos de frente con libros,
carteles, etiquetas, WhatsApp, instrucciones, señales de tráfico… Nuestras mentes, nuestros
ojos se encuentran en un constante trabajo de percepción y comprensión, que ni los más
perezosos son capaces de evitar. No imagino un día sin lectura igual que no imagino un día sin luz, por muy oscura que esta sea. Así es Berlín, una compleja mezcla literaria que por
heterogénea que parezca, si la parpadeas tres veces un sin fin de recuerdos aparecen,
dejándote en aquella cama en la que te levantaste un día preguntándote por qué.
El resplandor de la eterna juventud, esa ignorada secuela de una infancia robada por la realidad de la existencia. Berlín tiene un poco de todos y a la vez nada. Diferentes relatos, historias que serán narradas y presentadas en la piel de la que empieza siendo su protagonista, una chica irlandesa con ganas de empezar a ser, estar, parecer…
Con la mayor humildad de quien solo escribe a veces, iré subiendo semanalmente una serie de páginas para que no os agobiéis y para que podáis dedicaros a lo que os gusta sin dejar de lado la lectura. Se aceptarán comentarios, interrupciones, sugerencias, cambios de estilo y trama.
Esta es una lectura para vosotros y vosotras que me leéis y dedicáis tiempo a las sandeces que se me ocurren. Berlín está por escribir. Con esto me refiero a que todavía no existe un final, cada entrega se escribirá la semana antes de su publicación y así hasta que no se le pueda dar más vueltas al asunto.
Sin más presentaciones, espero que disfrutéis de esta apodada novela por entregas.
María Martín Recio
PRIMERA ENTREGA
Al principio no le vio el sentido, pero las palabras de su doctora le hicieron reflexionar
aquella tarde de noviembre.
— ¿Te importa que lo piense unos días? —preguntó—. Nunca he hecho algo así y me
gustaría estar segura de ello.
Su doctora asintió con la cabeza mientras la joven abandonaba la clínica con la sensación de
no haber entendido nada, como quien entra en una habitación vacía, examina sus cuatro esquinas e ignora el espacio. Los humanos son seres que no aprecian el oxígeno hasta que este les falta.
Eran casi tres, los años que llevaba viviendo en aquella ciudad. Durante las últimas semanas se había sentido muy fuera de lugar. No paraba de preguntarse, cómo había acabado de esa manera, deshecha por pensamientos y sensaciones que debilitaban a diario su ya nefasta salud física y mental. Observaba a su alrededor, buscando las miradas cómplices de todos y cada uno de los individuos que se cruzaban en su camino.
‘Estos alemanes’ se dijo así misma. ‘¿Qué pretenden mostrar al mundo? Tolerancia,
civismo… Y una mierda, estos malditos hipócritas no dejan de mirarme como si fuese una puta cucaracha recién salida de las mismísimas cloacas del Tercer Reich.’
Subió al primer tranvía que pasó. El M10 la dejaba casi en la puerta de su casa. Estaba parcialmente vacío, pero, aun así, tenía la sensación de que los pocos que allí se hallaban, no apartaban los ojos de ella. Entonces abrió su riñonera para llevar a cabo la jugada de siempre. La muchacha fingía desconocer con gestos sobreactuados, que su monedero estaba totalmente desierto, después lo sacaba para que el resto de los pasajeros diesen cuenta de ello. Entonces extraía su tarjeta de débito y empezaba a mirar la máquina dispensadora de billetes, buscando dónde introducirla aun sabiendo que no contaba con tarjetero. Miraba a derecha e izquierda encogiendo sus hombros y negando con la cabeza, todos habían sido testigos de su buena fe. Ella quería pagar su billete, pero aquella máquina era tan antigua que el hecho de aceptar únicamente monedas daba derecho a Aoife a subirse a ese tranvía sin pagar. Al fin y al cabo, ¿cómo un país como Alemania, tan próspero y avanzado en todos los sentidos, no contaba con un servicio de pago automático?
