Abrió los ojos, dio un vistazo rápido a su habitación y los volvió a cerrar. La noche anterior se sentía tan cansado y dolorido que pensó que no volvería a despertar, pero ahí estaba otra vez, aparentemente sano. Buscó en su cabeza y los recuerdos aún estaban allí. La opresión en el pecho y la dificultad para respirar, en cambio, se habían ido. Recordó el accidente que tuvo setenta y cinco años atrás. Tenía apenas treinta y cinco años y todos pensaban que moriría. Él hubiera pensado lo mismo, pero en ese momento estaba demasiado descompuesto como para pensar. Sobrevivió contra todo pronóstico; y ahí estaba todavía. Dejó escapar una carcajada. Debería al menos sentir que la muerte estaba cerca pero no había nada en su cuerpo que diera pista de ella. Había despertado anormalmente bien, salvo por la tos seca que secundó su risa.

Ese día estaba de cumpleaños y, aparte de sumar un nuevo año a su existencia, estaba haciendo historia. No cualquiera llega a vivir ciento diez años sintiéndose tan saludable como él. Convivía con un dolor de espalda que no lo abandonaba ni por un segundo y, en general, le costaba caminar y a veces respirar, pero hace tiempo que había hecho las paces con eso. Sabía que aún los dolores, limitaciones físicas y enfermedades de la edad eran un milagro para alguien con tantos años a cuestas. Eso lo hacía reír y llorar en igual medida, pero ese día había optado por la sonrisa; era su cumpleaños y se sentía, si bien con la melancolía triste de la ancianidad, feliz. Seguir acumulando años ya no le causaba mucha gracia, pero sabía que vería a toda su familia y eso siempre lo animaba.

Celebrar la fecha de su nacimiento a esa altura le parecía una burla de la vida. «¿Nací alguna vez?» Después de tanto, tanto tiempo, había llegado incluso a dudarlo. Sabía que ese día sus nietos se empoderarían de su casa y que los pasillos estarían llenos de infantes. De hecho, sabía todo lo que harían porque hace tiempo habían decidido que no era buena idea darle sorpresas, por lo que lo mantenían bien informado antes de hacer cualquier cosa. Así de frágil era su existencia para los demás. Le molestaba, aunque en el fondo sabía que tenían razón… Apretó los ojos con un poco más de fuerza.

Se levantó con lentitud y así mismo se aseó y se vistió. Hubo un tiempo en que despertaba antes de que cantara el gallo y se levantaba de inmediato y a toda prisa, pero eso había quedado atrás. Hace décadas que había perdido la urgencia por vivir, sin contar que el cuerpo tampoco lo ayudaba mucho en lo que a agilidad respecta.

Laura, la joven que se ocupaba de las necesidades del anciano, tenía el día libre, pues los invitados se encargarían de él, pero de todos modos llegó. Había tomado cariño a Emanuel y sabía que estaba de cumpleaños, y, de todos modos, llevaba mucho tiempo sin tomarse sus días libres. Legalmente la muchacha residía con su padre en el barrio opuesto de la ciudad, pero en la práctica, vivía en la casa de Emanuel hacía ya varios años. Allí tenía su propio cuarto y todas sus pertenencias, o al menos todas las que le importaban.

