Desnudó sus pies, se recostó sobre la reposera que tanto le gusta, quitó las últimas hebillas que adornaban su peinado. Se podía ver perfectamente todo el jardín desde ese lugar, frente a sus ojos el quincho, donde hasta hace poco la familia entera festejaba y celebraba la noche más emotiva del año, esa en la que todos vuelven por un instante a la niñez en esos gestos que lamentablemente los años borran. Crecer muchas veces trae algunas pérdidas.

Una suave brisa recorrió su cuerpo, se encogió, sus piernas hicieron ovillito junto con sus brazos, la noche se despedía lentamente.

A la derecha, sobre el pasto, una frapera, dos copas, una vacía totalmente recostada y otra a medio llenar. La toma, bebe, la aleja, la mira a contraluz, vuelve a beber. De pronto, se sintió triste, no había ruidos, sólo su perro levantaba su cabeza, la miraba, con esa respiración exagerada, parecía decirle algo, un acá estoy, no estás sola. Unos mimos en su cabeza, un encuentro de miradas, un gesto de complicidad que aquel animal parecía entender.

La noche tuvo el encanto de tantas otras, los más chicos disfrutaron la aventura y la aparición inesperada de ese personaje que trae en su bolsa los deseos hechos realidad. La inocencia y el estado de felicidad no les permite reconocer al tío metido en ese mítico traje rojo, aquel que no habla y sólo se le escucha decir: Jo, jo, jo. Con el sonido de una campana, entra y sale de la escena velozmente.

Restos de envoltorios están sobre la galería, las últimas copas y botellas vacías sobre la mesa, queda mucho por ordenar, pero ella no encuentra aún el momento. Estira la falda sobre sus piernas, la brisa le eriza la piel y la quita de ese pequeño confort que había conquistado.

Habían pasado muchos años desde aquella primera Nochebuena, esa donde por fin era la anfitriona. A lo largo de su vida, la Nochebuena sin discusión siempre se celebraba ahí, en la casa, en su casa. El quincho sufrió algunos cambios, la mesa ya no era la misma, y muchos ya no estaban.

No resultaba sencillo explicar el huracán que en su interior se movía la noche del 24.

El día anterior quedaba todo dispuesto sobre la mesa del comedor, los manteles planchados los dos para la Nochebuena blancos y los que se usarían en la Navidad, estampados con flores de colores, los candelabros y sus velas, los cubiertos y los platos del juego que habían sido puestos en esa mesa por otras generaciones. Las copas, las fuentes aun vacías, cada una de ellas tenía un destino ya asignado, sacacorchos, destapadores, los cuchillos afilados. Una gran lista con nombres y tareas que se repasaban. Algunos más que otros, algunos nada.

Pensaba, es difícil conformar a todos, sin embargo ella sentía que todos se iban entrada la madrugada con una sonrisa en la cara.

La brisa la hizo volver.

La madrugada traía el sonido de los pájaros, la calle estaba más silenciosa que de costumbre, la ciudad dormía en calma.

Sobre el piso también habían quedado los cigarrillos, los tomó, comprobó que aún quedaban, encendió uno y giró para perderse en la vastedad del cielo. Ella y su alma, Ella y su nostalgia, Ella y el diálogo que sólo en aquel instante lograba entablar con su conciencia.

Este fue un año sin historia en los libros, quizás nada de esto quede registrado. Sin embargo, fue el año que sin buscar, más cosas encontró. Algunos de los sueños y deseos que tan profundamente anhelaba pudieron concretarse, y quizás estos hayan sido los que encendieron en su corazón el ¡Sí, puedo!

Esa noche se reconoció parte de un grupo de mujeres guerreras, con carácter, de esas que no temen enfrentar al mundo.

Sus pensamientos iban y volvían del pasado al presente y trataba de vislumbrar algún futuro no muy lejano.

Que rápido pasa el tiempo, si ayer me recostaba con ellos en la cama grande con un cuento, las luces tenues, y esperando que ningún cohete de último momento los despierte. En esta madrugada, ellos no están, los ruidos no despertarían a nadie.

Entró por la cocina, su mano derecha acompañó todos los muebles de la cocina, los rozó, los sintió íntimamente, caminó por el comedor y apagó las luces del árbol y las del porche. Volvió juntando papeles que azarosamente quedaron por ese rincón de la casa, entró al baño, se miró al espejo, guiñó un ojo y se regaló una sonrisa. Sin encender la luz, abrió la cómoda, tomó un saquito de lana, se lo puso, y volvió caminado al jardín.

Juntó aquellos platos que habían quedado sobre la mesa, los miró profundamente como si la esencia encerrada en ellos, le transmitiera un mensaje, eran esas cosas que tiene historia, que atesoran un poco de la vida de aquellos que alguna vez se reunieron en esa mesa. Las copas tenían la calidez de las manos, de la energía transmitida. Hay cosas que quedan en el aire, que flotan, que persisten siempre que haya alguien que los honre, que los añore.

El lavarropas seguía dando vueltas, las últimas. El día amaneció celeste, todo estaría nuevamente en su lugar para recibir a la familia en el almuerzo del 25.

La humedad de la noche se evaporaba con los primeros rayos de sol. Sentía los pies fríos, no le molestaba, le resultaba cómodo desconectar y conectar. Siempre, siempre, el pasto le dio la sensación de renovar su energía.

