La leyenda de los eoeses

La leyenda de los eoeses

Ramiro Guzmán

20/12/2018

La Huida

Érase una vez un señor llamado Claudio Fernández que enfurecía por cualquier cosa.

Un día sus útiles se reunieron y planearon la fuga:

-Huyamos-dijo la goma de borrar.

-Hasta nos dice «útiles escolares»… -dijo la lapicera.

-Y si es un escolar -interrumpió el lápiz.

-¡Ah! ¡Si ya lo olvidaba! – exclamó la lapicera.

-A pesar de su edad y barba sigue siendo un escolar -pensó la goma de pegar que siempre se había fijado en la barba del señor Claudio Fernández.

Luego de palabra que va, palabra que viene, decidieron huir.

Así que el otro día de madrugada, se levantaron y huyeron.

Pero desafortunadamente para ellos el señor Fernández los escuchó y salió disparando tras ellos.

Cuando ya los iba a agarrar, el sacapuntas le sacó punta a la nariz del pobre señor Fernández que gritó como un loco.

Pero lamentablemente el señor no tardó en recuperarse, y tomó el lápiz.

Pero inteligentemente, la tijera que el señor Fernández utilizaba para su escuela le amenazó con cortarle la mano y el señor Fernández se estremeció.

Entonces tiró el lápiz, y éste cayó rompiéndose la punta.

La lapicera enfurecida le pintó la cara y luego huyó de la casa con los demás útiles.

El señor Fernández los persiguió olvidándose de su cara pintada e hizo el papelón del siglo por la calle.

Pero para el señor Fernández eso no fue lo peor, lo peor para él fue que quedó en ridículo con sus amigos y fue todavía más su sufrimiento porque sus útiles habían huido a la isla misteriosa donde eran muy felices.

La experiencia de una vela

La vela grande y chica hablaba con la chica y grande.

– Para mañana anunciaron apagón por esta zona – dijo la vela grande de edad y chica de tamaño.

– ¿Y a nosotras, qué nos importa?

-Nos importa mucho hija querida – repuso la otra.

– ¿Y por qué? – Preguntó incrédula la joven.

– Porque cuando hay apagón los hombres no ven y cuando no ven prenden fuego nuestras cabezas para ver – dijo la otra.

– Entonces en invierno debe ser muy lindo que haya apagón – dijo alegrándose la de corta edad.

– No, porque también arde nuestro cuerpo y poco a poco nos vamos achicando hasta morir.

– ¡¿Entonces cuando usted era joven también era alta como yo?!

-Sí mi querida. ¿Ves cuán terrible es que haya apagón?

No obtuvo respuesta. Ambas se quedaron en silencio, una esperando empezar a envejecer y la otra esperando la muerte.

Burocracia

Una luz amarilla a las cuatro de la tarde es un paisaje otoñal.

Un juzgado en plena Ciudad Vieja, es un paisaje otoñal.

¿Cómo negar entonces el derecho es un triste y rutinario pedazo de otoño?

Montones de papeles olvidados en armazones endebles.

Vestidos y trajes que desfilan sin cara.

Archivos sin alma, papeles vacíos: carentes de esencia, de Dios, de sentido.

Papeles que al principio fueron más que papeles.

Papeles, solamente papeles.

Y en esa jaula sin rejas ignora la claustrofobia,

una mujer que atiende tomando una Coca-cola.

Enojada sin porqué pues ya perdió la memoria,

no diferencia siquiera lo que es un rico de un pobre;

ni se pregunta si a él: ¿le dolerá que lo sobren?

Tuvo una noche inspirada en la cual soñó con un niño.

Su padre y su madre tiraban de él a punto de partirlo.

Y Salomón era ella, ella guardando su archivo.

También un juez más arriba que descansa dormido.

El chiquilín se partía y ella fumaba un cigarro.

Las dos mitades yacían cuando despertó gritando.

Y aquella tarde de otoño en que regresó al archivo

vio aquel millón de papeles: millón de niños partidos.

Mar

El agua está turbia, revuelta, desprolija.

El aire de reserva se acaba, el mar ya no es mar, sólo es agua, prisión.

El mar es más que nunca el mar, inmenso hasta lo eterno.

Ya no hay más aire pero el buzo no muere: es como si estuviera respirando agua.

En vez de nadar, vuela; vuela en el mar.

Ahogado o no, el muerto vive.

Se mueve hacia todos lados, hacia ninguna parte.

El marrón se hace gris, y el gris paisaje.

Cerca, muy cerca del buzo arde una hoguera; fuego, fuego en el mar.

Algún que otro tiburoncito aletea alrededor de ese fuego.

Llegan ahora montones de peces.

Más que peces debería decir colores: montones de colores con forma de peces.

El muerto, el vivo que se cree muerto, los mira como en un sueño: “deben de ser enviados de Dios”, piensa.

El chapoteo de las olas se ordena, y su andar suave también.

Lo que nace es música.

Música del mar, distinta de todas las músicas que el buzo ha oído.

Es el momento de la danza, danza ritual que como todos los ritos, guarda para los extraños algo de mágica e inexplicable, para los superfluos ridículos, para los miedosos tenebrosos.

Los peces son olas verticales que van y vienen, de la cabeza a la cola, de la cola a la cabeza.

Como un corazón que bombea sinuosamente, que se abre y se cierra despacito, una traslúcida burbuja surge.

Dentro de ella, ingrávido mas reinante, un dorado pez baila. La figura se aclara y a su costado, cual de la nada emana, soberbia y altiva, callada, por sobre todas las cosas callada aunque la música habría tapado su voz, una hermosísima mujer, rubia.

Pez y humano se abrazan.

La música cesa y la burbuja se hace nube.

Esfumada la fumarola, una sirena se ve.

Un par de metros más atrás, una mujer pescadocéfala yace.

La sirena se le acerca y la besa; un mujermembrado pez vive.

En la costa, la operación rescate comienza.

Vanamente: seis horas después, el buzo regresó por sí mismo.

Ya en la arena, el hombre levantó la mirada para conversar con el horizonte.

Y se quedaron solos, por un instante, el buzo y el mar.

Playboy

Metáforas y Paradoja

(No apto para menores de 18 años)

Salió por la ventana del cuarto, saltó el muro blanco, hurgó entre las hortalizas de la casa vecina y encontró la Playboy de páginas viejas y raídas y ya mil veces pasadas, pero que todavía valdría muchas pajas.

La tomó y corrió a refugiarse en el baño. Se sentó en el inodoro blanco para entregarse masoquista a aquel castigo sensual.

Abrió la revista y comenzó…

«¡Ay! Bella flor perfumada,

tus bracitos dos víboras,

un verano tu mirada.

¡Ay! Pedazo de infierno en el cielo;

tu lengua deja tus labios como un príncipe su imperio

al partir a la conquista para volver con más reinos.

¡Ay! Placer del futuro y del pasado;

sin lugar, sin cuerpo, sin alma

siento tu cuerpo a mi lado.

Tu hombrito cálido al aire y

su lunarcito divino;

tu boca invade mi boca para robarme el destino:

tendré que tener cuidado

sin saber de qué me cuido.

Sentir tu pecho tan suave y sin embargo agresivo;

estar adentro de ti ya casi en pleno delirio;

no saber acompañar tu movimiento continuo,

y el goce desesperado: ahora sí, ¡llegué al empíreo!

De barro somos y al barro volveremos.

De papel eras y al papel volviste;

falsa diosa, ídola blanca,

¡qué fácil me enloqueciste!

Se lavó pensando sabe Dios qué cosa.

Quizás sí se imaginaba que del otro lado del océano, otro chico como él disfrutaba la compañía de la misma mujer, en la misma foto.

Lo que ninguno de los dos supo jamás es que en la cama doble de un lujoso hotel parisino, abrazando a un hombre sin nombre ni apellido, una hermosísima rubia yacía silenciosa, desesperadamente sola.

El indio

– Vote “NO”.

La voz era casi un susurro, pues temía a los oídos peligrosos.