Cuando el anciano la vio entrar volvió a ocurrir: sintió un dolor agudo en la cabeza, las paredes bailaron un tango lento con los muebles y finalmente todo se congeló a su alrededor. Miró primero a la chica. Tenía una frondosa y hermosa cabellera dorada. La traía algo desordenada como era su costumbre. Sus ojos eran azules, su piel blanca y su sonrisa radiante. En sus manos traía una pequeña caja cubierta de papel verde con una gruesa cinta de un rojo brillante. De la puerta del antiquísimo reloj había salido un ave de madera indicando el cambio de hora; él también se había congelado en mitad de su anuncio. La música, en cambio, seguía sonando bajo el gobierno de una profunda voz tenor que cantaba una ópera que parecía llenar todos los rincones de la casa. Miró hacia la enorme mesa de mármol y vio muchas sombras sentadas, levantando copas y riendo ante alguna anécdota. Tragó saliva. Se escucharon pasos en la escalera y vio un fantasma; un fantasma conocido. Una hermosa joven, que perfectamente podría ser Laura, envuelta en un vestido de novia que parecía brillar de tan blanco. Pero no era ella, sino una de sus hijas. ¡Cuánto se parecían! La principal razón para recibir a la muchacha en casa era lo mucho que le recordaba a su hija mayor. Se llamaba Anastasia y acostumbraba a llegar con regalos, envueltos cuidadosamente en papeles de colores alegres y siempre adornada con cintas rojas. Solía asomar la cabeza antes de entrar, para asegurarse de que él y su esposa estuvieran en condiciones de recibir la sorpresa. A veces chocolates, a veces pañuelos, a veces libros e incluso, cuando le iba bien, joyas. Sus grandes ojos azules quedaban expectantes a la reacción de sus padres. Todo hacía ya mucho, mucho tiempo atrás. La novia llegó abajo y le preguntó: «¿Cómo me veo?». Se veía más hermosa que nunca, pero Emanuel sentía que la perdía, por lo que, en vez de palabras, de su boca salió un sollozo. Ella también lloró Te amo papá. Siempre lo haré. Abrazó a su hija con fuerza, pero se desvaneció en sus brazos. Aún escuchaba las conversaciones y las risas en la mesa mas no veía a nadie. «Papá, ¿estás bien?», preguntó Anastasia, pero ya no con un traje de novia. En su lugar vestía una polera holgada que dejaba al descubierto un embarazo de ocho meses. Tragó saliva.

¿Estás bien papá?, preguntó Anastasia, pero él no estaba seguro de la respuesta. ¿Estaba bien? ¿Qué es estar bien? ¿Puede estarlo un viejo de su edad?Papá, respóndeme. Mírame, ¿te pasa algo?

De pronto todo se borró como de golpe y era Laura la que estaba frente a él, sosteniéndolo de un hombro.

¿Te sientes mal?

No pequeña. Sólo tuve un “deja vu”.

“Un simple deja vu”. Emanuel sabía que era más que eso, pero tenía miedo de contarle a alguien sobre sus episodios y aún de reconocérselo a sí mismo. Era consciente de que algo pasaba en su mente y le aterraba la idea de entrar en una de sus visiones y ya no volver a la realidad. A veces olvidaba las cosas, pero a pesar de su longevidad seguía razonando de la misma forma que treinta años atrás. Le inquietaba pensar que inevitablemente perdería sus capacidades. Esos episodios eran cada vez más seguidos y a veces demasiado largos… Demasiado reales. La locura le aterraba más que cualquier otra cosa, incluso más que el abandono, pero inconscientemente la esperaba como a un invitado indeseado, el cuál llegaría inevitablemente; irreversiblemente. Era mejor decir que fue un “deja vu”. Era menos triste. De todas formas, un deja vu a su edad era más que justificable pues en sus 110 años de vida seguro que hizo de todo más de alguna vez. La sensación de «esto ya lo viví» era pan de cada día para quién ya lo vivió todo.

Laura lo miró con ternura y le entregó el regalo. Se quedó expectante, con sus enormes ojos azules clavados, para ver la reacción de Emanuel al abrirlo. Era un álbum de fotografías. Sonrió.

La joven lo rodeó con los brazos con brusquedad, provocándole un poco de dolor. Era la única persona que no lo trataba como si se fuera a quebrar al mínimo contacto, y eso lo animaba. Lo hacía sentir menos desvalido. La muchacha acompañó el abrazo con un típico «feliz cumpleaños» y le añadió un “vejestorio” con tono divertido.