Cortó algunas rositas rococó, esas que enmarcan el quincho, las dispuso en unos floreros pequeños, para dar un ambiente que traiga de regreso a algunos personajes importantes de su vida.

Sobre la hornalla, la pava empezaba a tomar temperatura. El mate, algunas cosas dulces sobre la mesa, daban inicio al nuevo día. No se sentía cansada, sus pensamientos estaban lejos, muy lejos como para notar el cansancio que traía sobre sus espaldas después de más de veinticuatro horas activa. A lo lejos, se escuchó el ruido del portón de la calle cerrándose. Llegaron, pensó. Su perro corrió al frente de la casa, ella se asomó y vio llegar a las chicas que parecían no verla. Se acercó, las miró y las miradas nunca llegaron a cruzarse. Las vio cansadas, en su interior sintió que algo no estaba bien, algo debía haber pasado. Las acompañó por el pasillo sin hablar, las vio entrar a cada una en su habitación. Entornó la puerta mientras se acostaban, les tiró un beso que no devolvieron. Siente los ojos de su mayor hija tristes, llenos de lágrimas. ¿De dónde llegarían? No lo podía recordar, tan aturdida había estado con todos los preparativos, que no recordaba la última conversación. Se sintió mareada, volvió al jardín, a tomar aire, a tratar de recordar lo que había sucedido. Empezó a sentirse agitada, no podía acordarse. Buscó lo cigarrillos y ya no estaban. Al girar la vista buscándolos en alguna parte de parque, notó que la mesa estaba vacía. ¿Cómo puede ser?

Se sentó en la galería y trató de aclarar su mente, sus pensamientos, no podía traer a la memoria nada. Volvió con sus pasos atrás, para repetir lo hecho, nada estaba en el lugar que lo recordaba, el lavarropas no giraba.

La única constante era su perro, seguía ahí, la observaba, le transmitía la paz que no lograba conquistar. Se asustó, eligió ir por sus hijas, despertarlas, pedir ayuda, tratar de entender. Por unos instantes, se frenó pasos antes de la arcada que dividía los ambientes de su casa, vio el árbol con las luces encendidas y esta vez el miedo corrió por su espalda, aún había regalos y dos cartas. Se acercó, creía que ya lo había hecho, pero no, las luces continuaban titilando. Un sobre decía Mamá. No recordaba haberlo visto antes, lo tomó, estaba cerrado. Apoyándose sobre la puerta del comedor, se deslizó hasta el suelo, y pegada al árbol, la leyó.

Mamá:

Hace tanto que no charlamos, este fue un año bueno para todos, seguimos con tus rituales, y tratamos de mantener en el tiempo esa magia que sólo vos transmitías… Te extrañamos, tu perro, a veces parece perdido y loco. Si lo pudieras ver, sigue sentándose al costado de la reposera y apoya la cabeza como cuando vos descansabas allí… A veces me gusta pensar que tu presencia nos llena. Te extrañamos más, elegimos mantener la costumbre, usé los mismos platos, las mismas fuentes, y las recetas de la abuela. ¡Bah, las tuyas! … Más tiempo las hicimos juntas que con la abuela… Son cada vez más las ausencias, van sumándose las generaciones nuevas, pero me propuse mantener siempre viva nuestra historia. La casa está igual, hice unos retoques, y pensaba mudarme a tu habitación.

Bueno Má, donde quieras que estés, que tengas lo que necesitabas y seas feliz.

Todo nuestro amor. Tus chicas.

Fue sólo un segundo de vértigo, un gran mareo, la sensación de estar siendo envuelta por un remolino de ideas, momentos, imágenes, muchas fotos en blanco y negro, voces. Percibió su pecho desbordado de amor, el amor de otros entregando su corazón. Sintió su cuerpo flotar, sin fuerzas, tuvo mucho miedo, se paralizó ante una idea que no quería afrontar. Llegó nuevamente al pasillo, lo atravesó, entró en la habitación de su hija mayor, se sentó al pie de la cama como solía hacer cuando eran nenas. La miró dormir, sintió su respiración calma. Está profundamente dormida y en paz, pensó. Entonces se acercó, tomó su mano y la besó. Vio como una sonrisa de felicidad plena se dibujaba en su cara, pero ella no despertaba, no corría su mano… Y así fue, pasó por cada una de las habitaciones de sus hijas, las besó y cuando casi salía del corredor recordó que muchos años atrás les había escrito una carta, por si algo le pasaba, para que ellas tengan la certeza de su amor. Les explicaba cada una de sus elecciones, por qué alguna vez parecía más bruja que una linda mamá. Ellas descubrirían que todo era por algo, y sobre todo por el futuro que les esperaba. El mundo es un lugar hermoso, lleno de caminos y ninguno es sencillo, y debían estar preparadas, debían ser unas guerreras…. La buscó y la dejó en el árbol, en su árbol, exactamente ubicada donde encontró la suya.

Caminó despacio, llegó al jardín, lo miró y lo sintió como si esta fuera la última vez. Se sentó en el escalón que une la galería con el pasto, el perro la acompañó, la miró con los ojos que sólo tenía para ella. Guardó su carta en el bolsillo de su falda, cerró los ojos y ya no volvió.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS