No puedes esconder el humo

No puedes esconder el humo

El día en que llegó a Orense se había acabado de producir un incendio forestal en las afueras de la ciudad y un humo denso y gris cubría todo el horizonte. Esa fue la primera imagen que tuvo de aquella región gallega y de Galicia toda. Pero habría de transcurrir aún mucho tiempo para que Maurice Kwizera, profesor de geografía general y aficionado de la pintura, pudiese reparar en ello. En el momento de su llegada, mientras el tren donde viajaba junto a su esposa y sus dos hijas pequeñas se aproximaba a la estación ferroviaria y ellas observaban desde la ventanilla el ir y venir de los helicópteros de la Guardia Forestal, él solo atinaba a pensar en la irrevocable decisión que se había atrevido a tomar.

Hacía apenas unas semanas ellos estaban viviendo una vida feliz y bastante apacible en su ciudad natal cuando se corrió la voz de que una nueva guerra civil se había desatado en la nación y de que la misma sería más extensa y sanguinaria que todas las anteriores. Habituado como estaba a vivir en aquel país del África subsahariana donde los enfrentamientos violentos entre los distintos clanes eran solo superados en magnitud y proporciones por las historias que luego se contaban sobre ellos, Maurice Kwizera decidió no prestarle mucha atención al alarmante rumor en un inicio. “No se preocupen –le comentó a sus colegas del claustro de profesores–. Esto es lo mismo de siempre”. Un par de días más tarde, sin embargo, cuando el ruido ensordecedor de los proyectiles y de las bombas se escuchaba a toda hora y el pánico se había apoderado de la ciudad entera, Maurice Kwizera comprendió que las cosas realmente podían llegar demasiado lejos en esta ocasión y decidió buscar un mejor destino para sí mismo y para los suyos. Le asustaba la idea de tener que marcharse de repente y dejarlo todo atrás, pero le aterrorizaba aún más la posibilidad de permanecer allí y poner en riesgo las vidas de su esposa y de sus dos hijas.

Fue justo por esos días inciertos cuando recibió otra llamada telefónica de Pierre, su mejor amigo de la infancia. Hacía casi una década que este, tras haber cruzado el desierto de Sahara en una caravana liderada por traficantes humanos, había conseguido llegar a España y allí se las había agenciado para montar su propio negocio y convertirse en un hombre exitoso y adinerado. Y desde entonces todos los años, sin excepción alguna, llamaba con cierta frecuencia a su viejo amigo para intentar convencerlo de que emprendiese la misma aventura. Y todos los años Maurice Kwizera le respondía lo mismo: que no podía abandonar la tierra donde habían vivido sus antepasados por los siglos de los siglos y que tanto él como su familia eran felices allí.

Pero en esta última ocasión, sin embargo, Maurice no puso reparos a los insistentes requerimientos de Pierre y se limitó a pedirle instrucciones para efectuar con éxito el viaje hacia la península ibérica. Aún sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, y temiendo un repentino cambio de parecer de su amigo, Pierre se apresuró en explicarle todos los detalles precisos y le prometió, además, que sería él mismo quien los recibiría en persona en la estación de trenes y quien se encargaría de buscarles trabajo y alojamiento una vez que ellos arribaran.

Pero Pierre no estaba allí esperándolos cuando Maurice Kwizera y su familia descendieron del tren en la estación ferroviaria de Orense tres semanas más tarde. En un inicio, al ver que no distinguía su rostro entre la multitud de personas aglomeradas en el andén, Maurice supuso que a su amigo se le había hecho tarde y que lo vería aparecer de un momento a otro por la entrada principal. Media hora después, sin embargo, al comprobar que esto no sucedía, se consoló con la idea de que quizás Pierre había enviado a alguna persona de confianza a recibirlos y empezó a buscar por todos lados a alguien que estuviese portando un cartel con su nombre. Pero cuando tuvo la certeza absoluta de que ninguno de los allí presentes tenía en sus manos cartel alguno, y sobre todo, cuando vio que las manecillas del viejo reloj de la estación siguieron corriendo durante otras dos horas y nadie vino a buscarlos, Maurice Kwizera descartó también su segunda hipótesis y aceptó, irremediablemente, que ni Pierre ni ninguno de sus supuestos emisarios iban a aparecer jamás. Solo entonces comprendió, para su disgusto, el grave error de juicio que había cometido: la confianza desmedida en su viejo amigo le había llevado a subestimar por completo la etapa más difícil del viaje, la de la llegada, y ahora tenía que arreglárselas por su cuenta y sin haber concebido ningún plan alternativo con anterioridad.