Emanuel respondió a las palabras de la joven con una sonrisa forzada y desarticulada; no sabía cómo sentirse. No quería ser mal agradecido con la vida, que tantas oportunidades le había dado, pero hace más de 20 años que celebra el día de su nacimiento pensando que sería el último. Estaba seguro de que no sería exageración decir que tenía más edad que varias antigüedades de los museos contemporáneos. “No de todas, por suerte. Eso sí que estaría mal”. En su lejana juventud había tenido cinco hijos y tres hijas. Los varones fueron su orgullo y las pequeñas la mayor alegría de su vida, pero ya todos descansaban en la eternidad salvo su hijo menor, quién para ese entonces tenía 71 años. Quería ser agradecido, pero no sabía cómo sentirse. Fue bendecido con una vida larga y buena salud, pero sentía que hace mucho que tendría que haber partido. Ningún padre debiera vivir suficiente como para enterrar a sus hijos y él ya había enterrado a siete.

Cerca del mediodía, Álvaro, su anciano hijo, llegó con sus propios hijos y con los hijos de ellos. Le parecía increíble ver a Consuelo, la hermosa bebé hija del nieto mayor de su hijo. No estaba seguro de si había un nombre para el parentesco con ella. Demasiadas generaciones de distancia. De todas formas, seguía llevando su apellido, por lo que parentesco había incuestionablemente. Le resultaba extraño pensar que en algún momento Álvaro también fue un bebe que no dejaba de llorar y que demandaba el pecho de su madre el doble de lo que se suponía. Ver a su hijo menor vuelto un anciano era una de las cosas que lo hacían estremecer. Su niño estaba oculto por allí, en alguna parte entre las arrugas y los huesos desgastados. En ese momento era aún más frágil que de recién nacido y requería las mismas atenciones.

Los hijos de sus otros hijos ya fallecidos también llegaron a festejarlo. Algunos lo visitaban con frecuencia, pero a otros los veía solo en ocasiones especiales.

La amplia casa solía ser silenciosa y solitaria. “Esta casa es demasiado grande. Siento que un día me perderé dentro”, solía quejarse su madre. Su padre sonreía con el entrecejo fruncido y le respondía: “esa es la idea”. Pensar que alguna vez tuvo un padre o un abuelo le parecía burdo e irrisorio. Esas épocas en blanco y negro eran lejanas hasta para el recuerdo. Pensándolo bien, esa casa siempre fue solitaria y silenciosa. Infinidad de años más tarde, era Laura quién se esmeraba por rellenar los vacíos con risas, largas conversaciones y música, mucha música, pero sus estudios ocupaban gran parte de su tiempo por lo que la casa era mayormente gobernada por la soledad, los recuerdos y los fantasmas, aunque tal vez los dos últimos eran la misma cosa. Ese día, sin embargo, la casa estaba llena. Sus nietos reían alrededor de la parrilla. Los hijos de estos corrían sin control y jugaban a descubrir misterios tras las puertas cerradas. Y pensar que toda aquella multitud había nacido de él. Sabía que entre sus descendientes había toda clase de gente: políticos, misioneros, ingenieros, bailarinas, pastores, un par de empresarios, un cantante, dos actrices y hasta sabía que uno de sus nietos venía recién saliendo de la cárcel. Habían intentado ocultárselo, pero las cosas siempre se terminan sabiendo, de una forma u otra. También sabía de la mala reputación de una de sus nietas. ¿Quién lo pensaría de quién en algún momento fue una tan dulce niña? Y ahí estaban todos, sentados a la misma mesa. Luchó por contener las lágrimas, pero no lo consiguió. Sintió la lluvia brotar cálida por sus mejillas. Siempre se esforzaba para no llorar frente a su familia y no lo hacía por orgullo como solían criticarle. Ese “orgullo”, si es que algún día lo tuvo, había muerto ya hacía mucho, en la medida en que su cuerpo se deterioraba y sus fuerzas mermaban; si contenía las lágrimas era porque cada vez que se quebraba, fuera cual fuera la razón, todos armaban un caos y lo atendían como si fuera un enfermo terminal en sus últimos segundos. Le molestaba ser una constante preocupación para todos. Le molestaba ser una vida frágil que podría extinguirse en cualquier momento y le molestaba que, después de tantos años, todavía no pasaba. Le dolía ser una bomba de tiempo sin cronómetro. Sus lágrimas trajeron como consecuencia lo que se temía. «¿Que pasa papá?» Dijo la débil voz de su hijo, cargada de dolor y angustia. «¿Te sientes mal abuelo?», dijo una de sus nietas en un tono más cercano al grito que al diálogo. Laura corrió hacia Emanuel, y al verlo empezó a tranquilizar a los demás. «Me conoce más que toda esta gente». Se secó las mejillas con toda la brusquedad que le permitían sus brazos frágiles y dijo: «Estoy bien, estoy bien. Solo me emociona verlos a todos juntos… Solo me pregunto a cuántos de ustedes tendré que enterrar antes de partir». Se hizo un profundo silencio que se rompió segundos después, cuando los sollozos empezaron a llenar la habitación. ¿Qué había dicho? O ¿por qué había dicho eso? ¿Eso sentía? ¿Eso temía? Recorrió la habitación con la mirada. Exceptuando a los niños que eran demasiado pequeños para entender lo que sus palabras significaban, todos parecían consternados y lloraban reflexivos. Incluso Laura parecía de piedra, con la mirada perdida y sus ojos llenos de lágrimas que no dejaban de salir. Muchas veces la vio llorar, pero nunca de esa forma.

