La bestia lo miró directamente a los ojos y rugió, pero él no sintió miedo, pues
estaba bendecido. Siempre se lo habían dicho, pero nunca le había importado.
Los monjes de ojos rasgados de la fría Cordillera de Akitram, en el extremo del
mundo, donde se está más cerca del cielo que en ninguna otra parte, vieron su
nacimiento en las estrellas y enviaron a uno de sus iluminados a recorrer un
camino de más de tres mil kilómetros para encontrarlo, llevarlo a su templo y
enseñarlo a manejar su gran poder
Los elfos del Bosque de Yrgunn, famosos por haber alcanzado la inmortalidad y
la pureza gracias a su conocimiento de la naturaleza y a como conectarse con
ella, también trataron de captarlo, al ver como curaba con sus manos la herida
aparentemente mortal de un ciervo moribundo en el Bosque, cuando aún era un
chiquillo.
Y los magos, los magos habían sido los últimos en buscarlo. El viejo Arthos el
Blanco se había presentado en la puerta de la cabaña de su madre unos cinco
años antes de la Guerra Mágica, cuando buscaban a un Elegido para hacerle
frente al creciente poder de Earwin el Ascendido.
A todos los rechazó, pero eso no significaba que no continuase poseyendo un
enorme poder, un verdadero don divino. Por eso, cuando aferró decidido el
mango de su espada negra, sintió el fluir de la magia correr por sus manos hasta
la punta del arma, desvelando unas runas de fuego marcadas en la hoja.
La bestia volvió a rugir, pero esta vez reptando en zigzag frente a él y
levantando una cola delgada y larga con un aguijón curvado de bronce en la
punta. Era un animal raro de ver, pues prefería vivir en las subterráneas
profundidades del mundo. Pero Damien, el guerrero errante, gracias a los
bestiarios que había tenido que leer en su época de aprendiz de mago, y a su
experiencia en el terreno, lo conocía a la perfección. Era un dragón reptador, una
especie separada de sus ¨parientes¨ los dragones voladores por el simple hecho
de no ser portadores de poder mágico. Esto, en consecuencia, hacía que
carecieran de las mutaciones propias de los efectos de la magia en los mismos,
tales como las alas y unos pulmones capaces de crear el llamado ¨fuego azulado¨
que luego expulsaban por sus fosas nasales.
Sin embargo, habían desarrollado otras habilidades no menos letales, como
unas garras y dientes más largos y filosos, unos reflejos y velocidad que no
tenían comparación en todo el reino animal de Aeda y el mortífero aguijón de
bronce cargado de veneno al que ahora se enfrentaba Damien. Los dragones
reptadores además, a diferencia de los llamativos colores que ostentaban los
voladores, eran de colores pardos y grisáceos, los cuales les eran muy útiles para
camuflarse en la oscuridad de las cavernas y grutas donde habitaban.
Todo esto Damien lo sabía muy bien, pero cuando había decidido pernoctar al
amparo de la cueva en la que ahora se encontraba, no imaginó despertar con el
hedor de la bestia en sus narices y descubrir luego sus brillantes ojos ámbar
espiándolo desde una gruta.
Tras unos cortos segundos que parecieron interminables, la bestia atacó,
saltando sobre él con una agilidad impresionante. Una finta hacia atrás le
permitió esquivar el ataque, haciendo gala de unos reflejos también inhumanos,
condicionados por el poder mágico que yacía en su interior. Sin embargo, no
pudo esquivar los zarpazos que el animal había lanzado al caer, y con la espada
negra marcada con runas rojas detuvo las garras de su pata izquierda, mientras
que con el brazo, protegido por una fina barrera mágica iridiscente y por una cota
de malla de acero akitrano, detuvo las de su pata derecha.
Damien resistía con todas sus fuerzas -mágicas y humanas- el embiste del
reptador en una desigual competencia de fuerza que enfrentaba a un humano de
un metro ochenta de altura con una bestia de cinco metros de largo. Gotas de
sudor caían sobre su cara, y las venas de sus brazos se dilataban y marcaban
sobre sus contraídos músculos cuando la bestia, con sus fauces a solo un metro
de él, emitió un rugido que resonó en toda la caverna.
Damien ya sabía lo que esto presagiaba, pero con ambos brazos deteniendo las
garras del reptador nada podía hacer. La cola con el aguijón descendió con una
velocidad tremenda sobre él y, atravesando cota de malla, carne y esternón, se
clavó en su corazón. Damien cerró los ojos.
La bestia debió sentir que ese ataque había sido suficiente, pues
instantáneamente relajó el agarre que mantenía sobre el guerrero. Pero, para su
sorpresa, al segundo de haberlo soltado, Damien abrió los ojos.