El primer obstáculo que se les presentaba era el idioma, pues nadie en la familia sabía hablar español y muchísimo menos gallego y les resultaba bien complicado, entonces, resolver las dos necesidades imperiosas que les surgían de improviso: un sitio seguro donde guarecerse y un poco de comida caliente para reponer las energías perdidas. Pero incluso de haber podido averiguar la ubicación de un hostal barato y de una fonda cercana, hubiesen seguido estando en la misma situación de desamparo, ya que no tenían cómo pagar. En repetidas ocasiones a lo largo de su travesía por el desierto habían visto como los líderes de la caravana dejaban abandonados a aquellos viajeros que se rehusaban a pagar más dinero del inicialmente acordado, y evitando correr un destino semejante, ellos no solo habían terminado por ceder la totalidad de sus ahorros, sino también todas sus pertenencias personales de valor – excepto una caja de pinceles y un pequeño globo terráqueo que no resultaron de interés para los traficantes. Estaban, por tanto, en un callejón sin salida.

Maldiciéndose por el error imperdonable de no haber previsto aquel desenlace, Maurice Kwizera le pidió a su familia que no se moviera del lugar donde estaba y salió a buscar a alguien con quien pudiera entenderse de alguna manera y que pudiera ofrecerles ayuda. Su cabeza era un torbellino vertiginoso de reproches y apenas si podía contener la inmensa ira que sentía consigo mismo. Era tanta su turbación que no notó que llevaba desatados los cordones de su zapato derecho, y tras caminar así un rato sin que sucediera nada, terminó por pisárselos con brusquedad y cayó al suelo con estrépito. ‘Estúpidos cordones de mierda’ – exclamó mientras daba un manotazo en el piso y levantó enseguida la mirada, un poco avergonzado, para ver cuántas personas habían notado su ridícula caída. Y fue entonces cuando lo vio. Fue entonces cuando divisó a quien podía arrojar, quizás, un poco de luz y de esperanza sobre su situación actual.

Algunos metros más allá había, en efecto, un hombre bajo y regordete que tenía aspecto de ser oriundo del lugar y que, al parecer, podía hablar francés de manera fluida pues justo en ese instante estaba conversando con un grupo de viajeras que, según todo indicaba, provenían de aquella nación. Aunque Maurice Kwizera intuyó de inmediato la procedencia exacta de las mujeres –sus maneras eran inequívocas y una de ellas, la más joven, llevaba la bandera francesa tatuada en la nuca–, aguzó el oído y trató de comprobar si podía entender lo que estaban conversando. Los retazos aislados de frases que llegaron hasta él le confirmaron sus sospechas: las mujeres eran un grupo de turistas marsellesas que estaban emprendiendo, por segunda vez, la célebre peregrinación hacia la catedral de Santiago de Compostela, y el hombre petiso y rechoncho era el posadero local que les había brindado alojamiento y que ahora las traía en coche a la estación ferroviaria porque ellas habían decidido hacer el último tramo del recorrido en tren.

Maurice esperó con expectación a que culminara la despedida y se dirigió entonces al encuentro del hombre. No tenía una idea clara sobre cómo lo iba a abordar, pero no pretendía dejarlo marchar sin haberlo interrogado antes: era una oportunidad única. Así que, después de poner la mejor de sus caras, se interpuso en su camino. “¿Por casualidad habla usted francés?” – le preguntó con cortesía–. “Solo un poco”– le respondió de mala gana el hombre–. “Le ruego que me ofrezca alguna orientación, señor” –continuó Maurice–. “Acabo de llegar a este país con mi familia, la persona que debía recibirme no aparece por ninguna parte y no conozco a nadie más”–le dijo en un tono casi de súplica y le relató entonces, de manera sucinta, todo lo que había sucedido. El posadero escuchó la historia con cierta aprensión primero pero luego, a medida que avanzaba el relato, comenzó a sentirse apenado por las desventuras de su interlocutor.