Se ahorró dos euros con cuarenta céntimos que costaba el viaje de diecisiete paradas. ‘Ya tengo para el Kebab de la cena’, pensó. Se sentó cerca de la puerta, las probabilidades de encontrarse de cara con un revisor en aquella línea eran significantemente altas y no sería la primera vez que tendría que salir corriendo de una situación similar. Volvió a abrir la riñonera y sonrió hacia sus adentros. Solía perder u olvidar sus pertenencias de manera continua, por eso le pareció surrealista no haber descuidado aquella cartera de Louis Vuitton, que era el bien de mayor valor sentimental y material que poseía. Aoife era muy fan de la moda, amaba a los grandes diseñadores e intentaba imitar los atuendos de las famosas, comprando piezas relativamente similares en tiendas de segunda mano o cadenas de ropa de bajo coste. La preciada cartera se la regaló su primer y único novio, un chaval de su barrio que invirtió el salario de todo un mes para agasajarla. Aoife recordaba aquel momento como si hubiese sido ayer, en realidad habían pasado ya tres años. Quién y cómo se la hubiese regalado o conseguido, no tenía la más mínima importancia para ella. Lo que sí la tenía, era que ya estaba en sus manos y nadie podría arrebatársela.
Paseaba por las calles de su tan querida como odiada Irlanda, sin bolso o mochila, agarrando solo y de manera sofisticada su cartera para que el barrio entero la contemplara, pretendiendo no pertenecer a aquella sociedad. Todo el mundo buscaba su lugar y eso que nadie había conseguido nada relevante a los ojos de la vecindad, como si formar una familia y sacarla adelante de manera digna, no fuese un acto de valentía y riqueza personal. Las familias adineradas brillaban por su ausencia en aquella zona, y en caso de que las hubiese, siempre terminaban mudándose a otro pueblo más cercano a la capital para que los críos tuviesen oportunidades de futuro.
Aoife empezó a trabajar a los catorce años, iba de aquí para allá cuidando a los hijos de las
vecinas que trabajan en la noche. La mal pagaban con algún que otro euro o contundente
desayuno irlandés. Así empezó su andadura en el territorio laboral, como la de otros muchos
jóvenes irlandeses que, habiendo perdido la oportunidad de disfrutar de su sagrada adolescencia, tuvieron que diseñar un plan de futuro abriendo cuentas de ahorros para poder marcharse algún día y empezar de cero en otro lugar.
A esa misma edad todos habían vivido en sus carnes la perdida de algún familiar o allegado.
La tasa de suicidio en el condado era casi el doble del promedio nacional e Irlanda era el cuarto país de Europa, con el índice de suicidios más alto entre personas de quince y diecinueve años. Estos actos siempre pillaban por sorpresa a los padres de los afectados. No entendían cómo niños que habían sido toda la vida de los más común, podían acabar con sus vidas sin que les temblase el pulso en el intento. Los partidos políticos nunca ponían de lado sus diferencias, por lo que jamás se respondía con eficacia a semejante desgracia social. Ni la tortícolis más aguda impediría a los representantes del pueblo dejar de mirar hacia otro lado cuando este sufría de exclusión. Aoife sentía curiosidad por el mundo del más allá y gozaba de ese fisgoneo morboso que sienten los jóvenes al escuchar del fallecimiento de alguien, sobre todo si el acto había transcurrido de manera violenta o irritante. El discurso navideño de su primer ministro solía ir cargado de estos temas, que no eran para nada tabú en la sociedad irlandesa:
Damas y caballeros, ahora me toca hablar de algo de lo que no estoy orgulloso como jefe de este estado, y es que como en años anteriores, la tasa de suicidio sigue incrementándose anualmente. El método más común de suicidio entre hombres y mujeres fue este año el ahorcamiento, asfixia o estrangulación. El segundo método más común de suicidio fue el envenenamiento, con proporciones de 18.3% y 36.2%. A la inversa de los ahorcamientos, hemos visto una disminución en la proporción de envenenamientos entre hombres y mujeres en los últimos años. La proporción de muertes por ahogamiento, caídas y otros métodos se ha mantenido bastante constante recientemente. Hagamos de estas cifras un mito, dejemos nuestras diferencias a un lado. No queremos más familias rotas por decisiones que podrían haber sido reflexionadas, no queremos jóvenes que abandonen este mundo antes de apenas empezar a vivirlo. Desde mi gabinete de trabajo haremos todo lo posible para garantizar la ayuda a los irlandeses e irlandesas que más lo necesitan, y no pararemos hasta reducir esta tasa de desgracias al 0%.