La peatonal estaba llena de paseantes que caminaban de memoria.

Dos por tres, nuestra marcha se detenía para arrimarle una moneda a algún lisiado, escuchar a algún demagogo sin carisma o, cuando no, para mirarle el culo a una mujer.

No faltaba tampoco algún buscavidas ofreciendo cambio negro. Enterré sin querer mi pie derecho en el cuadradito de tierra que sostenía a un árbol joven y la reja cilíndrica y blancoherrumbrosa que lo protegía.

Eran alamedas recién plantadas, espaciadas por unos cuatro metros.

Unas pequeñas baldosas rectangulares cuyo largo duplicaba a su ancho, teñían el piso de gris oscuro.

En los bancos verdes yacía algún personaje melancólico, amputado de un tango.

Los quioscos también verdes ofrecían revistas viejas y diarios.

Las lámparas verdes descansaban aguardando la noche. En fin, el hollín gris y las verdes montañas pintaban aquella ciudad.

Y así, abriéndonos paso entre caras aindiadas de noble y honestísima humildad, llegamos a la Catedral: era un edificio añejo, con ese tinte amarillento que cuenta los años.

En su puerta una señora mendigaba desde su silla de ruedas.

Le dimos solemnemente tres piezas de cobre que recibió con efusividad exagerada.

Ya estábamos entrando al templo cuando el repiqueteo de un tambor nos retuvo.

Nos acercamos y entreveramos entre el auditorio espontáneo que integraban unas cincuenta personas.

Era un bombo con lonjas de acrílico transparente.

Calculé su diámetro en sesenta centímetros.

Lo cargaba sobre su espalda y lo percutía empuñando hacia atrás dos palos apenas pulidos, un niño.

Diezañero, indio sin duda.

Vestía una remera roja y un vaquero gastado de ningún color o de todos ellos.

Al lado suyo, otro, menor aún, hacía con un instrumento igual pero más chico esfuerzos que no prosperaban.

Sin embargo, el tañido se intensificó: ahora los pies del hombrecito bailaban, corrían y saltaban, dando al espectáculo una vehemencia soberbia.

Estaba volcado hacia delante para soportar mejor el peso.

Los golpes eran rápidos, nítidos y convincentes.

Aguantó uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, siete minutos así.

Cambiando de melodía, pero sin jamás detenerse.

Se incorporó de golpe con la misma agilidad con que había bailado, apoyó el bombo en el suelo y se dispuso a pasar su cajita de zapatos.

A la hora de los pesos, obviamente, muchos huyeron.

Pese a esto, los que gratificaron fueron unos cuantitos.

Nosotros no teníamos más plata.

Olvidándonos de la iglesia, nos alejábamos lentamente, pensativos.

No habíamos caminado una cuadra cuando un tamborileo lejano invadió nuestros tímpanos.

El Tachero

El mismo parabrisas le mostraba las mismas calles de la misma ciudad.

Antes, le había gustado manejar.

-Pá ganarse unos pesos.

Pero de a poco, el mundo se le fue alejando

Asfalto… asfalto.

Los pasajeros cambiaban, pero siempre serían pasajeros, nada más

De joven, si no había trabajo se levantaba alguna puta ¡¿Pero ahora…

«Su» volante y «su» taxi estaban ahí, él no.

Él, la estaba amando en alguna cama.

O jugando con el hijo, que hacía doce años no lo visitaba.

-Venga. Papá le va a enseñar a patear la pelota.

-Lléveme a Dieciocho y Yí.

Manejaba, ¿Manejaba?, Sólo Dios lo sabía.

Discutían ahora, él y ella, por asuntos de plata. Se querían mucho, pero los sueldos no alcanzaban. Era domingo; bajo el cielo azul, los gritos crecían…

-A Rambla Gandhi y Joaquín Núñez, por favor.

-Así no podemos seguir.

El día que lo asaltaron llovía

-Zamora y Duarte -le dijeron.

Eran dos, el más joven sacó una navaja y le pinchó el brazo.

-Cuidado con lo que hacés, vejete. Que te podés morir. ¿No te enteraste del que apareció allá en el puerto? Lo maté yo.

Su mano les dio el dinero.

Justo llevaba el sueldo del mes.

Ellos se rieron, amenazaron otro rato y se fueron.

Sintió que una lágrima le deshilvanaba la mejilla.

¿Podría comer ese mes?

¿Se lo creería el jefe?

¿Sería jodido el pinchazo? No.

Simplemente ella acababa de dejarlo.

El solo

No sé en qué parte de la Tierra ni de qué milenio futuro narro.

Lo cierto es que un tipo caminará solo por un mundo completamente inanimado.

Todo menos él será objeto.

No soplará el viento ni se moverán las aguas; no cantarán los pájaros ni bailarán las niñas.

Los seres: momias.

La existencia yacerá cataléptica, muerta.

Y en medio de todo esto, «mi» vagabundo rogará por la más nimia compañía, por el más insignificante sonido.

Ya medio loco el hombre saltará y gritará entre caras estáticas que no lo oirán.

Las escupirá, las golpeará, pero nada. La quietud parecerá eterna; el silencio irrompible.

Más un día, en menos de un segundo, todo estallará.

La civilización seguirá corriendo sin saber que una vez paró.

Altísimas velocidades volverán a ser desarrolladas: miles y miles de kilómetros por hora.

Los ruidos serán constantes; nada ni nadie se detendrá.

Entonces nuestro hombre buscará:

-Señor…

-¡Señora!

-¡Oiga…!

-¡Por favor escu…!

-¡Alguien que me tenga en cuenta, que me hable!

Y cada vez más loco, el sujeto seguirá solo como antes, en silencio…

Porque silencio es el ruido cuando no se le escucha, porque es quietud el movimiento cuando no se detiene, porque en rutina se transforma todo lo que es siempre.

Lejanía

Agachó su cabeza para oír mejor su música: un ruido extasiante que sólo falsamente lo saciaba.

Dicen que hay quienes beben para olvidar que son borrachos; pues él tocaba música para olvidar que era un artista que se evadía en la sensibilidad de su creación para ignorar sus ansias de éxito.

El público prepotente, saltaba enloquecido.

Ese público que lo aplaudía y lo amaba, que lo idolatraba ya casi sin saber por qué.

Y todos los ídolos están lejos.

Era un ermitaño sin paz, sin soledad ni compañía.

Pero eso sí: después de esa noche, nunca más.

Hoy se despedía.

¡Qué amplificadores!

Su voz retumbaba mejor que nunca.

Realmente, el espectáculo impresionaba.

Lo malo era que sólo fuera un espectáculo.

El pueblo, pan y circo.

El artista, caviar en el circo.

-¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!

Sería su última canción.

¿Después…?

A los cuarenta y seis años, se creía un viejo.

Pensaba en el nieto que le daría el hijo que nunca había tenido.

Soñaba que el niñito lo admiraba y se enojaba por eso.

Trató de imaginar un nieto que no lo admirara y vio un niño sin ternura de niño, que ya no era más su nieto.

La canción terminaba.

Nostalgia: el último aplauso reunió en su memoria todos los anteriores.

Lágrimas.

De vuelta en un hotel 5 estrellas, vio el lujo lujuria.

Qué distinta era esa habitación de la que había soñado un bohemio de veinte años, que había aspirado llegar a los cincuenta, solo, recordando.

Pero qué iguales sentimientos; era la misma nostalgia que lo había abrazado veintisiete años atrás.

Sólo que antes, en vez de recordar, había inventado recuerdos.

Entonces se preguntó si había sido necesario vivir, para haber vivido.

Montevideo

Y las alas se agitan y pío pío los pajaritos y las mariposas multicolóricas revolotean airadamente y el pasto verde y los grillos y el pío de los pajaritos.

Más allá, la agonía; más aún, la muerte; y quizá más allá de la muerte, Dios; y quizá más allá de Dios, la vida.