Se llamaba Anxo Bouza y era, a primera vista, un hombre taciturno y bastante hostil. Pero detrás de aquel caparazón de crustáceo que utilizaba para defenderse del mundo exterior había, en realidad, un corazón sensible capaz de entregarlo todo a quienes sabían ganarse su cariño. No había avanzado mucho en los estudios pero tenía un talento innato para aprender cualquier idioma y había llegado a dominar más de cuatro, además del suyo propio, tras haber recorrido casi toda Europa en su juventud. Sabía bien lo dura que podía llegar a ser la emigración a un lugar lejano –pues justo así había comenzado su largo periplo europeo– y por eso siempre había sentido una especial compasión por la suerte de los inmigrantes y una gran disposición por ayudarlos. Así que tras escuchar con detenimiento a Maurice Kwizera, y luego de conocer al resto de su familia, decidió acogerlos en una de las habitaciones de su modesto hostal y les aseguró que podían quedarse a vivir allí el tiempo que fuese necesario sin tener que pagar un solo centavo. “Eso sí –puntualizó con seriedad–, la señora tiene que ocuparse de todos los requerimientos del servicio doméstico y las niñas no deben molestar jamás a los otros huéspedes”. Hizo una pausa para disfrutar la expresión de asombro reflejada en los rostros de Maurice y de su esposa mientras estos asentían en silencio, y entonces, como un mago veterano que guarda su mejor truco para el final, sacó el as que llevaba escondido bajo la manga: “Y tengo también un empleo para ti –apuntó con el índice hacia Maurice–, pero de eso hablaremos mañana. Ahora vamos al hostal, que ustedes necesitan descansar”.

A la mañana siguiente, mientras desayunaban todos en el patio del hostal, el señor Bouza les contó que poseía también un viejo restaurante en el otro extremo de la ciudad, y que Maurice Kwizera podría trabajar allí como pinche de cocina. “No tendrás contrato oficial y las horas de trabajo serán extensas, pero ganarás un buen sueldo y es quizás la única oportunidad de trabajo que encontrarás” – le explicó. Para Maurice, que apenas un día antes se había visto abandonado a su suerte y sin ninguna alternativa, aquella oportunidad lo era todo: era un nuevo comienzo. Y así se lo hizo saber a Anxo Bouza con un fuerte apretón de manos. “No olvidaré su ayuda” –le dijo con verdadera emoción–. “Y espero devolvérsela algún día”. Pero el señor Bouza negó con la cabeza y le respondió de inmediato: “Aunque las migraciones existen desde que el mundo es mundo nadie, en realidad, quisiera ser un inmigrante” – y enseguida, tras una breve sonrisa, agregó: “Y nosotros los gallegos lo sabemos bien”.

Esa misma tarde, cuando fue conducido por el posadero a la cocina de su restaurante, el antiguo profesor de geografía Maurice Kwizera se prometió que consagraría todo su empeño en convertirse, a partir de entonces, en un cocinero formidable. Era cierto que no sabía nada sobre el arte culinario español y muchísimo menos sobre la cocina gallega, que no dominaba casi ninguno de los variopintos implementos que se utilizaban para preparar las comidas y que apenas podía entenderse con el viejo cocinero local al que acababan de presentarle. Pero él siempre había tenido mucha confianza en su extraordinaria capacidad de aprendizaje, sobre todo cuando se concentraba por completo en una única actividad. Y en aquella cocina solo había, en realidad, una cosa que podía hacer para aprender: tener los ojos bien abiertos y no perderse ningún detalle. Y eso fue justamente lo que hizo.

Desde la jornada inicial, mientras ayudaba a que los pedidos salieran a tiempo, Maurice Kwizera se dedicó a estudiar cada uno de los movimientos del anciano cocinero y luego, al acabar cada turno, empezó a apuntar en un cuaderno las cosas que iba aprendiendo. Fue tal su determinación por superarse que, al cabo del primer mes de trabajo, dominaba ya el recetario completo de la cocina gallega y había empezado, además, a elaborar platos típicos de otras regiones de España, de forma que el señor Bouza no tardó en dejarlo a cargo de la cocina por las noches y le asignó al otro cocinero el turno de por las mañanas.