Y así cada veinticuatro de diciembre a la hora de máxima audiencia. Siempre había alguien al
otro lado del televisor que reía a carcajadas al acabar el discurso. En el pueblo nadie creía las
injurias que los de arriba trataban de propagar a los ciudadanos. Una vez terminada la charla,
los bares y restaurantes apagarían las televisiones y brindarían en el honor a la hipocresía más
dañina.
Aoife nunca tuvo miedo a la muerte, todo lo contrario, lucía orgullosa sus finos cortes de cúter en las muñecas. Junto a sus compañeros robaban las cuchillas de la clase de tecnología y se encerraban en el gimnasio durante los recreos. El juego era bastante simple, todos debían realizarse la misma serie de cortes en los brazos, cuando estos empezaban a sangrar, los niños aguantarían unos minutos para ver las reacciones del resto. Si nada pasaba y continuaban de pie, tendrían que proseguir cortándose la piel hasta que el primero que cayese al suelo perdiese el juego. Esto solo duró unos meses, hasta que la profesora de religión descubrió al grupo en pleno acto y tuvo que pedir una baja por ansiedad. La directora intentó hablar con Aoife sobre el porqué de haber cometido la semejante locura de seccionar sus venas. La contestación de la joven fue rotunda:
— Por mi amor al dolor y porque sufrir me hace sentir viva.
Dejando atrás ese afán por lo desconocido, a diferencia de muchas otras chicas de su edad Aoife era una niña risueña y ambiciosa. Desde pequeñita tuvo claro que había llegado al mundo para ser rica y famosa, y sabía que costase lo que fuere, algún día aquella cartera de marca estaría llena de billetes de quinientos. Llevaba años desarrollando su plan maestro y midiendo al milímetro las posibles consecuencias que podrían cambiar su camino. Con todo el dinero que ganase en ese futuro sin fecha, compraría la felicidad de todos los que la rodearon en sus momentos difíciles y les sacaría de aquel lugar donde solo llovía y los secretos se susurraban con un sabor amargo a cerveza negra. Desgraciadamente, ese momento se le resistía a sus veintidós años de vida, por lo que decidió no agobiarse y empezar la casa por los cimientos. Al acabar el instituto y pasar la selectividad por pocas décimas, hizo saber a su madre que el día de marcharse había llegado y que nada ni nadie iba a impedir su partida. Su madre no puso mucha resistencia, en realidad no le importó, siempre y cuando la viniese a ver una vez al año y le ingresase algo de dinero al menos una vez al mes. La joven no espera mucho más de su madre, incluso le pareció bien tener que mantenerla, al fin y al cabo, ella nunca podría salir adelante sola, pues salió muy mal parada en el juicio de su divorcio. Aoife metió todas sus piezas de ropa en una maleta vieja que encontró mientras hurgaba en el desván de sus vecinos. Aquel maletón debía llevar allí años, estaba comido de polvo y cubierto de tela de araña. Supuso que no les haría falta y como a ella sí, la sacudió un par de veces y se la llevó sin remordimientos ni preguntas.
Eran muchas las destinaciones que se planteaba, pero era incapaz de decidirse. La mayoría de sus compañeros y vecinos, se declinaban por Londres, la ciudad artística e icónica de Inglaterra, pero la mayoría terminaba volviendo a los pocos meses debido a la precariedad laboral y su incapacidad para pagar los alquileres. Tenía varios conocidos que, con tal de no vivir a veinte kilómetros del centro, se mudaban a apartamentos de dos habitaciones en el corazón de la ciudad, para después ocuparlos comprando literas y hospedar un total de ocho personas. Pero ¿Quería ella vivir de esa manera? Aoife no iba a pecar de novata, ella sabía de poco capital que disponía y el tipo de vida que quería llevar fuera de casa, por lo que entre todos los lugares que tenía en mente, al final se decidió por Manchester, del que solo conocía a sus equipos de fútbol. Pero elegir destino no iba a ser la decisión más complicada que Aoife iba a tomar. Antes de irse de Irlanda, necesitaba arreglar otro drama personal. Largarse a Manchester suponía romper el corazón de su novio, el mismo que le regaló la carterita de seiscientos euros. Pero los sentimientos no eran el fuerte de Aoife y aunque le diese un poco de pena, porque el chaval era de once, sabía que, marchándose a Manchester sola, lograría llegar a ser ella misma. Entonces optó por la manera más eficaz y rotunda, el SMS:
Querido Niall,
espero que no me odies por esto. Como tú bien sabes este momento iba a llegar tarde o temprano. En la víspera de nuestro aniversario, quería agradecerte la paciencia y el cariño que me has dado durante todos estos años. Siento no haberte correspondido como merecías, pero ya sabes como soy. Me marcho de Irlanda una temporada, por fin voy a buscarme a mí misma, como en la peli que me obligaste a ver hace un par de meses. Al final no fue mala idea terminar de verla. Ven a buscar tus cosas a mi casa antes de que mi madre las tire, ya sabes que le gusta la simplicidad y no le importará tirar tus Dr. Martens a la basura una vez me marche de casa. Espero que lo entiendas y que podamos volver a ser amigos en un futuro cercano.