-Mi corazón ya está podrido, bestia. ¡Ningún veneno puede consumirlo más de
lo que está! -gritó y con un rápido mandoble, casi imperceptible para la vista
humana, le cercenó de un tajo la cabeza.
Damien salió de la semi-oscuridad de la caverna a la luz de los verdes prados
de la Borgana. Bañado en la sangre azul del reptador, llenó sus pulmones del aire
puro de la campiña y echó un vistazo a su alrededor. ¿Cómo era posible que
hubiera reptadores en las cuevas de una zona tan alejada de su hábitat corriente?
Definitivamente, la última Guerra Mágica había causado grandes cambios en el
mundo, no solo en el de los hombres, sino también en el de ¨Yrgunn¨, la Madre
Naturaleza.
Un relincho sacó a Damien de sus pensamientos. Su yegua baya, que había
huido espantada de la cueva al comenzar la lucha contra el reptador, lo saludaba
con relinchos y coces, alegre de verlo vivo, desde la sombra de un pequeño
cerezo a orillas de un río de aguas claras que corría a escasos metros de la
caverna. Damien se acercó con pasos cansados a su yegua y acarició su crin,
alegre también de que hubiera al menos un ser vivo en toda Aeda que se
preocupara por él. Después se arrodilló en la orilla del río y comenzó a lavarse la
fétida y corrosiva sangre azul que lo cubría.
Desde las transparentes aguas del río lo observaron unos ojos de escleras1
grises, iris blancos y negras pupilas dilatadas en un rostro pálido, sin pelos en la
cabeza o la cara, marcado por unos hilos negros que se entretejían como una
telaraña desde su cuello hasta su cráneo y que un sanador experto habría notado
que se correspondían con el recorrido las arterias de su cabeza y su cuello. Era su
propio rostro. Su aspecto monstruoso le molestaba, pues no siempre había sido
así. Damien dejó de lavarse y se detuvo a contemplar absorto en las aguas del río
los estragos que la Última Pelea contra Earwin el Ascendido habían dejado en su
cuerpo. Y no eran nada comparados con los que había sufrido su alma. Pero el
reflejo que lo miraba ahora desde el río era el de un hombre que comenzaba a
convulsionar, antes de que sus ojos se tornaran completamente blancos. Damien
perdió el conocimiento y cayó al agua.
Al principio todo era oscuridad. Pero luego se hizo la luz y en ella apareció un
corazón negro. Era un corazón que parecía muerto, pero que estaba vivo porque
latía. Sus paredes estaban llenas de cicatrices antiguas, aunque una herida aún
sin cicatrizar, en el centro del mismo, parecía bastante reciente. Un humo negro
se extendía sobre la misma y la cubría, añadiendo una nueva marca a aquel
corazón maldito. Era el suyo. Lo sabía.
Después el corazón se esfumó y comenzaron a aparecer una serie de imágenes
una detrás de otra. Primero vio una ciudad de altas murallas negras y un enorme
portón de madera que destacaba en el centro de la misma. Luego vio un grupo de
cinco jinetes con armaduras doradas detenidos en la cima de una duna, bajo la
cual podía verse una ciudad en medio del desierto, delimitada por una empalizada
y en la que podían divisarse cientos de bazares y templos color ocre apiñados los
unos con los otros. Uno de los jinetes portaba un estandarte que representaba a
un escudo de oro sobre un fondo plata. Por último vio a un niño de unos ocho o
nueve años cubierto por el aura iridiscente característica de los portadores de la
magia. Estaba parado en la puerta de una humilde choza de madera junto a una
porqueriza y ante él se inclinaban los espíritus de Earwin el Ascendido y Arthos el
Blanco. Y después, oscuridad de nuevo.
Cuando Damien abrió los ojos su cabeza estaba sumergida en el río.
Rápidamente la sacó del agua y con la ayuda de su yegua que lo halaba
mordiendo la camisa bajo su cota de malla, se arrastró hacia la orilla, vomitando
el líquido que había entrado por su boca y su nariz. Mientras jadeaba sobre el
pasto, las imágenes de la visión volvieron a su mente…
La ciudad… no era otra que Zafirlukast, la segunda en importancia del Reino
después de la Gran Capital Montelukast y cuyas infranqueables murallas,
construidas con una aleación mágica de zafiro y obsidiana constituían una de las
Doce Maravillas de Aeda. El discordante portón de madera entre las dos
imponentes masas de zafiro y obsidiana era el sustituto de una monumental
puerta de hematita -el mineral más resistente y embebido en magia de Aeda- que Earwin el Ascendido había destruido tres años atrás con un hechizo de solo dos
palabras en el Sitio al que había sometido a la ciudad durante la Guerra.