Ahora… ¿todo esto se sucede en el tiempo o es tal vez un constante agonizar, un constante morir, un constante estar muerto y un constante estar vivo?

Para muchos, Montevideo es una ciudad triste. Más que triste yo diría nostálgica, melancólica: un viejo borracho en un boliche lúgubre del Barrio Sur.

Para otros Montevideo es un negocio, un Shopping Center en Pocitos lleno de luz y de gastos.

¡Y Montevideo puede ser tantas cosas!…

¡Y ser tantas cosas puede doler tanto…!

Acá y allá, poesía.

Acá y allá, mugre.

Acá y allá, aquello; acá y allá, lejos.

Domingo, Tristán Narvaja y una viejita tejiendo.

Rosas en los rosales, de otros jardines, de otros pueblos.

Mistificación en la calle, la anarquía y los bohemios; la lata del que renguea, del vagabundo y del ciego.

Y las alas se agitan y pío pío los pajaritos y las mariposas multicolóricas revolotean airadamente y el pasto verde y los grillos y el pío pío de los pajaritos.

Mirar tu sol, tu cielo; los edificios del Banco Hipotecario allá en el Prado, las canchitas de Punta Carretas, mirarte. Monte sexto dirección este oeste, mirarte.

Mirarte y describir libremente una mateada en el Estadio y enronquecerme gritando un hermoso gol que aún no ha sido. Caminando tus veredas descubrí amor y muerte,

Europa y filosofía, remordimientos y llantos, realidad y fantasía.

Y siempre era la última vez que te veía.

Siempre había vivido en ti, lo que no viví.

¡Querría eternamente revivir este momento en que nada se parece más a mi buen rock, que tu buen tango!

Pero también querría no revivirlo jamás.

Me pregunto Montevideo, por qué vos y yo nos parecemos tanto…

Y las alas se agitan y pío pío los pajaritos y las mariposas multicolóricas revolotean airadamente y el pasto verde y los grillos y el pío pío de los pajaritos.

Ensayo del desconcierto

Los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses, los años, la vida, quizá la propia muerte transcurra así: mis segundos, mis minutos, mis horas, mis días, mis meses, mis años, mi vida, mi muerte.

Un conjunto de ideas que se suman en una dulzura triste y amarga como el aliento de un llanto, tan divina como una endiosada mujer que no existe.

Una creciente nostalgia de antaño, del ayer lejano, simplemente de ayer, de recién, de ahora, de mañana, del mañana..; una nostalgia conocida que muchas veces jamás fue.

Hoy como nunca, mis lágrimas azules empapan la hoja seca; hoy como nunca, escribo para convencerme que todo es un sueño y poder creer entonces en esta falsa realidad.

Hoy narro sobre sólo un personaje, perdón, sobre un montón de personajes que tal vez seamos una sola persona.

Hoy trasmito innumerables sentimientos incomprensibles -para comprenderme a mí es indispensable ser yo y sé que no me comprendo-.

Hoy pido ayuda a la tinta para fugarme de mi alma, de mi mente y de mi corazón por un instante, o sea que estaré ahora más que nunca en ellos.

¡Cómo desearía ser dos para vivir acompañado!

¡Cómo odiaría ser todo e ignorar la ignorancia, por lo tanto la curiosidad, por lo tanto el amor, por lo tanto todo!

Y buscando salir de este laberinto, gesto estas palabras que me sumergen más aún en él.

Lo indago inconscientemente y cada vez veo menos.

Quiero retroceder y avanzo, con el temor tremendo de aprender demasiado, con la convicción tranquilizadora de que jamás se acaban los misterios.

Todavía prosigo hacia adentro, hacia adentro…. hasta que una luz me encandila.

Acostumbro despacio mis ojos a ella: ya estoy pariendo otros personajes de otra historia, casi un cuento.

Vivirán en mí -ahí-, sin que yo termine de entenderlos, porque no soy ellos.

Me acompañarán de pronto sin conocerme y aliviarán mi insufrible claustrofobia, que al fin y al cabo no es más que un vulgar y vano egocentrismo.

Cremación

Un ángel vino a buscarme y desperté, esta mañana.

Lo miré:

miraba el cielo y me miraba; y lloraba.

Y lloraba yo cuando él lloraba,

y ahora recuerdo: también el cielo lloraba.

E irán sacando los huesos de recóndita tumba

como si fueran versos de la muerte.

Y besaré las alas de los invisibles ángeles,

como quien besa a una mujer en sueños.

Y no sabré si es verdad que ya estoy muerto;

y no sabrán si es verdad que no lo estoy.

Y conjugaré en pretérito y los llamaré en pasado:

los llamaba en silencio

y sin hablar me mirarán llorando

y sin estar con ellos los veré llorando

y no podré llorar.


Lo ambiguo

Entre persiana y persiana

-ambas persianas cerradas-

se guarda entre los silencios el verso del que callaba.

Se guarda –entre tantas cosas-

un camino entre otros tantos;

se guarda viento en discordia,

libertad y desencanto.

Los mitos de los escépticos

que creen como en nada en todo,

las mujeres más bonitas,

los ojos de Cuasimodo,

son como entre mar y mar

es el fuego y son las llamas:

entre persiana y persiana todo,

más allá de las persianas, nada.

¿Y nada cómo que es nada, desde el momento en que es “nada”?

Entre persiana y persiana –ambas persianas cerradas-,

un hombre mira hacia fuera como mirando nada.

La nada que no contesta,

la nada siempre callada,

la nada que se transforma

y entre persiana y persiana

para el de adentro lo es todo,

para el de afuera no es nada.


Paradoja

Hoy es miércoles, mañana será jueves, pasado viernes…

¿Cómo evitarlo?.

El sol es el sol, la luna es la luna; mas…

¿Cómo evitar que cante el ruiseñor de los ensueños?

Entonces, ¿Cómo lograr que hoy sea miércoles, mañana jueves y pasado viernes?


Y se va y se va y se va

Y de la máquina como del viento, se va.

Vuela y sobrevuela algún pájaro este verso.

Y, como la máquina del tiempo, lo escribe y se va.

Y se va y se va y se va.

Y se va y se va y no se está yendo: ya se fue.


En un trono de tinta

Donde el aire es una mezcla de gases lacrimógenos.

Cubierta por frazadas gringas

y extranjeros platos dormías sin soñar.

Y dormida eras el rostro del candor.

En un pueblerino jardín de colores.

Donde es cierta y no escrita esta poesía

cincelada por tu propia esfinge vives.

Y viva sos el sueño del candor.


Papá Noel y los siete enanitos

Yo había tenido muchísimo trabajo para aquella navidad y fue por eso que llegué tarde.

Tuve que atravesar todo el bosque: árboles verdes mezclados con plantas verdes que cubrían al pasto verde.

Estaba cansado y casi renuncio, pero gracias a Dios insistí.

Con la noción del tiempo, había perdido mis esperanzas.

El cielo verde me agobiaba.

Se me rompió la brújula, se apagó mi linterna y me di por muerto.

Corrí desesperado, guiado por una mano a la que no veía ni palpaba pero que estoy seguro, estuvo allí.

Choqué de lleno contra un tronco y caí.

Me levantaba cuando vi una hermosa casita con tejas rojas y paredes blancas, adornadas en sus bases por rodajas de piedra grises colocadas a modo de zócalo alto.

Un precioso farol iluminaba su frente.

En mi precipitación me dirigía a la puerta cuando recordé mi misión.

Hice pie en el borde de una ventana y subí al techo: había que cumplir con las costumbres y entrar por la chimenea.

Hurgué en mis bolsillos hasta encontrar la lista: siete regalos; eran justo los que me quedaban.

Todo estaba bien, pero aquel no era el olor de mi rutina y yo presentía algo.

No había nada frágil, así que tiré la bolsa para luego hundir mis pies en el vacío.

Apoyé las manos con fuerza y me dejé caer de a poco; ¡ya estaba!

Fue entonces que comprendí que había llegado tarde, o quizá se madrugaba demasiado en esa casa: siete enanos me miraban.