Al culminar ese mismo mes, Maurice Kwizera respiró con alivio cuando recibió su primera paga y vio que disponía de fondos nuevamente. Nada le hubiese gustado más entonces que correr a una tienda cercana y comprar varios obsequios que le permitieran compensar a su familia, de algún modo, por todos los cambios abruptos que habían tenido que atravesar. Pero sabía que sus destinos continuaban siendo inciertos y que era mejor gastar solo lo imprescindible y ahorrar para el futuro. De manera que al recibir el dinero de manos del señor Bouza, le solicitó orientación con respecto a la compra de víveres y de ciertos enseres, y le pidió que lo ayudara a depositar el resto de sus ganancias en una cuenta bancaria. “Yo me encargaré de tus compras hasta que puedas hablar español con fluidez” –le respondió el señor Bouza–. “Pero el dinero sobrante vas a tener que quedártelo tú y guardarlo en algún sitio. No puedo abrir una cuenta bancaria a tu nombre porque eres un inmigrante ilegal, y por motivos que no te puedo explicar, tampoco me es posible ingresar ese dinero en mi cuenta”.

La destreza y la buena reputación de Maurice Kwizera como cocinero fueron aumentando con el tiempo, y transcurridos algunos meses, el antiguo profesor de geografía no solo había logrado que se duplicara la afluencia nocturna de público al restaurante sino que había conseguido, incluso, que el propio Anxo Bouza comenzara a invitar a sus amistades un par de veces por semana. Durante semejantes veladas, que ocurrían siempre después de que la clientela habitual y el personal del restaurante se habían marchado, Maurice permanecía atento en la cocina hasta entrada la madrugada, dispuesto a satisfacer cualquier antojo culinario que pudiera surgirle al señor Bouza y a sus invitados. Desde allí los escuchaba conversar alegremente y reírse a carcajadas en muchas de las ocasiones. Pero en otras, sin embargo, los sentía hablar con gran seriedad sobre asuntos de distinta índole. Y a pesar de que por entonces él ya manejaba con soltura el español, le resultaba imposible discernir de qué se hablaba en tales momentos porque todos bajaban siempre la voz y empezaban a conversar en gallego.

Una de aquellas noches, tras cumplirse el primer año de su llegada a Galicia, Maurice Kwizera estaba distraído en la cocina mientras asaba unos pimientos de Padrón y preparaba unos mejillones al vapor, cuando se percató de que la conversación sosegada que hasta entonces habían mantenido el señor Bouza y uno de sus amigos en el salón principal había cambiado de tono y se había convertido, de pronto, en una discusión. Por un momento intentó ignorar lo que sucedía y siguió concentrado en los platos que estaba elaborando, aunque sin desatender por completo el ríspido intercambio de frases que llegaba desde el exterior. Pero cuando las frases se convirtieron en insultos y dieron paso a un estruendoso altercado entre los dos hombres, Maurice Kwizera abandonó con premura todo lo que estaba haciendo y salió de la cocina dispuesto a intervenir de inmediato.

No bien hubo entrado en el salón cuando presenció al señor Bouza tendido en el suelo y haciendo un esfuerzo considerable por escudarse de la golpiza que le estaba propinando su supuesto amigo. Y aunque desconocía por completo los motivos ocultos detrás de aquella pelea y no tenía claro quién podía tener o no la razón, Maurice Kwizera no se cuestionó ni por un segundo su fidelidad hacia Anxo Bouza, y agarrando una bandeja que descansaba sobre una mesa cercana, se precipitó contra el agresor y le asestó un golpe certero que le hizo rodar por el piso. El hombre, sorprendido por la intervención inesperada de alguien cuya presencia había olvidado, y conocedor de que estaba ahora en una posición de evidente desventaja, se levantó con celeridad y se marchó del lugar lo más rápido que pudo, no sin antes gritarle al señor Bouza a voz en cuello: “Esto no quedará así, lameconas”.