A los jinetes dorados con el estandarte del escudo Damien los conocía muy
bien. Eran integrantes de la Mano Armada de la Inquisición, la organización
encargada de rastrear y encontrar a los portadores de magia como él.
En cuanto al chico, no sabía quién era, pero las pistas que le ofrecían su visión
no le dejaban dudas de ¨qué era¨. Su aura iridiscente evidenciaba poder mágico
en su interior, pero no era un poder mágico normal. Por lo general, la magia
comenzaba a manifestarse en el cuerpo de los humanos cuando estos alcanzaban
los diez o los once años de edad, pero este niño no parecía superar los nueve.
Además, la presencia de los magos más poderosos del último milenio arrodillados
frente a él llevaba a Damien a pensar que se trataba de un nuevo Elegido. Y no
solo de un nuevo Elegido, sino del que podría ser el más poderoso de todos.
Los Elegidos eran los portadores con mayor poder mágico nacidos en un siglo.
Earwin y Arthos habían sido los de los dos anteriores respectivamente y, a sus
treinta años de edad, el propio Damien había sido el último, el de la presente
centuria. El niño de su visión no podía ser sino otra anomalía causada por las
ingentes cantidades de magia de las que fue víctima el mundo durante la Guerra.
Damien conectó sus tres visiones con facilidad: Los Inquisidores se dirigían
hacia las afueras de Zafirlukast para localizar un niño de nueve años cuyos
padres, humildes porqueros quizás, ignoraban que su hijo podría ser el humano
con más poder mágico en la historia de Aeda.
Damien cayó de un salto sobre la montura de su yegua y susurrándole unas
palabras al oído, partió a todo galope hacia el Norte. Si tanto el chico como el
mundo querían tener una oportunidad de salvarse, debía llegar a esa choza antes
que los Inquisidores.
Damien cabalgó día y noche sin descanso. Tanto él como su baya iban al
máximo. No hicieron pausas para comer o dormir por tres días. Pero su
organismo estaba preparado para estos y otros padecimientos peores, y el de su
yegua también, al haber sido un regalo del Rey Elfo de Yrgunn cuando salvó el
místico bosque de las hordas de Earwin durante la Guerra. El mago y su montura
atravesaron los verdes y apacibles prados salpicados de ríos y manantiales de la
Borgana, los peligrosos desfiladeros de la Tierra Sin Nombre y el hostil y ardiente
desierto de Kubrat.
La ciudad en la que había visto a los Inquisidores en su visión tres días atrás
había sido la llamada Joya del Desierto; Al-Jezira. Teniendo en cuenta las pesadas
armaduras de sus enemigos, el calor del desierto, sus pausas para dormir y
comer, y la distancia entre Al-Jezira y Zafirlukast, Damien calculaba que llegarían
a esta última en seis días. Por lo tanto, al pasar frente a la empalizada de AlJezira, Damien se percató que con tres días de ¨atraso¨ respecto a los jinetes
dorados, manteniendo el paso que hasta ese momento había llevado, llegarían al
encuentro del chico casi al mismo tiempo. Se inclinó entonces sobre la oreja de
su baya y murmuró, dándole una palmadita en el sudoroso cuello:
-Vamos Aewinn, solo tres días más. Solo eso te pido. Después te prometo una
semana entera de descanso en el primer establo que encontremos en el camino.
Aewinn respondió a su dueño parándose sobre sus patas traseras y soltando un
orgulloso relincho a las arenas del desierto. Después se lanzó a una carrera tan
rápida que parecía que sus cascos no tocaban el suelo del desierto de Kubrat.
Después de salir del desierto de Kubrat y entrar a los valles y cordilleras del
Reino de Montelukast, llegar a Zafirlukast fue mucho más rápido para Damien. Al
alba del sexto día tras la visión, ya los reflejos negroazulados de los rayos del Sol
en las murallas de la ciudad iluminaban su rostro. Pero eso no significaba la
victoria. Al contrario, ahora más que nunca debía apresurarse. Aunque estaba
ojeroso por no haber dormido en casi una semana, con olor a sudor rancio de
hombre y yegua por haber cabalgado seis días seguidos sin parar y sucio por el
polvo del camino, todos los aldeanos de las afueras de la ciudad sabían quién era.
Había sido un héroe para ellos.
Con una mezcla de miedo y respeto, todos a los que preguntaba por la casa del
porquero le señalaban el camino a seguir. Cuando llegó a su destino encontró a la
madre del niño llorando angustiada en la puerta de la choza, mientras su esposo
intentaba consolarla. No tuvo que hablar ni que desmontar.
-Se lo han llevado señor -fue la respuesta del padre a la pregunta hecha sin
palabras por Damien-. Se fueron por el Camino Real. Es demasiado tarde –
concluyó y su esposa soltó un gemido, antes de caer desplomada a su lado.