No era la primera vez que arruinaba una reunión familiar. Había amado a su esposa con todo el corazón, pero eso no había impedido que se portara como un idiota en más de alguna ocasión. Con los años había aprendido que sin importar qué fuera lo que arruinaba el momento, el resultado siempre era el mismo: lágrimas, ceños fruncidos, silencios largos e incómodos, cabezas inclinadas, miradas perdidas… Todo eso volvía a estar presente en la mesa que, a esas alturas, le parecía milenaria. Definitivamente había arruinado todo. Le sorprendió que una de sus nietas menores fuera la que rompiera el silencio. Entre sollozos y con torpeza, Mónica reprendió a su abuelo por sus palabras. Le dijo que todos estaban felices de tenerlo y que esperaban poder compartir con él ojalá otros diez años. Emanuel la abrazó con ternura mientras un pequeño de pelo marrón se aferraba a la pierna de su madre, totalmente desentendido de la realidad. No quería ni pensar en otros diez años…

Aunque disfrutó la compañía familiar, el día se le hizo extremadamente largo. Luego de su escena, y con la comida, los ánimos se volvieron a calmar y las risas y conversaciones volvieron a inundar la casa. Lo hicieron reír un buen poco. Pudo interactuar con los recién nacidos y abrazar a su hijo cada tanto. Sentado en el antiquísimo sitial de madera fina y cuero negro, vio a uno de sus nietos intentando coquetear con Laura, pero para su diversión, ella parecía naturalmente desinteresada. «Chica lista, mereces alguien mejor que ese mimado perezoso». Desde el mismo lugar vio cómo una de las pequeñas volteó una mesa y quebró un antiguo jarrón de porcelana. Siempre le desagradó esa antigüedad y se preguntaba por qué no lo había quebrado él mismo antes. Tal vez porque fue un regalo. “¿Cómo podemos llegar a aferrarnos tanto, incluso a esas cosas que nos molestan?”, meditó. Comenzó a hacer una lista mental de cosas que rompería con sus propias manos apenas estuviera en su acostumbrada soledad, mientras que la niña, cargada de culpa, lloraba mirando a Emanuel esperando una reprensión que nunca llegó.

Ya caída la noche, Laura comenzó a despachar a los invitados. Emanuel necesitaba descansar y no podría hacerlo hasta que la casa estuviera silenciosa y vacía.