Siempre tuya
Aoife
Pd: He creado una cuenta separada en Netflix con mi nombre, no cambies la contraseña por
fa…
Cuando el mensaje se mostró como enviado, Aoife procedió a bloquear el contacto de su ahora exnovio para no tener que lidiar con el estrés que suponía recibir su llamada y probablemente sus lloriqueos. Ahora que ya todo estaba listo, solo quedaba hacer una llamada a su padre para pedirle algo de dinero con la excusa de su marcha. Este nunca le cogía el teléfono, su hija acostumbraba a llamar por un único motivo y ese era siempre económico, un aguinaldo que la sacara de la miseria de ser estudiante. No tenían buena relación y no disfrutaban del tiempo que pasaban juntos en cumpleaños y otras celebraciones. Aunque lo intentasen, ambos sabían que era un caso perdido y que aquel teatro acabaría el día que muriese su abuela, la única a la que le complacía verlos juntos. Esta vez la joven no tenía tiempo para presentarse en su casa y arrebatarle un par de billetes de cincuenta, tenía que irse lo antes posible o su exnovio se presentaría de un momento a otro.
Alguien escuchaba música en la calle. Aoife se asomó a la ventana de su habitación y allí estaba Rosie, su vecina y amiga de toda la vida. La joven había cogido sin preguntar el coche de su madre para despedir a la amiguísima en la estación de trenes. Aoife cogió un par de cervezas del frigorífico para que su colega y ella no se deshidrataran por el camino. Al llegar a la estación, se despidieron con un largo abrazo que terminó con Aoife dejando una copia de la llave de la habitación guardilla a su amiga.
—Para cuando no tengas un sitio en el que follar con Micheal—dijo Aoife.
—¿En serio me estás dando las llaves de tu habitación?
—Nadie va a dormir ahí y así me la mantienes limpia y arreglada, eso sí, límpiame las sábanas cuando venga, no quiero quedarme embarazada del despojo social de tu novio.
—No te pases, Micheal es un buen tío.
—Es broma idiota, sé que tus padres son buenos católicos, así que a partir de ahora podrás echar un polvo cuando te apetezca, total, mi madre no se entera de nada y jamás subiría a limpiar mi mierda.
—Te debo una Aoife.
—Ven aquí amiga.
Se fundieron en otro largo abrazo hasta que, su amiga vio como un revisor se disponía a dejarle una multa en la ventanilla del coche, que había dejado mal aparcado en doble fila.
—¡Iré a visitarte pronto! — dijo su amiga mientras corría hacia el vehículo.
