Ves que el árbol crece y rápido vas
a por las tijeras para cortarlo
cual bonsái. La prioridad: encogerlo
y moldear su naturaleza, ahí estás.

Si aventaja mucho, corta su tronco
y ahí tienes leña o una buena silla
que soporte tu pesadez, tosco.

Los frutos que conceden tú los tomas
y desprecias, no puedes perdonarlo.
Otra vez crecen y cortas las ramas

cada vez que muestran este anárquico
comportar. Interminable es aquella
rutina. Mas, un día el crece abdicó

en cada ente arbóreo. Muy feliz fuiste
pues, a pesar de su rebeldía, estos
al fin entendieron: siempre estáticos.
Un día una gran sequía arribó cual peste

y alarmado tu viste al campo morir.
Solo quedaban los árboles. Viste
que de sus frutos tu podrías consumir.

Les pides, mas no dan, pues les hiciste
saber su mal sabor y desencantos.
Son ya sumisos a tus malos tratos;
su fertilidad así la extinguiste.

Ya no hay frescura. Oras que crezcan
para así tu obtener de buena sombra,
pero de nuevo son fieles a tu obra:
de tanto cortarlos así se quedan.

No hacen caso, comienzas a maldecir.
Hacia el suelo, ya débil te estampaste.
Por el fuerte sol pudiste tu sentir

como tu piel se secaba, se curtía,
tu boca se hacía arena; pero, aun así
seguías en vituperios. No cesaría.

Seguías tanto insistiendo que estos vuelvan
a su antiguo estado. Allá, penumbra
de tu vida asoma conjunto a tu era.
Piensas talarlos cuando esto acabe. Han

de sufrir ¡a ti nadie te desafía!
Se acaban tus fuerzas en un frenesí.
Para ti el mañana no continuaría.

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