La casa amarilla

La casa amarilla

Lucas Miranda

04/12/2018

Al llegar del trabajo el señor Borja no se percató de que su casa estaba amarilla: los goznes y el pomo de la puerta, el pórtico, los arriates con claveles (antes rojos); la puerta y el caminillo que guiaba hacia entrada principal eran amarillos, así como también lo eran las cortinas de la cocina, los cristales de las ventanas y la fachada de cemento. Al ingresar a la sala se anunció al resto de la familia, pero nadie respondió a su llamado de forma inminente. Al cabo de unos segundos, un niño surgió de entre las sombras (las luces estaban apagadas): su hijo, que contrario a lo que se hubiera pensado, conservaba su color natural, tenía los ojos extrañamente dispuestos en el rostro. Aunque el cambio era leve, no dejaba de ser inquietante: el ojo izquierdo había descendido medio centímetro en relación con el derecho. El señor Borja arrojó su abrigo a un mueble cercano y se arremangó la camisa. “¿Dónde está tu mamá?”, preguntó al niño. Pero si bien su hijo contestó sin demora, sus palabras no configuraban ningún sentido: “Afuera, en la calle, amarillo”.

Justo a tiempo para socorrerlo, se abalanzó sobre él su hija, que ateniéndose a su papel de hermana mayor, ignoró al más pequeño. “¿Qué pasó con tu mamá?”, preguntó nuevamente el señor Borja, y, como si hubiera comprendido la respuesta de su hijo, agregó: “Me contó que sigue enferma”. La niña asintió con la cabeza: “Pero está mejorando”, repuso a su vez, al tiempo que esbozaba en su rostro una sonrisa animosa. El señor Borja disfrutaba de forma especial aquel aire feliz de su hija, pues en momentos de gran exultación sus ojos brillaban tiernamente como dos centellas. Esta vez no fue diferente. “Muy bien”, comentó: “Iré a verla en cuanto termine de comer”. Al niño, en cambio, no pareció gustarle esa decisión: “No, no. Comerás afuera”, repitió un par de veces aferrado al brazo del padre antes de que este terminara por sentarse en uno de los banquitos de la cocina, mientras su hija le servía fielmente la merienda. “Es estofado de pollo”, anunció ella. Sin embargo, al colocar el plato en el mesón, la comida resultó ser otra cosa: carne frita acompañada de una buena porción de puré de papas y arvejas. El señor Borja comió sin objeciones. Exactamente cinco minutos después, el plato estaba vacío; se limpió la boca con una servilleta y comentó: “La carne del pollo estaba un poco dura”. “Sí, respondió la niña. Fui yo quien cocinó, y aun no sé hacerlo”, añadió, a modo de justificación.

Al llegar al piso superior luego de subir por las escaleras, el Señor Borja, precedido de sus hijos, irrumpió en el cuatro matrimonial. Su esposa yacía recostada sobre la cama. De pies a cabeza su piel, al igual que los ojos, lucía un hermoso tono de amarillo. Empero, conservaban su color natural el cabello moreno y lacio, las ojeras, y los vómitos que de cuando en cuando derramaba dentro de la taza del baño. A pesar de estar cubierta por dos colchas gruesas y tres sábanas, temblaba como si se hallase completamente desnuda. El señor Borja se acomodó a su lado y le acarició la cabeza con la yema de los dedos. La mujer se volvió hacia él y le ofreció una sonrisa tierna. “¿Te sientes mejor?”. “Ya estoy totalmente recuperada, pero me duele un poco la cabeza”, dijo la mujer. La enfermedad no había opacado su belleza juvenil. Los niños saltaron a reunirse con sus padres en el lecho. El señor Borja comentó las novedades del trabajo con su esposa, mientras los niños, erguidos sobre el colchón, iban de un lado al otro, importunando el descanso de su madre. “Mañana llegaré tarde del trabajo. Me han encomendado ultimar los detalles de un caso”. “Algún día llegarás a ser juez”. “Sí, tardé o temprano tendré que ocupar ese puesto”. “Siempre has querido serlo”. “Ya no con la misma intensidad…”, mientras hablaba, su esposa se despojó de las sábanas y corrió al baño. “… Todo ha cambiado. Mi trabajo ya no me satisface por completo. Aun así, continúo cumpliendo con mis obligaciones de forma eficaz. Si hay algo que prevalece ante todo es mi deseo por realizar una buena labor. Al menos, gracias a esto, nadie puede condenarme”. Mientras se explayaba en su soliloquio, su esposa apareció en la abertura del baño. Se había apoyado en la jamba a causa de un profundo dolor. Al unirse al señor Borja otra vez en el lecho matrimonial, se aferró al brazo de su esposo en un gesto de amor.

A la mañana siguiente, el sol despuntó en el horizonte finamente perfilado, como si hubiese sido recortado a pulso de máquina. El señor Borja se levantó y se encaminó al cuarto de baño. No le importunó el olor a enfermedad atascado en cada una de las baldosas. Cumplió su ritual diario sin problemas. Una vez acicalado, se dirigió al cuerpo de su esposa, que descansaba en el mismo lugar que lo había dejado la noche anterior, y le regaló un beso en la frente. La mujer pareció despedirse de su marido cuando este salió por la puerta. Pero aquel falso gesto se trató simplemente de la fría mano de la esposa del señor Borja que, vencida por su propio peso, cayó hasta colocarse en su flanco derecho.

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