El tren anunciaba su llegada a Manchester y Aoife empezó a bajar sus maletas de las estanterías. El tiempo no era muy diferente al que había dejado atrás en Irlanda, el cielo completamente blanco hacía aún más deprimente la estampa de edificios antiguos a las afueras de la ciudad. Después de más de once horas viajando entre trenes y ferris, Aoife salió victoriosa del vagón con su iPod a todo volumen escuchando Wake me up when September ends. La estación de Piccadilly estaba a rebosar de gente joven. Era casi octubre y los estudiantes empezaban su año universitario en pocos días. Ella no sentía el más mínimo arrepentimiento por no haberse matriculado en la universidad, aunque la hubiesen aceptado, sabía que estar sentada otros cuatro años de su vida, solo retrasaría su idea de convertirse en una diva. Muchos de los jóvenes que dejaban el pueblo y salían a estudiar fuera, a la hora de volver tras su graduación, no encontraban más profesiones que las de camarero o dependiente en tiendas de ropa en la capital. ‘Tanto título y horas de estudio para nada’ se decía sí misma, ‘lo único que habían conseguido era una gran hipoteca con el ministerio de educación inglés y centenares de clientes desagradecidos’. Corrió hacia los lavabos rezando para que hubiese un rollo de papel de váter. Viajar en un tren de bajo coste no aseguraba unos estándares mínimos de higiene, por lo que cada vez que esta hacía sus necesidades, tenía que recurrir a la jugada de sacudir las caderas de lado a lado hasta que la mayoría de la orina terminase despareciendo y poder subir de nuevo su ropa interior. Después de varias visitas al baño y varias sacudidas de cadera sin éxito, llegaba un momento en que se hacía incomoda la escasez de pulcritud, he ahí que siempre tuviese unas bragas de repuesto en el bolso, ‘una nunca se sabe cuándo van a ser necesarias’, citaba recordando las palabras de su madre.
Llegando a las puertas de los aseos, le llamó la atención un hombre de unos cuarenta años,
cargando una pila de folios en formato A4 en el brazo derecho y un rollo de celo en la mano
izquierda. Le siguió con la mirada hasta que este se paró enfrente de lo que parecía un tablón
de anuncios. Aoife apretó los ojos para apreciar el texto en el que se leía: “se busca personal
de hostelería”. En la parte inferior del folio había filas de números recortables para poder
arrancharlas en caso de interés. No tenía tiempo que perder ni saldo para llamar, así que se
acercó al hombre a toda prisa con la esperanza de encontrar en él su primera oportunidad.
—Buenos día, mi nombre es Aoife— dijo la joven.
El hombre la ignoró por completo, por lo que esta decidió pegar un par de tirones al abrigo del desconocido para captar su atención.
—Sí, te he escuchado— dijo el individuo mientras se giraba lentamente y clavaba la mirada en la joven—. No entiendo por qué has tenido que tocarme, ¿haces lo mismo con cada extraño que te encuentras por la calle?
—Depende.
— ¿Depende de qué?
—Depende de mis posibilidades por salvar la vida del extraño. Y en este caso presiento que son altísimas.
—Mira tú por dónde, ¿y de dónde sacas tú esas conclusiones?
—Usted está poniendo un anuncio buscando personal para el hostal que probablemente le pertenezca. Yo acabo de llegar de Irlanda con muchas ganas de trabajar.
—¿Y pretendes llegar y bañarte de gloria?, sí que eres optimista pequeña Paddie.
—Sí lo soy, y que yo sepa, yo no le he faltado al respeto.
—¿Tienes experiencia en el mundo de la hostelería?
—La verdad es que no pude viajar mucho con mis padres, en realidad nunca hemos tenido dinero para hacerlo. Y cuando hemos salido, nunca nos hemos hospedado en un hotel u hostal, pero se mucho de campings.
—No me refería a si habías estado antes en un o hotel o no. Lo que quiero saber es si
alguna vez has tenido trato con clientes, si has llevado bandejas con bebidas, platos de comida, algo de experiencia en una recepción…
—He tenido que recoger más de una vez a mi padre y a algún que otro vecino del bar
del barrio. Convencerles o arrastrarles hasta sus casas no es una tarea fácil, ¿sabe usted?,
requiere mucho trabajo de negociación y por supuesto fuerza y equilibrio. Los borrachos son
muy impredecibles, estará usted de acuerdo conmigo.
El hombre comenzó a reírse. No sabía por qué, pero le caía bien aquella chica, la quiso creer
ya que, era casi imposible que los detalles tan precisos que daba sobre sus tareas de recogida
de ebrios fuesen mentira. El hombre solía realizar un riguroso proceso de selección en su
hostal, era todo un profesional, pero aquel día sintió que tenía que ayudar a la muchacha, al fin y al cabo, existía un periodo legal de prueba y podía echarla si a las dos semanas no estaba
contento con sus labores.
—El trabajo es tuyo si estás dispuesta a no quejarte constantemente de las condiciones. Te advierto que no será fácil, hay mucho trabajo sucio que hacer y clientes no muy fáciles de satisfacer.
—Hecho, jefe— dijo Aoife con una enorme sonrisa, pensando que ese había sido el día más afortunado de su vida.
