Invierno. Seis y media de la madrugada. Santiago de Compostela. Suena mi alarma. Me levanto a tientas. Voy directa a la cocina. Preparo el café. Me lo tomo a sorbos. Me pongo el uniforme de la libertad, el chándal de correr. Abro la puerta para salir. Me saluda el olor característico de la vecina. Enciendo el mp3. Suena Stevie Wonder y me hace ver lo que él no vio pero sí sintió. Empiezo a correr ya antes de atravesar la puerta principal.

Voy directa a mi lugar secreto. Al árbol de la vida. Al punto, probablemente, más alto de la ciudad. Al rincón mágico del parque de la alameda y desde ahí veo la catedral compostelana y me recuerdo que esa catedral, antes de estar en la plaza del Obradoiro, estuvo en la mente de alguien. Ya el maestro Mateo en el siglo XI, antes de esculpir el pórtico de la gloria, lo imaginó libremente, y la fachada de esa catedral antes de levantarse estuvo en la mente de Casas Novoa en el siglo XVIII. Y entonces sonrío para mis adentros admirando el ingenio humano.

Estiro un poco. Hago el paripé para no marcharme de ese lugar, para estar más tiempo a solas, para no iniciar la rutina diaria, para no escuchar el ruido de la gente.

Por la noche, varias veces, trato de llamar a mamá, pero como de costumbre, hoy tampoco hay cobertura en los Campamentos de Refugiados Saharauis de Tinduf. Tiro el móvil sobre la cama. Quería volver a escuchar sus sabios e inamovibles consejos, sus alabanzas al dios que nunca vi, su amable voz, su reconfortante risa, pero no. Hoy tampoco hay cobertura.

Enciendo el incienso indio. Pienso que pintar o leer algo, podría ser una buena idea, pero no. No me apetece nada. Ceno y me duermo.

Invierno. Seis y media de la madrugada…

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