RECUERDOS DE FAMILIA
Silvestre Pacheco León
El recuerdo más vivo que guardo de mi madre es su risa estentórea y festiva platicando en amena charla con sus amigas, que con frecuencia llegaban a visitarla hasta el otro lado del río, ya en las orillas del pueblo donde vivíamos.
Mi madre era una mujer alta y garbosa, de carácter fuerte, formada bajo los principios religiosos que trasmitió rigurosamente a sus hijos. Todo lo aprendió de mi abuela Aurora, una mujer elegante educada en colegio de monjas quien llegó a Quechultenango con sus padres huyendo de la Revolución y de las atrocidades que provocaba.
Mis hermanas recuerdan que lo mismo para barrer bien la casa que para ser honrado de conducta mi madre era repetitiva y persistente.
“Barre bien los rincones de la casa porque ahí es donde se esconde el demonio” y cada quien, con esa creencia, se esmeró toda su vida en cumplir con la recomendación.
Para la educación de los niños mi abuela repetía que frente a ellos “sólo comer y rezar”, porque todo lo aprenden de lo que escuchan y ven, les insistía.
Su padre Juventino era un hombre severo más allá de lo normal. Trataba sin miramientos y hasta con crueldad a sus hijos, especialmente a las mujeres.
Desde niños los educaba para el trabajo rudo del campo, y a ninguno le permitió ir a la escuela porque desconfiaba de los maestros y de sus métodos de enseñanza disipada en cuanto a los principios religiosos. Pero ni él ni su mujer que bien sabían leer y escribir se preocuparon tampoco por trasmitir el conocimiento de la letra a su abundante familia.
Mi abuelo conocía el arte de fundir campanas. Tenía su horno de barro y era meticuloso en formar el molde en el que vaciaba el metal fundido a altas temperaturas.
Era también hombre de leyes y con frecuencia lo llamaban para ocupar cargos en el ayuntamiento, pero su honradez rayaba en lo absurdo. Nunca miró por el bien de su familia sólo para que nadie pudiera señalarlo de aprovecharse de su cargo.
Mi abuelo ya era casado cuando heredó una fortuna nada despreciable de sus hermanas que dilapidó en un santiamén con mujeres.
La rigidez en la educación de sus hijos fue tan brutal que se negó a mandarlos a la escuela bajo el argumento de que los maestros eran disipados en sus principios, que en su enseñanzas no cuidaban los principios cristianos del temor a Dios.
La tiranía de mi abuelo para con los de su casa que era diametralmente lo opuesto de lo que él mostraba en la calle, era desmesurada y angustiante. Mi madre y sus hermanas sufrían cada vez que llegaba porque toda convivencia se convertía en reprimendas y golpes.
En su casa todo estaba prohibido, excepto rezar y cumplir con las tareas del hogar. Las mujeres no podían asomarse siquiera a la calle, mucho menos tener permiso para ir a una fiesta. Sólo les estaba permito salir por los mandados de rigor y para proveer de agua a la casa acarreándola del río.
Como complemento al clima de terror en que vivían, mi abuela descargaba en sus hijas su propia frustración de mujer engañada, encargándoles las tareas de la casa.
Mi madre y sus hermanas veían con desesperación que mi abuela, lejos de enfrentar a su marido por la mala vida y la infidelidad en que vivían, buscaba siempre la manera de no importunarlo para evitar su ira, al grado de ponerse a rezar en cuanto aparecía.
Para quitarle el enojo, mi abuela rociaba la casa y planchaba su ropa con agua bendita, porque decía que el diablo siempre lo acompañaba.
Era tan asfixiante el ambiente familiar que el único camino que las hermanas de mi madre veían como liberador era huir de la casa con el primer joven audaz dispuesto a lidiar con el suegro.
Cuando mi madre conoció a mi padre ella era una adolescente de apenas 14 años. Se miraron unas tres veces antes de comprometerse. Recuerda que una tarde, cargando el cántaro con agua, mi padre se acercó para intercambiar unas tres palabras con ella que bastaron para que se enamoraran.
No necesitaron de más pláticas, ni tampoco de cartas que, además, ella no sabía leer ni escribir. Mientras fueron novios se contentaba con escuchar su risa desde la esquina donde mi padre se reunía cada tarde con sus amigos.
Aquella vez que mi madre escuchó la propuesta de huirse con él, recuerda que no pudo conciliar el sueño porque , sin tiempo para pensarlo, le había dicho que sí. Pero su desvelo no era porque le preocupara la respuesta de su padre, sino porque festejaba ya la posibilidad de salirse de aquella prisión que era su casa. Por eso jamás le preocupó que mi padre fuera un hombre sin fortuna que se ganaba la vida como jornalero, sólo veía en él un camino a la libertad.
Aquella noche de luna en que se huyeron, sintió que había tomado la mejor decisión de su vida, por eso ni siquiera volteó a buscar el huarache que se le salió del pie al brincar el tecorral. Quería poner tierra de por medio, y sintió gusto que la llevaran a esconder en lo alto del cerro, hasta que su padre dijo estar dispuesto a perdonarla.
Por eso con cada hijo de su extensa prole reafirmaba el reto de sentirse dueña de su destino haciendo de cada uno persona de bien.
Su risa desinhibida, franca y plena que llega a mis recuerdos, no la he vuelto a escuchar, pero sigo mirando a la mujer que a sus 93 años es toda suficiencia.
Hay una foto en la que aparece como hija amorosa abotonando la camisa a su padre, es quizá la más profunda expresión del perdón por la vida que le dio, y la gratitud por haberla traído al mundo.
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