Los examiné uno por uno.

El primero era totalmente amorfo.

Costaba compararlo con un ser humano, aunque no dudé que lo fuera.

Hoy me avergüenzo de decirlo, pero en ese momento, me inspiró miedo.

El segundo era la antítesis.

Parecía un muñequito de porcelana tenía el cabello rubio y rizado y los ojos marrones y brillantes.

Sus cachetes pícaros se sonrosaban maravillados de su propia sonrisa.

Si calcularle la edad a un enano es de por sí medio imposible, calculársela a éste, lo era del todo.

El tercero se me antojó un pirata en miniatura, ya que la rudeza de sus gestos, de su barba negra y sobre todo sus ojos vacíos, denunciaban una virilidad excesiva.

Sólo le faltaba un garfio, un parche, o tal vez, una pata de palo.

El cuarto se pintaba los labios y los párpados.

Más aún, desconfío de la autenticidad de sus cejas.

A no ser por sus piernas velludas, habría jurado que era una mujer.

El quinto tenía una túnica griega, blanca.

Usaba anteojos de líneas negras a través de las cuales contemplaba solemne.

El sexto era ciego.

Sin embargo, me estaba viendo y yo lo sabía.

Es más: tuve la rarísima impresión que me conocía mejor que yo mismo.

Me sentí hijo suyo sin saber por qué.

Mirándolo fui más denso, más palpable que nunca.

El séptimo, a diferencia de todos, no se había parado, y seguía sentado en su sillita verde, desayunando en su mesita redonda, de madera.

El primero que osó abrir la boca fue el feo: «Papá Noel» me identificó.

Yo debía haber huido – tengo terminantemente prohibido que me vean – pero la sed me acababa y les pedía agua.

– Por favor – les dije – yo no debo ser visto. Denme una jarra de agua y me voy.

– Te la daremos, te la daremos – accedió el amorfo.

– Pero con una condición – negoció el de la túnica: antes de partir, tú responderás una pregunta a cada uno de nosotros. Titubeé, hasta que cedí. Nunca me habían reporteado y tanta gente a mi alrededor me cohibía.

Vino la primera pregunta.

Era del feo:

– Papá Noel; ¿por qué me temes?

– No; yo no te temo. Tú temiste que yo te temiera al verte.

– Papá Noel: ¿quién es el más lindo de nosotros siete?

Me molestó la pregunta pero respondí la verdad:

– Tú.

El tercero permanecía callado, por eso el de la túnica mandó:

– Tu turno, Macho.

– ¿Por qué el año que viene no nos regalas siete mujeres?

– Yo regalo objetos, no seres. A ti, ¿te gustaría que te regalaran?

– Ahora tú Rosa.

– ¿Por qué siempre me traes regalos para hombres? Porque no sabía que eras afemina… ejem, que eras una mujer.

Era el turno del sabio.

Me miró pensativo y susurró:

– ¿Cómo haces para recorrer el mundo entero en una sola noche?

– Sólo Dios lo sabe. Yo no lo sé. Si supieras con que facilidad me pierdo. Y siempre llego a destino…

– A ti, Soñador – murmuró el quinto.

Me sentí mejor que nunca. Con un vigor íntimo que jamás había tenido. Entonces el cieguito preguntó:

Papá Noel, ¿tú eres mi padre?

– Es curioso; yo al contrario creo ser tu hijo.

– Tú, Realista – ordenó el sabio.

No hubo respuesta, ni pregunta.

El séptimo enano miraba absorto como sus seis hermanos hablaban con el vacío.

Sentí que me diluía hasta desaparecer.

Perdí toda noción de mí mismo y la recuperé recién afuera, otra vez en el bosque.


La vaca tuerta

Aquella tarde en la Boyada, mientras arreábamos el ganado, todos me gritaban.

Yo estaba distraído, en otra cosa: estaba inventando un cuento.

Ese cuento dice –dijo- más o menos así: «Era una tarde calurosa, llena de vida y de sol.

Las vacas iban y venían entre sus terneros, don Augusto y los perros que los mordían sin piedad.

Igual que ayer, igual que hoy, el regreso de las praderas iba incluido en el día como el almuerzo o la cena.

– Arre…, arreee.

– Vacá… vacá ihihihihi.

Los potentísimos gritos se perdían en el vacío del campo para ocupar su lugar en el tiempo como una figura inerte y repetida.

Las respuestas, menos contundentes, eran sin embargo bastante más francas, bastante más de ese segundo:

– Muhuhu, muhuhu…

Y el camino pasó, pasaba casi inadvertido.

Ya estaban otra vez encerradas…

Los hombres tenemos caras distintas, y voces que nos caracterizan; las vacas son todas iguales.

Unas más negras, otras más blancas, otras marrones, ¿cómo diferenciarlas?

Sin embargo ellos las diferenciaban: mal que bien todos habían invertido algunos pesos en ellas.

Todos excepto don Augusto.

Más él no sólo no las diferenciaba sino las individualizaba.

Llevaba en la mente con sus pocas palabras a medio pronunciar, la biografía de cada una.

De haber sabido él escribir -y las vacas leer- se habría llenado de oro.

Y esas biografías que empezaban juntas, que terminaban casi siempre de la misma manera, definían sin embargo las personalidades más diversas.

¿Cómo iba la pobre Juana a crear problemas con lo miedosa que era?

En cambio la Tuerta… pá ¡había que aguantarle las mañas a la Tuerta!

Augusto la había apodado La Reina de las Vacas.

Él ya lo había adelantado cuando nació con un ojo de menos:

-Es una señal. Esta no va a ser una vaca cualquiera.

Dios le había dado la razón.

Con sus escapadas imprevisibles, sus mugidos densos, su media mirada que lo cuestionaba todo, la Tuerta había librado de rutina a aquel trabajo.

Augusto se divertía, por eso llegó, íntimamente, a preferirla.

Pero sabía que el inevitable día también llegaría.

Muchas veces, durante varios años, él se lo había imaginado, aunque como a algo remoto: algo que iba a ocurrir tarde o temprano, nunca ya, entonces simplemente nunca.


El santuario abanderado

Hasta entonces había sido un tipo pacifista.

Es más: aún creo serlo.

Y fue en busca de paz que partí.

Ya que no podía dársela a mi país –mucho menos a la Tierra-, iría yo a ella.

En sueños, me habían hablado mucho de aquel lugar: era un planeta lejano, muy lejano…

A él sólo se llegaba librándose de todo pecado. Aunque…, el concepto de pecado es relativo…

Pero de todas formas, la pureza exigida era, para un pecador como yo y supongo que para cualquier humano, un imposible.

Sin embargo lo logré.

No me pregunten qué hice.

Debe de haber habido algún error.

Porque humanamente, hasta el amor más franco y profundo es viciado.

Viajé tres días entre las estrellas… ¿eran estrellas?, ¿fueron tres días?

Bueno las conjeturas no caben cuando uno se limita a narrar hechos.

Tal cual venía diciendo, viajé tres días entre las estrellas y llegué a Santa Armónica.

Pero… ¿se llamaría en castellano?; ¿y sería santa?

Yo lo oía en español y en español lo contaré.

¿Será el español el idioma de la paz?

¿O será el de la paz y de la guerra por ser simplemente mi idioma?

Y ya que estamos para las hipótesis: Armónica, por qué no podía ser judía, musulmana, mau – mau o… ¿yo qué sé?

Y si yo todavía hubiese sido ateo, ¿habría hecho ese viaje?

Santa Armónica, porque al fin y al cabo se llamaba Santa Armónica, es blanquísima.

Se parece a la Luna.

¿O no será que la Luna es el astro que mejor conozco?

Pero la Luna tiene cráteres y Santa Armónica es lisa.

Quizá se asemeja a la visión espontánea que me merece la luna; soy un tipo romántico, ¿soy un tipo romántico?

Parecida o no a la luna, Santa Armónica es blanca.

Y ahora que lo pienso de haber sido yo una dama, ella ¿no habría sido un santo?

