Saliendo de la última clase el chico que me gustaba me acompañó hasta mi casa. No podía evitar comportarme como una niña cada vez que interactuábamos. Creo que a él le pasaba algo parecido, pues su casa se encontraba a dos calles de distancia de la mía, y aún así me solía acompañar todos los días.

Esa tarde debíamos asistir a la escuela para las clases de la tarde; él no podía descuidar sus materias y yo no estaba dispuesta a desaprobar. Puede que suene cliché; el chico malo que no le importaba la escuela y la inocente chica que hacía hasta lo imposible por tener las mejores calificaciones del salón. La realidad distaba un poco de eso. Tal vez él, a quien llamaremos Augusto, no era el más aplicado del salón, ni siquiera en su grupo de amigos (cabe resaltar que sólo eran cuatro y yo formaba parte de ellos); lo más probable es que sus amistades fuera de la escuela no fueran las mejores, pero a pesar de esto era un gran chico. Yo tampoco era la mejor de salón, me bastaba con aprobar, y de hecho, un par de materias corrieron peligro por pasar demasiado tiempo con él.

Puede que sí buscaba dar la imagen del chico malo para impresionar, pero la ternura y la inocencia de un adolescente en su primer año de secundaria ganaban. ¿A qué ternura e inocencia me refiero? Pues a la que refleja en los ojos de quien te invita a ver nubes. Yo, niña enamorada, aceptaba. Y así pasábamos todas las tardes antes de ir a clases, por supuesto que esa tarde no fue la excepción.

Amaba pasar tiempo juntos, y una parte de mí consideraba que también lo amaba a él. Sí creyera en el destino, podría decir que conspiró para que pudiéramos vivir una partecita de nuestra vida juntos. Ambos en el mismo salón, con hogares convenientemente cercanos, dos parques a pocas calles y un cielo lleno de infinitas imágenes absurdas.

Para no romper nuestra tradición, una vez que mi padre fue hacía su trabajo, Augusto pasó por mí y juntos fuimos hacia el parque. Recuerdo los intensos colores del cielo y las nubes aquel día, ideal para pasar toda la tarde acostados en el césped buscando formas o convenciendo al otro de lo que veíamos. Nunca fue nada más que ver nubes, éramos dos niños disfrutando de la simpleza del lugar. Dos niños que se sentían intimidados estando solos, y aún así era su sentimiento favorito.

Esa fue una tarde más del millón de tardes juntos. Todas eran diferentes, pero es la que tengo más presente a pesar de que los años siguen pasando. Recuerdo estar tan tranquila a su lado, no quería irme, sólo quería admirar el cielo por el resto de mi vida. Pero solo tenía 14 años, el resto de mi vida era mucho tiempo. Hoy pienso que sí sería capaz de buscarle forma a las nubes todos los días que me faltan por vivir, pero dudo que él también estuviera dispuesto.

Como dije antes, éramos niños recién entrados a la adolescencia, pero confamilias algo distintas. Mientras mis padres priorizaban que crezca en un entorno de inocencia pura, los suyos lo dejaban vivir con total libertad. Por aquellos años no me gustaban los tatuajes ni los piercings, lo último que deseaba escuchar de mis amigos eran experiencias con drogas o sexo, el alcohol y las discotecas no captaban mi atención, mi hora de llegada era las 7 p.m, y las horas previas eran llamada tras llamada de mi madre. De hecho, ellos son la razón de mis calificaciones, no tenía prohibido reprobar, sin embargo cuando ocurría el miedo me invadía completamente antes de comunicárselos. Puede sonar algo estricto, pero el cariño de ellos nunca me faltó. La realidad de Augusto era bastante distinta, se puede resumir en que sus padres no recordaban tener un hijo. Toda su infancia y adolescencia fue sin padres, sin límites y sin amor. Aún sin ser madre podría asegurar que nuestros padres se equivocaron al educarnos: yo no debía sentir miedo por decirles que reprobé, y a él no debía sentir no significar nada para ellos.