Esta noche me quedarédijo la muchacha.

Hace meses que te quedas en tu día librerespondió el viejo.

Intentó ponerse en pie, pero sus rodillas temblaron agresivamente y terminó en el suelo. La cabeza le daba vueltas y el corazón le ardía en el pecho mientras latía a un ritmo desproporcionado. Laura no se dejó gobernar por la desesperación. En lugar de ello, lo cargó como pudo y lo recostó en su cama. A esa edad, los médicos ya no estaban dispuestos a ir a atenderlo. Aunque no lo decían directamente, habían dejado bien en claro que creían que Emanuel ya estaba fuera de tiempo. «Hoy sería un gran día para partir», le dijo. Ella respondió con lágrimas silenciosas. La respiración agitada del anciano parecía no satisfacer sus pulmones malogrados.

No llames a nadie por favor. No llames a nadie hasta que estés segura de que partí. Y esta casa… Es tuya. Ya sabes dónde están los documentos.

No diga nada. Sólo descanse. Mañana se sentirá mejor.

Antes de poder responder otra cosa, se dejó llevar. Luego, todo fue negro.

Recorrió un pasillo desconocido, pero que extrañamente le producía nostalgia. Consuelo, la menor de sus hijas, lo estaba esperando. Tenía una pequeña caja dorada en sus manos y de ellas salía música que asociaba con recuerdos de muchos años atrás; un tango que sonaba al ritmo de la melancolía de su propio corazón.

¿Los demás están aquí?preguntó el anciano.

¿Aquí donde?respondió ella, con la risa irónica y burlista que la caracterizaban.

Entonces se vio frente al mar. Su hija estaba con el agua hasta el cuello, y entre risas se dejaba llevar por olas que la revolvían de un lado para otro. Parecía un recuerdo, pero sabía que no lo era. Una de las cosas que nunca aprendió a hacer en su larga vida fue nadar, pero en ese momento lo hacía como un experto. Sentía que su propio cuerpo era parte de las olas. Desde algún lugar distante la música seguía sonando. Salió del agua totalmente seco y se recostó en la orilla. El peso de la ancianidad volvía a aplastarle las piernas. Entonces vio a su esposa, quien se acercaba sonriente vistiendo únicamente su larga cabellera. Era tan joven como el día que se casaron. Emanuel comenzó a llorar de inmediato sin poder contenerse y ella se acercó sigilosa, como si el resto del mundo durmiera alrededor. Lo abrazó con delicadeza y acarició su escaso cabello con unos dedos llenos de ternura y fragilidad. Emanuel se disculpó. No estaba seguro de por qué, pero sentía la necesidad de hacerlo. Entonces escuchó un golpe. Al abrir los ojos se encontró en una habitación completamente oscura. Alguien golpeaba una puerta del otro lado. Siguió el sonido a ciegas, buscó la manilla de la puerta y la abrió para encontrarse de frente con un par de niños, hijos de uno de sus nietos, que jugaban a encontrar fantasmas tras las puertas cerradas de la enorme casa. Se vio a sí mismo llorando, vio a Laura petrificada y bañada en lágrimas y vio a su familia rodearlo en un semicírculo. Álvaro se apretaba el pecho con dolor ante los cuidados de una de sus hijas. Los pequeños siguieron abriendo puertas, como si él no existiera. Pensó que eran los peores buscadores de fantasmas que existen, pues lo tenían de frente y no lo notaron. Se sentó en el suelo, luego se recostó y finalmente cerró los ojos.

El sonido de una alarma lo sacó de su sueño. Abrió los ojos, dio un vistazo rápido a su habitación y los volvió a cerrar. La noche anterior se sentía tan cansado y dolorido que pensó que no volvería a despertar, pero ahí estaba otra vez, aparentemente sano. Buscó en su cabeza y los recuerdos aún estaban allí. La opresión en el pecho y la dificultad para respirar, en cambio, se habían ido.

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