En fin lo cierto es que Santa Armónica es -¿o era?- blanca.

Ni bien llegué a ese lugar (si es que acaso era un lugar), supe que estaba en un santuario.

Un santuario tranquilo, silencioso y dicharachero, amigo y hermano, padre y madre a la vez.

Una bandera uruguaya lo coronaba.

Lloré al verla

Flameaba; un viento inexistente la agitaba.

Porque el aire era quieto, tan quieto que imponía ritmo a cada paso, pues había que esforzarse para vencerlo.

La temperatura yacía: un número que ya no cambiaba, que ya no existía.

Si dijera que era un santuario hermoso, mentiría; si dijera que era un santuario saturado de bellezas repugnantes, mentiría; si dijera que era un edificio, que era algo, mentiría; más yo les juro que era un santuario.

La paz me esperaba ahí, ¿estaría?… y… ¿me estaría esperando?…

Los hombres que habitaban en Santa Armónica eran uruguayos de otro planeta.

Uruguayos distintos, pero eso sí: uruguayos.

Uruguayos verdaderos que sabe Dios si no eran ídolos.

Pero eran humanos

Tenían dos piernas, dos brazos, dos ojos, ¿tendrían dos ojos?.

¡Que coincidencia! Yo también tengo dos ojos.

¿Y si eran dioses auténticos? No, eran niños, niñas, hombres, mujeres.

Nada más.

Ni nada menos.

Andaban desnudos.

En Uruguay andamos vestidos.

¿Sería mi curiosidad sexual o…? ; quizá fueran seres primitivos.

¿Primitivos?

El tiempo allá no se percibía y todo lo que no se percibe, no existe.

Sin embargo para mi el tiempo existía. Yo lo había percibido, lo conocía.

Entonces, ¿cómo sé si ahí existía?

¿O será que la tortura constante de un reloj de cuarzo que jamás se detiene me hace idealizar su detención?

-¡Qué mujer más bonita!- su pensamiento era puro, libre de malicia.

El mío, aunque menos fino, fue mucho más humano; ¿y qué mérito es ése?

Era una rubia perfecta.

¡Qué extraño!, ahora la veo morocha.

Ahora se llama Fabiana, ¡es raro!

En aquel momento se llamó Roxana.

Fabiana –sí, Fabiana le queda mejor- era la novia del que había hablado.

¿La novia, la esposa o la amante?

Lo mismo da.

Lo que después me llamaría la atención, es que los otros hombres, incluso con novias feas (todos tenían mujer y todas tenían hombre), no parecían reparar en ella; o al menos, no de la manera en que yo lo hacía.

Era hermosa

Pero la palabra hermosa, la palabra perfecta (perfecta igual que ella), es demasiado tajante, demasiado brusca para describir la suavidad suave que aquella figura, que aquellos bracitos me inspiraban.

Porque después se los tocaría, si es que se los toqué una vez

Eran los antebrazos más lindos que parió Dios.

¿Qué? ¿Era hija de Dios? ¿Hermana de Jesús?

No, no lo creo y no me lo pregunto tampoco.

(¿No me lo pregunto?)

Al menos no me atrevo a confesar que me lo he preguntado.

Lo malo es que estuviera casada con el gordito ese: un pequeño infeliz que se empeñaba en ser mi amigo.

¡Ay! Cómo me hubiera gustado poder decir que él me odiaba, que me quería embrujar o algo así, pero tal vez sea esto lo único que estoy seguro es cierto: él no me odiaba.

Me amaba como a su mejor amigo.

Quizás justamente porque yo era el único que le había negado amistad.

Yo, el pacifista.

Yo, el que tantas veces había dicho que una mujer no vale un amigo (ni una amiga naturalmente).

Y esa mujer no era mi amiga.

Era apenas una rubia sensacional, perfecta, desnuda, irresistible.

En cambio, ahora que es morocha y se llama Fabiana, sí la amo y sí es mi amiga.

La segunda vez que la vi, estaba sola.

Nadie ni nada, hasta lo lejos.

Allá no hay día ni noche, sólo “?”.

Entonces, lamentablemente, me dejé llevar por mi instinto animal.

Lo que sigue es obvio.

¿Aunque habrá sido verdad?

Cuando llegó el gordo – y me habría gustado decir que era un raquítico enclenque o un fofo, pero tenía buen físico (aunque algo obeso)-, Roxana -Fabiana- y yo estábamos besándonos.

Lejos de enojarse, sonrió complacido.

Si hubiera sido un enclenque o un fofo, yo podría mentir ahora, y escribir olímpico que él temió que le pegara.

Pero a él le agradó que un afecto suyo me agradara.

Y ése era, sí, era bien suyo pues ellos se amaban.

Los días, ¿días? transcurrieron así: yo con su mujer, él con su mujer y enseñándome viejas sabidurías nuevas.

(Nuevas eran para mí).

Lo vergonzoso, lo estúpidamente tarado, lo ridículamente bochornoso, es que yo no las aprendí.

Me mostraba indiferente; no quería quererlo.

No quería ser su amigo para no estarle robando la novia a un amigo.

Muy moral de mi parte, sin duda

Y así fue que llegó el momento fatal.

Yo estaba inspirado, por acabar, con ella cuando él llegó:

-Justo ahora gordo de m…

Dicen que “el odio es amor rechazado”

Y en este caso lo fue.


La leyenda de los eoeses

Embriagados de luz, los círculos que vigilaban a la ebria luna volaban hacia el cielo.

Los charrúas, arrodillados sobre la agreste tierra o sobre las suaves dunas, imploraban.

El paisaje serpenteaba hacia lo lejos

Las leyendas se rememoraban en silencio; muchos se acordaban de cuando, en los recovecos de una caverna, sus padres o sus abuelos les habían contado que, bajo la cancha un manantial dormía; una vez los dioses se habían enojado: el suelo se había abierto y el partido se había suspendido por inundaciones.

Se acordaban también de Torambalá, la inmortal mujer que había sacrificado su cuerpo a cambio del de su esposo Merendí, el mejor delantero de la historia del fútbol.

Había miedo, sí, por dos grandes interrogantes: ¿no se habría ofendido la Luna por el ultraje que había cometido el cacique Oé al jactarse de ser hijo del Sol?; y… ¿podrían ganar?

En la playa, acostados boca arriba sobre las tibias arenas, contemplando las lumbres de un efímero fogón, los vikingos oraban calladamente (se puede orar calladamente si se cree que hay un dios oyendo nuestra voz).

De alguna de las pinochas o piñas que traerían cien o mil años después otros europeos brotaba, para destacarse del naranja y del violeta, una lucecita verde.

La noche era clarísima y las estrellas eran angostos y larguísimos pasillos que llevan hacia lo otro, dándole la inmensa dimensión de lo distante.

Pero no era tampoco aquello un enamorado de la nostalgia: había en aquel aquello, presente y futuro, tangibles.

Tan tangibles y reales como un partido de fútbol.

Y como una luna que aterriza en el avión de sus propios fulgores y que pica besando el piso para convertirlo en cancha, para convertirse en pelota.

El partido iba a empezar. Entre los sauces y los jacarandás, los alaridos de la hinchada retumbaban:

-Barandé… Barandé…

-Eoé oéoéoé…

En un pino altísimo que hacía de torre, un tronco que hacía de mástil sostenía un inmenso pedazo de cuero que hacía de bandera. Una luna que hacía de pelota empezaba a rodar. (En una torre altísima que hacía de pino, un mástil que hacía de tronco sostenía una inmensa bandera que hacía de pedazo de cuero. Una pelota que hacía de luna empezaba a rodar).

Ganaron los charrúas en la hora con gol de Barandé

Con la una, volvían al cielo incontables miradas, incontables puños.

Dicen que uno era blanco, de un tal Zorrilla de San Martín.

Dicen también que cuando Aristóteles y Julio Verne visiten el Museo del Fútbol Uruguayo verán, en la primera vitrina, apoyada sobre un modesto pedestal celeste, a la luna.


