Pajaritos parte II: Humo

Pajaritos parte II: Humo

Fabiana Eckers

08/12/2018

Gris, el cielo no dejaba de llorar y rugir. Toda la ciudad tenía un halo de misterio. El olor a lluvia inundaba los pulmones y sentidos de Jairo. El abuelo preparando mate y el olor a tierra mojada que llegaba del patio, tan bien arreglado por las manos laboriosas y expertas en jardines de la nona. Era un día aburrido el que le esperaba, otro común en su rutina, sin sobresaltos. Caminaba de memoria recordando el olor a pan casero recién salido del horno que amasaba con tanto amor la abuela Carolina, en especial los días de lluvia. Un matecito, sentados los tres en las mecedoras, en el portal de la casa, viendo el jardín, charlando sobre lo que paso en el día, y con los últimos chismes del barrio recolectados por el abuelo Santiago. Humo.

Recién comenzaba el día pero ya se sentía cansado. Odiaba tener que trabajar los días de lluvia. Todo lo llevaba a revivir los días que compartía con las personas más antiguas que conocía y que no dejaban de sorprenderlo. La abuela Carolina era tan inquieta, siempre la encontrabas en el lugar menos pensado, tan silenciosa, siempre te daba unos buenos sustos. Le encantaba cocinar, y podías pedirle cualquier cosa de menú que ella se las ingeniaba para ponértelo en un plato. Esas comidas que te llenan, y aun así querés más. Las flores del cantero en frente de la oficina ni a los talones le llegan a las hermosas rosas del jardín de la nona. Insulsas, no hay nadie que las cuide correctamente, siempre están un poco amarillentas y sufren falta de agua, menos los días de lluvia. Gris, el cielo no dejaba de llorar y rugir. El misterio que envolvía a esas flores, atrapaba a Jairo, ¿quién habría colocado esas flores allí, para luego olvidarlas? Las rosas de la abuela Carolina, eran la envidia en el barrio, todos querían una flor, pero si te agarraba la abuela, no te iban a quedar ganas de acercarte otra vez ni siquiera a mirar su jardín. Buena, hasta que se metían con sus plantas. Humo.

Bostezaba siempre en el ascensor, esa musiquita solo le generaba más sueño. Trece pisos de hombres y mujeres metidos en cubículos trabajando en computadoras, sin mirarse, sin conocerse. Nunca había compartido más de dos palabras con sus compañeros en la oficina. Mejor, menos preguntas. El abuelo Santiago ya sabría todo de todos, le encantaba charlar. Salía temprano en su auto a recorrer el barrio, siempre tenía un cliente. Todos lo llamaban, sabían que era muy bueno arreglando prácticamente cualquier cosa del hogar y que no cobraba caro, además de que conquistaba con su simpatía. Así con el tiempo, él conocía a todos en el barrio, quien se iba, quien estaba enfermo, cuál era la nueva embarazada, quien andaba en trampas, en fin, sabía con detalles cada chisme y rumor del barrio. Cuando volvía a la casa para almorzar siempre tenía alguna novedad para contar, que poco le importaba a la abuela, a pesar de su indiferencia igual, él disfrutaba contando con lujo de detalles cada notición. Seguro en la oficina alguno era como el abuelo, conociendo a todos, pero ninguno como él, que no era malicioso con lo que sabía. Gris, el cielo no dejaba de llorar y rugir. El misterio de quien sería el chismoso de la oficina y cuanto sabría de él, lo dejaba pensativo a Jairo. El abuelo preparaba un mate y te invitaba a charlar contemplando el jardín, tanta información volátil, que a veces lo asustaba. Humo.

El café en la oficina nunca estaba rico, o estaba muy fuerte, o muy aguado, frío, con mucho azúcar, nunca disfrutaba de su sabor, pero lo tomaba para despertarse a media mañana. En la cocinita de la oficina no entraban más de dos personas por vez, tenía una pequeña ventanita que te dejaba ver un pedacito del parque, pero el pedacito más feo, donde dormían los vagabundos y siempre había algún crimen. Mirar por esa ventana ahora era más gris, anhelaba estar en su cama, el café no estaba cumpliendo su misión. ¿Cuantas noches habría dormido en ese banco?, ahora dormía otro extraño ahí, quizás con menos problemas que él o quizás con más. ¿Será prófugo de algo?, no parece estar preocupado por esconderse, él siempre se aseguraba de que nadie lo estuviera observando. Ya más de tres años escondido y nadie había preguntado nada raro. Gris, el cielo no dejaba de llorar y rugir. El misterio de quien era el nuevo vagabundo que ocupaba ese banco donde había dormido hace unos años, intrigaba a Jairo. ¿Será que quizás parte de las pesadillas que lo atormentaban entonces, quedaron grabadas en esas maderas? Ese extraño podría entonces así descubrir su verdad, que un día gris mientras la abuela arreglaba sus rosas y el abuelo preparaba el mate, olvidó cerrar la puerta. El grito de la abuela le erizo la piel, lo habían descubierto de nuevo. Así que, como ya había hecho, quemó toda la evidencia. Humo. Ese vagabundo no podría nunca descubrirlo, esas maderas eran de fiar, sino se convertirían en cenizas. Humo.

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