FELIPE, EL VIEJO PESCADOR

Para introducirnos en el corazón de esta mágica historia, debo describir en primera instancia un escenario geográfico del mar Caribe:

CARTAGENA DE INDIAS.

Ciudad antigua que penetra en las aguas azules y se baña en sus sales y arena, a través de las playas, los caños que la cruzan y una hermosa Ciénaga que refresca sus espaldas, denominada Ciénaga de la Virgen, un lugar poblado de pescadores, que contribuyen a hacernos soñar con románticas historias sean éstas reales o míticas.

En el Puerto de Pescadores del popular barrio de la Esperanza, a orillas de la Ciénaga, existe un grupo que sale en las madrugadas armados de redes e implementos de pesca, adentrándose hasta el mar abierto.

La magia del paisaje me domina en las horas del ocaso, cuando el sol enrojecido, lucha contra las olas en el horizonte. No quiere que el mar lo devore y va tejiendo en el cielo un manto multicolor desvaneciéndose luego en los azules.

Es un espectáculo maravilloso, por esto busco una de las dunas menos escarpadas de la playa para sentarme a contemplar el “mantra” que me lleva a meditar. Me llama la atención un pescador que ha llegado, abriendo sobre los arbustos de Icaco su pesada atarraya sentándose en el bote a mirar fijamente hacia el mar. Intrigada por su actitud, pregunto en voz baja a otro pescador que lo acompaña, el motivo, que es casi un ritual, de abrir las redes sin pesca a esa hora y sentarse, tal parece, a esperar.

–«Es el viejo FELO, me dice con voz pausada-, así le decimos por cariño, lleva ya varios años haciendo la misma cosa, a la misma hora y en este mismo sitio»–. Al darse cuenta de mi asombro, me dijo:

–«algunos lo creen loco, porque le sucedió algo muy raro que lo dejó así»–, y como yo no parpadeaba, esperando la historia, prosiguió:

–«Hace ya varios años, Felipe era el líder del grupo de pescadores que abríamos trasmallos y redes en toda esta playa y la pesca era buena. Una noche, cuando ya nos disponíamos a embarcar, apareció no se supo de donde, una joven rubia, de cabellos largos casi blancos, la piel parecía de nácar y sus ojos azules de mirada cariñosa.

Detuvo su marcha frente a Felipe y lo miró intensamente. Porque Felipe Romerín era un negro bien macho, y simpático, de verdá verdá.

–«Houmbe, si allá en el puerto todas las muchachitas andaban enamorás del »–

Él no pudo evitar la fuerza de su atracción y quedó como hipnotizado por la joven, a quien se le rindió lleno de amor. Y a partir de esa noche fueron unos bellos amantes. Se amaron mucho. Felipe le hizo un bohío entre unas palmeras de la playa viviendo un amor intenso, que dejó eco en la región por el contraste del color de sus pieles. El Felo salía por las noches a pescar con nosotros, y regresaba cargado y con la ilusión del encuentro con su “diosa” como la llamaba. Una noche, se desató una tormenta y el mar se metió hasta las dunas de la playa. Cuando regresamos de la aventura de salvamento que habíamos vivido, Felipe, corrió a buscar a su amada pero ya el mar había penetrado con su furia devastadora, y encontró el bohío desolado.

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Ni rastro de “la gringa” como le decían las otras mujeres de los pescadores. Se supo que llegaron unos extranjeros en un campero, de los voluntarios de la Alianza para el Progreso y después de hablar largamente con ella, se la llevaron llorando. Pero Felipe solo creyó su propia historia y a ella aún se aferra: cree que el mar envidioso de su dicha y

deseando a su diosa para él, desató en esa noche de tormenta su ataque y entre olas enormes de lujuria se la llevó a sus profundidades. Es por eso que usted lo está viendo cómo viene todas las noches a esperarla»–

Ya la noche se venía con su manto negro sobre el mar. y me dispuse a abandonar la duna. Allí dejé al viejo Felo con sus ojos fijos en las olas, esperando tal vez que su diosa reaparezca, convertida en un lucero, o quizás en una estrella de mar.

Mimi Juliao Vargas.

Cartagena, Colombia.

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