La copia feliz del Edén

Hacía ya dos horas que cabalgaba.

Era una muchacha rubia y alta, muy esbelta. Sus ojos verdes brillaban como el agua del Pacífico durante un mediodía soleado; su pelo largo y lacio estaba recogido.

El cielo celeste dominaba la tarde –en aquella región de Chile jamás llueve en verano-.

El caballo blanco había galopado de un extremo al otro las cuatrocientas hectáreas del fundo.

No es un campo grande pero sí heterogéneo.

Casi todo tipo de paisajes caben en él. “Es realmente la copia feliz del Edén”, le había dicho el padre de la niña aquel día, mientras ensillaban.

La joven había vivido diecinueve años y montaba desde los tres.

Conocía esas tierras palmo a palmo: las plantaciones, los bosques, las cuevas, las grutas, la laguna, el arroyo y sus montes.

Amaba la naturaleza y por eso, a sí.

Regresaba a la casa, bastante atrasada

Había cruzado los pinares, la remolacha y el vacío amarillo donde se acababa de cosechar el trigo, para internarse en el camino que llevaba a la vivienda, bordeando el monte.

Abajo, se veía correr el agua verde.

Tomó el rebenque y golpeó fuerte al animal.

Cuando llegó a la “Curva de Los Asnos”, la velocidad era vertiginosa.

Sin enlentecer su marcha, el cuadrúpedo viró.

Si hubiera ido más despacio, tal vez habría tenido tiempo de saltar para esquivar el tronco de un alerce que se había atravesado en la mismísima vuelta.

Las patas delanteras trastabillaron: caballo y mujer rodaron entre la maleza hacia el arroyo.

Ella lo primero que sintió tras el impacto contra el suelo fueron las espinas de una zarzamora.

Incontables pinchazos agudos hirieron todo su cuerpo.

Enseguida su cabeza se estrelló en la base de un eucalipto.

Tragó barro, coquitos, enredaderas y helechos antes de contactar con el regajo.

De repente el dolor había desaparecido.

Dudo que exista en el Universo algo así de puro como aquel líquido.

Parecía la esencia de la transparencia.

Si le hubiera tocado bautizarlo, ella lo habría llamado arroyo Sincero.

No pudo evitar saborearlo: identificó la sazón de la miel.

La temperatura en aquel riachuelo era tan agradable que ni se percibía.

No sabe cómo ni porqué se sorprendió completamente desnuda; el cabello suelto le acariciaba la espalda.

La calma más absoluta brotaba desde su alma.


La enamorada y el sabio

Con la mirada perdida en algún rincón de aquel cuartito, ella lo recordaba.

Jamás lo olvidaría.

Sus ojos fingiendo furia, su sonrisa ancha y juguetona, sus bromas que la habían marcado para siempre.

Una lágrima acarició su mejilla, y otra la otra, iluminando aquel rostro blancoamarillento.

Sintió la boca salada, los labios que hacía un mes no se pintaba, apretados; sintió que se le cerraba la garganta, tras ella el pecho…, y con él: el alma.

La lamparita tenue, lejísimos de atenuar, agigantaba el dolor en aquella habitación despojada.

Esa noche no durmió.

La pasó contemplando la foto que “nostalgiaba” a su mesita.

Su foto; la de él.

Se estaban cumpliendo treinta días de la noticia.

“Lo sentimos mucho, de veras”, le habían dicho; y a ella ¿de qué le servía?

Madrugó y vio amanecer.

Ya no le indujo la misma magia que a una niña enamorada, sino lo que a una vieja desencantada: indiferencia.

-¿Qué fue de tu juventud –se dijo una chica de veinte años.

Era domingo y no tenía nada para hacer.

El día ya estaba en pleno resplandor y ella seguía sentada.

El sol brillaba alto aclarándolo todo.

Las palomas revoloteaban huyendo de los niños malos y de los buenos también pues como andan juntos es imposible diferenciarlos.

El tiempo siguió corriendo y llegó el ocaso de golpe: unos minutos de crepúsculo y, de repente la noche.

Vio entonces los ojos de un gato huidizo relampaguear.

Se lo imaginó negro y bigotudo.

No tenía hambre ninguna pero entró a refugiarse del mirar cruel de una lechuza.

Cocinaba un churrasco cuando escuchó que el temporal venía.

Corrió a cerrar su ventana y oyó al viento silbar llamándola

Fue como si hubiera estado esperando, predestinada a aquello: comprendió enseguida que debía salir a responderle, que le urgía hablar con él.

-¿Por qué lloras?- zumbó el aire.

El zumbido suave, persuasivo era una mezcla perfecta de frater con paternidad y regalaba la confianza más absoluta.

-Porque él murió –contestó ella sin levantar los ojos del piso.

-Ya lo sabía. Yo lo sé todo.

-Y, ¿para qué preguntas?

-Es una manera de iniciar un diálogo que sospecho estás necesitando.

-A ver, tú que lo sabes todo, ¿la guerra?

Hubo un instante de silencio que incomodó a ambos.

El aire se tornó hediondo, pareció perturbado.

Luego, una ráfaga helada erizó la piel de la damita; inmediatamente otra hirviendo le ocasionó grandes llagas en todo el cuerpo.

Mas el pasante recuperó enseguida su pureza habitual:

-Todas las respuestas están en la Naturaleza. Sólo es cuestión de buscarlas.

-Entonces, ¿no me vas a contestar?

-¿Nunca te detuviste a observar el transcurso de un día?

-Sí, justamente hoy.

-Cuéntamelo.

-¿Pero eso qué tiene que ver con él, con la bala que le partió la frente?

-Cuéntamelo y verás.

-Primero es la oscuridad. Luego, amanece y llega el Sol con su belleza infinita. Que sin embargo termina con el crepúsculo para dar paso nuevamente a la noche oscura.

-Y eso es lo que ha pasado con tu muchacho, hija querida.

-Pero no es justo–las lágrimas volvían a aflorar en esos ojos.-Entonces, él ya fue feliz y nunca más…

-Lo que tú no observaste, jovencita, es que como al día sigue la noche, a esa noche sigue otro día.

El viento siguió su viaje, la joven quedó en su jardín, pensativa.


La cruz más grande

Se estaban repartiendo las desdichas

Los futuros humanos desfilaban a desgano para recibir su cruz.

Esa que según un viejo proverbio anónimo era la que mejor se les acomodaría.

Algunos aceptaban la primera, la que la ley –el destino- les deparara; otros, sobornaban a la víbora y escogían:

– ¿Esta qué significa?

– Que serás siempre muy avaro- Fingió resignarse – Démela – y pensó – Total ya lo soy.

-¿Ésta?–preguntó alguien tentado por una cruz bastante pequeña.

-Serás blanco.

-¿Del color del papel?

-No. “Blanco” será una raza.

– ¿Y cuál es mi castigo?

– Esclavizarás a los negros.

– Pobres negros – dijo piadosamente el buen hombre al elegirla.

– ¿Aquélla?.

-Soledad. Estarás solo, muy solo dentro de ti.

– ¿Y esa otra?.

-Frivolidad. Estará muy acompañado, demasiado.

– ¿Estará? ¿Quién?

-Otro. Otro que será tú pero estará muy lejos de ti.

– ¿Ésta qué es?

-Váyase y no moleste –y gritó la víbora a los perros:

-¡Lejos! ¡Sáquelo de aquí!

-¿Por qué? Si aquel eligió…

-Aquel pagó. Tiene plata, tú no; esa es tu cruz.

…Quedaban ya tan sólo tres hombres y dos cruces.

-Yo tomo la más grande- quiso sacrificarse uno.

-No, a ti no te corresponde ninguna.

-¿Y si se la pago?

-No hay vuelta que darle. Su caso me fue especialmente encomendado.

Y el hombre partió orgulloso, sin cruz, a reunirse con los demás hombres:

-¿Por qué no te tocó ninguna cruz?, ¿acaso eres Dios?