Intenté ayudarlo siempre que pude, quise que su vida sea un poco como lo era la mía. Supongo que pensó que era tierna o egocéntrica, me gusta creer que era la primera opción. Pero ambos éramos muy tercos, siempre queríamos tener la razón. No podíamos estar todo el tiempo divirtiéndonos, ¿qué tan falsa sería una amistad si todo era risa? Me preocupaba por él, por lo que hacía, sus notas, sus sentimientos. Estaba muy cegada por mi realidad creyendo que era la mejor. Según mis padres, toda decisión que yo tomara debía pasar por ellos antes, debía conseguir su aprobación antes de actuar. Para Augusto el consentimiento de sus padres era inexistente, él podía hacer lo que quisiera porque solo él tenía el poder sobre su vida. Diferíamos en tantas cosas.

La hora para ingresar a clases se acercaba y nosotros seguíamos anonadados con la cantidad de nubes que había ese día. El tiempo pasaba muy rápido cuando estábamos juntos, realmente deseaba seguir recostada en el césped junto a él, sin hacer nada, haciéndolo perfectamente. Ya solo faltaban 15 minutos para que comience la clase. Giré mi cabeza para mirarlo, estaba hipnotizado con el cielo. Era tan lindo. Sus ojos marrón oscuro, su pelo negro despeinado, su primera barba, sus mejillas, sus dedos con anillos y sus manos calientes; fue la primera vez que me sentí hipnotizada por alguien. Creé una imagen perfecta e inalcanzable en mi cabeza; en aquel momento no me dí cuenta de lo insano que era la manera en que lo idealizaba. No se asemejaba en nada a lo que realmente pasaba; no pertenecíamos a una ficción romántica. Tras darse cuenta de que lo observaba volteó para decirme algo que me descolocó. Mi sonrisa se desvaneció al igual que el brillo que me provocaba en los ojos. Las mariposas de mi primer enamoramiento se esfumaron, más bien fueron decapitadas. Me senté en mi lugar y miré el césped, el celeste y blanco del cielo me quemaban la mirada, ya no quería admirar las alturas buscando formas ridículas. Necesitaba tocar tierra, y lo hice con un doloroso golpe directo en la cara.

Augusto no estaba sorprendido, de hecho creo que lo esperaba. Solo me miró con incertidumbre esperando a que reaccionara; sentí presión sobre mí, pues no sabía que hacer o decir. Quería llorar sola en mi habitación y que mi madre me abrace; no quería volver a verlo, estaba sufriendo de una manera que sentí que nunca acabaría. Fui incapaz de reaccionar. El camino frente a mí se volvió lo único que pude ver, y decidí tomarlo. Me levanté y, sintiendo todo aquello que nadie sabe describir, caminé. No levanté la vista hasta que se acabó el parque. Miré hacía los lados, crucé la calle y fui hacía el Instituto. Aquel chico del que me enamoré no lo volví a ver en lo que restó del año, solo vi a un compañero más del montón. Nadie relevante en mi vida, no podía aportar nada y, por lo contrario, sentí que restaría.

Creí que cualquier persona que fuera su amigo tendría suerte de tenerlo en su vida, qué equivocada me sentí. Pero no lo estaba, hoy puedo corroborarlo. Tuve miedo cuándo sentí que estaba mirando muy alto y, mierda, hoy quiero ver aún más allá. No quiero volver a tocar el césped ni ver el color verde, solo quiero elevarme lo más alto que pueda y volver a ver absurdas figuras en las nubes. Las horas que pasaban como minutos, las risas en el parque vacío, las manos sudadas y los nervios de niños. Sé que Augusto no se sintió despreciado, de hecho es probable que notara la inseguridad en mis ojos y comprendiera mis insólitas maneras de querer protegerme. Tarde descubrí quedebí caer antes del planeta al que me subieron, para que cuando él lo intentara bajarme a las nubes no me hubiera espantado el vértigo.

Su manera de ver el mundo no era peligrosa; mi aislada visión de un planeta paralelo sí lo era.

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