—No me llames jefe anda, la gente me suele llamar Colin.
El contrato consistía en treinta horas de trabajo semanales por seiscientos cincuenta míseros euros al mes. No tuvo que buscar un lugar en el que dormir, ya que, si ofrecía sus servicios las veinticuatro horas, es decir, si acudía a echar una mano cuando se la necesitara fuera de su horario laboral, se incluiría en el contrato un régimen de acomodación y dietas. Aoife no pudo rechazar la oferta por muy mala que fuese la comida y la cama en la que tuviese que dormir. Sin querer, su vida adulta en Manchester había empezado en menos de veinticuatro horas. Aoife quiso llamar a su madre, por alguna razón necesitaba que alguien se sintiese orgullosa por ella, pero finalmente decidió quedarse como estaba. Si su madre se enteraba de que esta había conseguido tan rápido un trabajo, sería capaz de empezar a pedirle dinero y gastárselo en los bares sin que ella misma pudiese ir a recogerla cuando lo necesitase. En el primer piso parecían encontrarse las habitaciones de los empleados. El ascensor no paraba en esa planta, así que tuvo que subir todo su equipaje a cuestas, llenando de barro su ropa recién lavada el día anterior. Al llegar a su habitación se sorprendió un poco al ver que no estaría sola. No era un cuarto individual, se podían contemplar cuatro camas de noventa y cuatro armarios de similar tamaño. Había zapatos, ropa y botellas de agua vacías por todas partes y tres de las camas estaban sin hacer. La habitación no desprendía un olor agradable. Estaba claro que iba compartir habitación con otras tres trabajadoras del hostal. No era precisamente lo que tenía en mente, pero al menos le daba seguridad y tendría la oportunidad de conocer gente de manera rápida.
Sus compañeras de cuarto resultaron ser extranjeras de Polonia, Jamaica y España. Las tres habían dejado sus países por el mismo motivo que Aoife, emprender una nueva andanza que les hiciese olvidar o al menos ignorar, la vida de la que habían escapado.
Lola, la española y Jaqweshia, la jamaicana, nunca se dejaban ver por allí hasta bien entrada la noche. No pudo relacionarse con ellas fuera del trabajo ya que, ambas contaban con otros empleos o en el caso de Lola, estudiaban inglés de manera paralela. Ambas tenían novio en sus respectivos países y por la noche se colocaban sus auriculares y pasaban las horas hablando de todo y nada con ellos por videollamada. Agnieszka, la polaca, era la única que hablaba dignamente inglés y no parecía tener novio, se pasaba las noches en su habitación leyendo comics manga. También fue la única a la que no le importó la compañía de la irlandesa. De vez en cuando le preguntaba si estaba a gusto en aquel lugar y terminaba regalándole una sonrisa, cosa que calmaba a Aoife y la hacía sentirme menos solitaria. Después de algo más de un mes trabajando juntas, Agnieszka la invitó a una fiesta en un bar llamado Chocolate que quedaba a pocas manzanas del hostal. Aoife llevaba tiempo sin emborracharse acompañada, el trabajo la dejaba tan destrozada, que al caer la noche apenas tenía fuerzas para salir a hacer amigos. Nunca pensó que el trabajo en un hostal podía ser tan duro. Al menos una vez a la semana le tocaba cerrar el bar, y solía vaciar media botella de güisqui en botellas de refrescos usadas y las subía a su habitación. Ella no tenía ordenador portátil ni tableta por lo que cogía libros de la pequeña biblioteca del hostal y los leía mientras degustaba aquel licor con sabor a madera. Nadie la iba a juzgar, sus compañeras estaban demasiado entretenidas con sus dispositivos electrónicos. Entre las lecturas y el subidón que le proporcionaba el alcohol, siempre acababa dormida sin siquiera quitarse la ropa del trabajo y con el libro abierto en su cara. La polaca se encargaba de apagarle la luz a su llegada y luego le subía las piernas en la cama para que no terminase cayendo al suelo. Ninguno de sus amigos de la infancia había venido a visitarla y ella tampoco ganaba lo suficiente para regalarles un billete de ida y vuelta. Por esa razón, no pudo rechazar la oferta de su compañera, salir de bares seguramente le devolvería el ánimo.
Continuará…
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