-No.

-¿Cómo lo sabes?

-No soy Dios, por eso mismo no lo sé.

-¿No sabes qué?

-Que no soy Dios. Me siento Dios, por eso mismo no lo soy.

Eran las dos últimas cruces y los dos últimos hombres –o futuros hombres- del reparto; la víbora recomendaba:

-Ésta que ven acá es una terrible desdicha. Sufrimiento y sufrimiento y sufrimiento. Pero es la mejor.

–Y señalando la otra-: ésta es la peor. Quien la tome será el hombre más desdichado del mundo.

-Démela a mí –dijeron ambas voces al unísono.

-¡A mí! -¡A mí! -¡¡A MÍ!! – y comenzaron los puñetazos.


A don F.R.

Vestido con los colores del alba aquel globo emprendía un largísimo viaje.

Se trepó por el aire hasta desvanecerse en el cielo sin despedirse siquiera.

Toda su tripulación era un hombre con el torso desnudo y un anchísimo pantalón-bombacha pintarrajeado chillonamente.

Las lágrimas que lo bañaban y la sal que le secaba la garganta espejaban la más aguda de las angustias: esa que estrangula el cuello y torna el alma casi tangible.

Había sido un poeta, tal vez un gaucho, uno de esos bohemios que vuelan a la búsqueda de rejas, que sólo pueden vivir combatiendo el encierro, quizás porque los hombres solo sabemos vivir encerrados.

Llevaba archivados en su pecho fuerte, un montón de nostalgias y de amigos a quienes había amado, a quienes amaba aún en un escondite recóndito de su inexplicable soledad de hombre que todo cuanto había conocido era la compañía.

Llevaba también callados en su mente, un millón de recuerdos, de poemas hermosos que otrora lo habían alumbrado, que ahora no hacían sino recordarle su ceguera, sus sueños agotados, su inspiración fatigada, su inventiva inerte, su creatividad patéticamente dormida.

De ahí su viaje.

De ahí que abandonara su mundo cobardemente para salir al encuentro de alguna divinidad fantástica que le devolviera la magia perdida.

¿Puede acusársele por esto?

No, no creo.

Tal vez los juicios de la historia hayan sido más crueles que los míos y lo hayan ignorado por su pecado.

Pero… ¿qué es una insurrección en un mundo de órdenes y desórdenes desacatados, donde todo se encubre con unas falsas y frívolas teorías abstractas de subordinación responsable?

¿Qué es un poco de locura donde ya nadie sabe quiénes son los cuerdos?

Pero ya me estoy apartando de mi tema; de ese hombre que fue a visitar a las musas en un globo de colores para rogarles homéricamente que le regalaran una gota mísera de imaginación.

Y las musas le respondieron que se llenara de amor y de debilidad, que bastaba un poco de sensibilidad, de paz interior y de vivencias para que emanaran las poesías.

Entonces nuestro hombre optó por transformarse en un viejito pelado que había llegado al epílogo de su vida: que amaba todo, que sentía todo, y que también había vivido todo por lo cual creyó erróneamente tener la experiencia imprescindible para narrar.

Pero su literatura no surgía

Temiendo una muerte inminente se cansó de la espera.

Ese hombre viejito fue a visitar a Dios en un globo de colores para rogarle martinfiérricamente que le regalara una gota mísera de imaginación.

Y Dios le dijo que fuera paciente, que la inspiración ya llegaría.

Entonces el viejito se achinó los ojos y se encerró en una alcoba oscura, entregado a una larga… interminable espera.

Nada venía a su mente y hartos ya de tanta esterilidad sus ojos se apagaron para siempre: perdió la visión.

Él seguía esperando, cuando Picasso le mostró que sin despreciar ni el amor ni la sensibilidad ni la experiencia, no había nada como la espontaneidad y la inocencia de los niños para ser un buen poeta.

El viejo entonces se rodeó de animalitos y murió con sus vivencias, sin lograr un verso más, esperando…

Lo que él no supo nunca es que se había transformado en un símbolo: un viejo chino indulgente, ciego, en una alcoba oscura llena de candelabros y de animalitos, ¿a quién no le inspira sabiduría?

Lo que había ocurrido es algo muy sencillo: ignorándolo, aquel hombre se había alienado en sus poesías hasta el punto de dejar de ser poeta para ser, él, inspiración como las musas.

Gracias Mago por escribir en mis hojas este cuento del que quizás vanidosamente todavía creo ser autor.


Los cuatro llaneros solitarios

El ambiente era amarillo, como en cualquier casa montevideana, a esa hora.

Flotando en el aire, deshilachándose, el humo de los cigarrillos; en el cenicero, como muertas, las cenizas.

-Escuchame: yo no te niego, ni creo que nadie te pueda negar, que Sartre era un genio.

Lo que sí te digo, es que nunca debió haberlo sido. En un recoveco del piso, piso de friísimas baldosas verdes, varios montoncitos de libros sucios escuchaban.

¿De quién había sido la idea?

De Diego creo.

El hecho, es que hacía ya dos años que, semanalmente, “Los Cuatro Llaneros Solitarios” se reunían.

De lo profundo o superficial de las discusiones, no puedo opinar.

Siempre tuve la sensación de que versaban acerca de cosas ya muy dichas.

Atrás, cada uno soñaba su propia historia, su propia inquietud; adelante, cada uno veía su propia hoja vacía.

-Pero te estás contradiciendo.

Había también, enfrente del recoveco, una biblioteca.

Brillaba en ella, bohemiamente, la vejez que regala el uso.

Las sillas eran rojas; la puerta cerrada, inerte.

-No, el marqués de Sade también fue un genio.

Encima de la mesa, las migas, el azúcar y la bolsa de los bizcochos humanizaban el asunto.

-Comparás a Sartre con el marqués de Sade.

Eso es lo que estoy seguro que Rodrigo iba a decir, y lo habría dicho de no ser porque…

La luz se apagó.

Las persianas se bajaron.

Surgió de las nadas una nada visible, y del silencio brotaron ruidos sordos.

-¿Y como sabéis que Sartre y Sade existieron?

-¿Y tú? ¿Tú quién eres?

-Tratame de vos. A la “crioya”, con fe.

-¿Quién sos?

-¿Por qué quién, y no qué?

-Bueno, perdón, ¿qué sos vos?

-¿A qué se debe tanta confianza? ¿Me conoce usted?

-Pero si usted me dijo que…

-Parlez vous le francais?

-Oui, je parle francais.

-Yes, but I speak english.

-I speak english too.

-¡Tamo’ en Uruguay! ¡¿Qué me salís con cosas raras?!

-¿Perdón, nos estás tomando el pelo?

-Sólo sois vosotros los que os lo estáis tomando.

-¿Sois un fantasma, no?

-¿Te parece?

-Y si no sos un fantasma, ¿qué sos?

-Y por qué tengo que ser algo. “Ser o no ser”, esa es la cuestión. El algo está de más

-Pero que yo sepa, todo lo que es, es algo…

-Pues bien, ése soy yo, ahí, dentro de ti.

-¿Eres Dios?

-No; soy ése.

-¿Ése quién?

-La duda.

-¿Qué duda?

-Todas las dudas. Por ejemplo, la que pregunta si estuve o no, yo, aquí.

Y se prendió la luz.


Cuando el César no mandó

En un punto incierto de una vasta llanura, un hombre se levanta de un largo, muy largo sueño.

Él no es él sino Él; es Julio César, el que esta noche será Emperador de Roma.

El que cree que esta noche será Emperador de Roma, pues ya no hay tal imperio, pues ese portador de laureles fue asesinado hace más de dos mil años. Ese ser, gracias a magias sagaces que sólo Nadie conoce, camina hoy por el siglo XX, con su cuerpo íntegro que piensa jamás ardió, distanciado de los suyos por un tiempo del que no supo.

Civilizaciones enteras han circulado en su noche como sueños en la vuestra, sin que nada permanezca al despertar, porque el alma esconde al fondo su memoria, ya que es testigo demasiado valioso para compartirse.

