Sí hay algo que me indigna es la subestimación a los adolescentes. Lo detesto. He conocido a muchos jóvenes con opiniones muy bien fundamentadas, con sentimientos que notaba no eran hormonas, abiertos a la diversidad como muy pocos adultos.
Laura es parte de esos jóvenes. Rotunda fan de la boyband del momento, enamorada de su vecino, eligiendo que fotos subirá a Instagram, preocupada por quién ve sus historias. Patrón bastante común en los adolescentes, y aún así la admiro. No son estas actitudes lo que me hace admirarla; es su manera de pensar lo que sobresale de ella. Cosas que a su edad no le daba importancia. No podía llevarle la contraria a mis profesores para defender mi postura, y cuando lo hacía era a ciegas. Intenté justificarme preguntándome, “¿qué se podría esperar de una adolescente de 14 años influencia por la opinión popular?”. Laura me demostró que mucho.
Crecí. Gracias a la vida crecí. De estatura y de mente. Ya no baso mis pensamientos en diálogos de Los Simpson, mi opinión dejó de ser el centro del universo. Tuve que chocar con la espantosa realidad para abrir mi mente. No soy quién se está desangrando, es el mundo. Tuve que escuchar, ver, saborear la sangre que se escurre día a día; ya no era mi sangre la que fluía por discutir con mi madre, era la sangre del niño de Argentina con tuberculosis, era la de la mujer mutilada en África, la de aquel periodista estadounidense decapitado, la que goteaba del cuerpo de un gorila baleado. Y me cuestiono por haber descubierto esta realidad tan tarde, por creerla cuando la sangre ya estaba seca y siendo cubierta con opiniones de ignorantes antipáticos. Me cuestiono por haber formado parte de esa multitud, por haber dudado que el niño no tenía acceso a medicamentos, negar que esa mujer no podría tener sexo por placer, ver la espada en la yugular de ese hombre y asegurar que no eran capaces, ver el arma a punto de ser disparada y creer que era de juguete.
Y a mi vida llega Laura. Ella gritó, me animó a gritar. Comenzó a bailar, le seguí el ritmo. Sostuvo carteles, yo los que le sobraban. Estaba en frente de todos, me paré a su lado. Cuestionaron su empatía, sentí celos de que la sintiera antes que yo. La quisieron denigrar, me indigné. Estaba rodeada de personas que no le aportaban a su bondad, sentí pena por ella. Lloró porque vio a su madre sufrir, a su hermana pasar peligro; lloró por los inocentes que mueren de manera indiscriminada y por los profesores que la obligaron a callarse. Lloré porque era la realidad, y la abracé. Mente de heroína, lágrimas de niña.
No puedo, no debo subestimarla. No es sus calificaciones, no es a quién admira, no es “impulsos hormonales”, no es su manera de vestir ni la escuela a la que va. No es su hermana, ni de quién está enamorada.
No puedo, no debo subestimarla. Ella es sus gritos, su forma de bailar sin importar qué, los carteles que sostiene, la valentía de opinar aunque sea criticada. Es su empatía y sus lágrimas. Es parte del grupo de adolescentes que lloran, pero no dejan de gritar. Es quién hubiera deseado ser con 14 años.
Gracias, Laura. Llora sabiendo que no voy a soltar tu mano, conciente de que la sostengo porque tú tomaste la mía en un primer instante. Gracias.
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