-¡Demonios! -maldijo Damien molesto y luego, volviéndose hacia su baya-: No
hay tiempo que perder ¡Vamos, Aewinn, un último esfuerzo, al Camino Real! –
exclamó y la vigorosa yegua salió disparada hacia la carretera que unía a las
principales ciudades del Reino.
A la altura del Gran Río, Damien alcanzó a la comitiva. Eran cinco jinetes de
armaduras doradas, tal y como en su visión. Uno de ellos portaba el estandarte
de la Inquisición y otro llevaba en su montura al niño. Cuando Damien miró al
chico a los ojos percibió enseguida su poderosísima aura mágica, y se sorprendió
al ver que se mostraba más curioso y expectante que asustado ante la situación.
-No lo hagas, Iluminado -casi que ordenó una potente voz que surgió del yelmo
dorado del caballero del estandarte-.Nadie tiene que morir aquí hoy.
Damien sonrió.
-Ese ya no es mi nombre de mago, Portos, y lo sabes -fue su respuesta-.
Desmontad, por favor, el chico puede salir herido.
Portos hizo una seña a los otros cuatro jinetes y tanto estos como él
desmontaron y desenvainaron unas formidables espadas doradas.
-Así lo has querido -sentenció Portos con voz grave.
Damien también desmontó y desenvainó su espada negra. Su brazo derecho
vibraba por la energía, mientras el aire a su alrededor se teñía con los colores del
arcoíris. Pero no iba a necesitar de la magia. Solo con el cantar de su espada
podía dar cuenta de sus enemigos.
Los Inquisidores avanzaron hacia él en cuadro apretado, con las espadas largas
en ristre y cubriéndose con sus escudos de lágrima. Ese fue su error, pues corrió
a su encuentro y desencadenó un torbellino de golpes y mandobles a tal
velocidad y con tal fuerza que nada pudieron hacer armaduras ni escudos.
En cuestión de minutos, los caballeros dorados yacían inertes en el pasto, a la
sombra del ondeante estandarte de su orden que habían clavado en el suelo al
desmontar.
Cuando todo hubo terminado, el chico corrió hasta los brazos de un exhausto
Damien.
-Gracias señor – dijo el niño-. ¿Me ha salvado verdad?
En efecto -pensó Damien-, lo había salvado de los Inquisidores que le iban a
enseñar cómo usar su poder mágico, según ellos con propósitos sanadores y
creadores, no destructores, pero desde la Guerra, había aprendido a desconfiar
de la naturaleza humana. Y ahora lo iba a salvar de sí mismo: tanta magia en una
sola persona era peligrosa.
Su mano mágica se aferró de pronto con fuerza al débil cuello del niño.
Murmuró una frase y un hechizo de muerte comenzó a expandirse por su cuerpo.
-¿Por qué?- fue lo único que atinó a decir el chico, mirándole implorante a los
ojos mientras el hechizo se propagaba por su organismo, dibujando todas sus
venas y arterias de negro y necrosando su piel.
Damien recordó, pues era la única manera de responderse una vez más a sí
mismo -no al chico- esa pregunta. Recordó todas la vidas que había arrebatado la
Guerra Mágica, todos los destrozos que causó y como cambió el mundo para
siempre aquel derroche de magia en aras de la destrucción. Recordó que había
emergido de esa guerra como un héroe para el pueblo, pero que su corazón había
muerto, pues las vidas de los magos como él que había tenido que tomar lo
habían transformado en otra persona.
-Los hombres son estúpidos, y un Poder como la Magia en sus manos puede ser
letal para nuestro mundo.
La enseñanza que había obtenido tras cinco años de cruenta guerra había sido su respuesta:
-Pero, pero -tartamudeó el chico con un hilo ronco de voz, pues el hechizo se
extendía ya por su garganta-. Tú también eres mago… Iluminado.
Damien se mantuvo imperturbable, con su fría mirada fija en los ojos ya grises
del chico, su mano atenazando su cuello con los tendones tensos como hilos de
acero marcándose en su piel y sus facciones carentes de cualquier sentimiento
visible. Su antiguo nombre -con el que lo había bautizado el pueblo tras haber
dado muerte a Earwin el Ascendido, y terminar la Guerra- en los labios ya
cianóticos del niño, no pareció causarle la más mínima impresión.
-Sí -respondió-, pero yo soy el único estúpido al que puedo controlar.
Y diciendo esto soltó su cuello, dejando caer al pasto el cuerpo sin vida de la
única persona que ignoraba, que hacía mucho tiempo, había dejado de ser el
Iluminado para convertirse en El Renegado
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