Este hombre camina, impotente pero altivo, varios quilómetros para llegar –no sé bien cómo- a una inmensa ciudad: su Roma.

Nada comprende: la gente habla un idioma que se parece al suyo sin serlo.

¿Qué es esto? ¿Dónde está?

¿Por qué corre esa gente? ¿Y sus esclavos?

¿Ese idioma no es latín? ¿O sí? Debe de estar soñando.

¿O no será que esto es la muerte? Los puñales…

¿Podrían sus legiones?

Ya volvería a su imperio y los conquistaría con las armas que ellos mismos le enseñarían.

Obviamente , a la vanguardia irían los vélites.

Y sus espadas cortas y sus dardos ya estaban invadiendo la ciudad.

Y ya estaban desfilando a paso ligero por la Vía Nomentana entre coches rotos y cadáveres.

Después, compactas como una roca, las cohortes.

Y el omnipotente pilum de los hastarios, y luego los príncipes.

El asfalto crujía: resonaba ya por fin el cabalgar de las turmas.

Aunque … ¿por qué no usar aquellas máquinas rodantes?

Desfilaron de nuevo, los vélites en “fititos”, los manípulos en “ferraris”, las cohortes en ómnibus, la caballería –sin abandonar sus caballos- en camiones.

Y por último, sentado en el techo de un trolley vacío que conducía algún cónsul o algún legado, Él.

-Perdón, ¿su identificación? –un hombre de gorra azul habló.

Lleva una insignia en su costado derecho:

“POLIZIA DI ROMA”

Julio se lleva las manos a la cabeza, se muerde los labios e intenta tomar la daga de oro que lo acompaña aún. Pero no es necesario: cae muerto instantáneamente.

Y esta vez, cayó para siempre.

Pues esa alma ya no está más despierta; su amo no supo saber que no mandaba.

Y el jefe del circo, que tantos se había comido, optó, antes del hambre, comerse.


Destino Taiwán

Igual que su cielo, mi ciudad era gris.

Aquellos armatostes de metal esperaban hacía un buen rato.

La venta había sido acordada seis días antes, en la O.N.U..

De aquellos dolores y nostalgias de otrora, ya no quedaba casi rastro.

Escondida bajo tres sacos de lana opaca y una pollera que ahora no recuerdo, una anciana lloriqueaba.

Sus lágrimas se perdían en su pañuelo como pronto aquellos dos monumentos se perderían en el horizonte.

Algún paraguas se abrió, la llovizna comenzaba

Seis marineros chinos aguardaban parados, quietos, callados. Seis policías uruguayos aguardaban parados, quietos, callados.

El puerto de Montevideo revivía para sí sus mitos, sus magias, sus recuerdos…

Hoy, inevitablemente, dos huesos más se le escaparían.

Todo parecía girar hacia un fatalismo crónico, interminable.

El puerto y la anciana se comprendieron en silencio.

Odiaron juntos a la inmensa máquina que sustituía a los herrumbrosos barcos preguntándose si no habrían usado para construirla los viejos 121 que dos años antes habían visto partir hechos chatarra.

Al fin, muy mal aseados, llegaron los monumentos. El Dante y Gandhi, bronce…

Los subieron enseguida, zarpó el armatoste, en dos horas estarían en Taiwán.

Ahora, prisioneros del hierro, ambos bronces conversaban.

¡Qué no habría dado por escuchar qué hablaron!

Por comparar la imagen rígida más enamoradiza del Dante con la tranquilizadora y liberal esfinge de Gandhi.

¿Cómo saber si dialogaron las estatuas o los hombres!

¿Cómo saber si un monumento es o no quien representa?

Mientras, la máquina cortaba el Océano.

Una hora de viaje había transcurrido.

Afuera, del agua marrón saltaban tsunamis beiges.

Adentro, el vértigo ni se sentía.

Sentados frente a su tablero los seis chinos ni abrían la boca.

Ni la abrieron al arribar, un viaje más había terminado.

Pero esto no había sido un viaje más…

Si hubo o no hubo calor, no lo sé.

Si lo hubo, ¿de dónde vino? menos.

El hecho es que cuando abrieron la cápsula encontraron, en lugar de dos monumentos, un líquido broncíneo desparramado en el suelo.

Su paradero actual, lo ignoro totalmente.

Si un día, en algún rincón del Universo, choco con un italiano descalzo, de túnica blanca o…


Las colas

Las colas larguísimas avanzan rápido, perfectamente sincronizadas

Medían siempre lo mismo: ochenta y siete personas, hombres y mujeres.

Todos con el mismo pelo corto, con físicos perfectos de igual estatura y corpulencia, con idénticas ropas limpias e innecesarias, con caras casi calcadas y hasta veces repetidas.

Sus bocas se mantenían cerradas, tan inmóviles como sus ojos que se limitaban a ver sin mirar la nuca de su predecesor.

Las mentes ensimismadas apenas si existían en aquella recta derecha que los angostos pasillos de hierro describían.

Entraba uno adelante, llegaba uno atrás y todos avanzaban un lugar, era automático.

El silencio no se oía: nadie reparaba en él.

La luz artificial sobraba; yo pienso que si la hubieran apagado el funcionamiento habría seguido, siguiendo…

Constantemente, a toda hora, a cada instante. Si se impacientaban o no por llegar a la línea verde e ingresar en su mini sala, nunca lo sabré.

Lo cierto es que el orden jamás variaba y el paisaje era durante un segundo, la copia más fiel del segundo anterior.

Ahí adentro, por cada humano que pasaba, ciertas piezas se activaban para arrojar el conjunto de números que determinaban un sueño.

Ese sueño elegido por un azar al que sería demasiado generoso llamar suerte; ese sueño, que ellos consumían sin protagonizar de veras; un sueño, que no duraba ni un minuto, en rarísimas ocasiones dos.

Unos cien metros más allá, bajo la superficie, montones de viejas camas esperaban. (Una cama es un artefacto de madera que antiguamente usaban los hombres para reposar y soñar).

Algunas de madera, esperaban repito, para alimentar el fuego con el cual otras de metal serían fundidas por máquinas, para dar así a luz nuevas máquinas de diversas razas.Las colas larguísimas avanzan rápido, perfectamente sincronizadas

Medían siempre lo mismo: ochenta y siete personas, hombres y mujeres.

Todos con el mismo pelo corto, con físicos perfectos de igual estatura y corpulencia, con idénticas ropas limpias e innecesarias, con caras casi calcadas y hasta veces repetidas.

Sus bocas se mantenían cerradas, tan inmóviles como sus ojos que se limitaban a ver sin mirar la nuca de su predecesor.

Las mentes ensimismadas apenas si existían en aquella recta derecha que los angostos pasillos de hierro describían.

Entraba uno adelante, llegaba uno atrás y todos avanzaban un lugar, era automático.

El silencio no se oía: nadie reparaba en él.

La luz artificial sobraba; yo pienso que si la hubieran apagado el funcionamiento habría seguido, siguiendo…

Constantemente, a toda hora, a cada instante. Si se impacientaban o no por llegar a la línea verde e ingresar en su mini sala, nunca lo sabré.

Lo cierto es que el orden jamás variaba y el paisaje era durante un segundo, la copia más fiel del segundo anterior.

Ahí adentro, por cada humano que pasaba, ciertas piezas se activaban para arrojar el conjunto de números que determinaban un sueño.

Ese sueño elegido por un azar al que sería demasiado generoso llamar suerte; ese sueño, que ellos consumían sin protagonizar de veras; un sueño, que no duraba ni un minuto, en rarísimas ocasiones dos.

Unos cien metros más allá, bajo la superficie, montones de viejas camas esperaban. (Una cama es un artefacto de madera que antiguamente usaban los hombres para reposar y soñar).

Algunas de madera, esperaban repito, para alimentar el fuego con el cual otras de metal serían fundidas por máquinas, para dar así a luz nuevas máquinas de diversas razas.v




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