Anxo Bouza necesitó unos instantes para ponerse en pie y entonces, sin decir una sola palabra, se dirigió a la amplia alacena que se hallaba detrás de la barra y extrajo una botella de Jack Daniel’s y dos vasos de whisky. Regresó con un andar apesadumbrado y señalando con el índice la mesa que estaba más alejada de la entrada principal, le indicó a Maurice Kwizera que lo acompañara. Una vez acomodados allí, el señor Bouza destapó la botella con cierta parsimonia, rellenó los dos vasos casi hasta el borde y permaneció sumido en su mutismo por un par de minutos. Cuando habló, finalmente, su voz parecía más triste y apagada que nunca. “Hay errores que arrastramos toda la vida, ¿sabes?” – dijo y apartó enseguida la mirada para que Maurice Kwizera no lo viera enjugarse las lágrimas de rabia que no había podido contener. “Tómate otro trago” – le ordenó con gentileza una vez que hubo recobrado la compostura –. “Tengo algo muy importante que decirte”.

Y entonces se lo dijo. Le contó que aquello que acababa de suceder lo obligaba a cerrar todos sus negocios y a huir lejos. Tenía que partir cuanto antes y llegar a algún sitio remoto de Galicia o incluso de España donde le fuera posible esconderse por un tiempo, pues vendrían tras él nuevamente y esta vez no sólo serían varios, sino que actuarían, además, de manera implacable. Sabía que cuando regresaran, al no encontrarlo, se dedicarían a interrogar con dureza a cualquiera que pudiera tener la más mínima información sobre su paradero, así que le aconsejaba que fuese a buscar a su familia, recogiera todas sus pertenencias y se largara de allí sin perder más tiempo. “Sé que es difícil lo que te estoy pidiendo – añadió el señor Bouza –. Pero prefiero saber que estás buscándote la vida y no rogando por ella”.

De modo que Maurice Kwizera tenía que volver a empezar. Una vez más debía hallar un sitio seguro donde alojarse con su familia y un trabajo clandestino que les garantizara el sustento. Pero esta vez, sin embargo, no empezaría exactamente desde cero. Anxo Bouza le había facilitado el nombre y la dirección de un viejo conocido que vivía en otra ciudad y que era probable que pudiera ofrecerle algún empleo, y le había entregado, además, una carta para este donde le explicaba todo y donde le pedía su colaboración. Y, por otra parte, el antiguo profesor de geografía había conseguido ahorrar y esconder –dentro del pequeño globo terráqueo que había traído desde África – una suma de dinero que era suficiente como para rentarse por varios meses con su familia en algún lugar decente.

El viaje en bus hasta la comarca de Verín, en el extremo sur de la propia región de Orense, transcurrió más rápido de lo que Maurice Kwizera había previsto y encontrar un buen sitio donde alojarse tampoco le tomó mucho tiempo. Un poco más complicado, en cambio, fue dar con el paradero exacto del amigo de Anxo Bouza, aunque al final también lo consiguió después de una hora de búsqueda. Pero la apariencia del hombre que le abrió la puerta en aquella dirección distaba mucho, sin embargo, de la descripción física que le había dado el posadero. No se trataba, en efecto, del señor esbelto y entrado en años que Maurice Kwizera esperaba encontrar, sino de un sujeto pequeño y flacucho que no sabía en lo más mínimo quien era Anxo Bouza y por qué demonios le había enviado allí. Así que, sin poder contactar al posadero y sin tener más información que aquella carta sellada con una dirección errónea apuntada al dorso, a Maurice Kwizera no le quedo más remedio que regresar a la pensión donde había dejado a su familia, tratar de descansar un poco esa noche y disponerse a buscar algún empleo a partir de la mañana siguiente.

El primer día de pesquisas caminó varios kilómetros a la redonda, preguntando aquí y allá, y todo lo que obtuvo fueron respuestas negativas. Preguntó inicialmente en bares céntricos y en restaurantes cercanos, y luego en cualquier otro negocio de índole gastronómica donde le dieran una oportunidad de poner en práctica sus nuevas dotes de cocinero, pero nadie parecía interesado en contratar a profesionales de la hostelería en aquella comarca. Al segundo día decidió, por tanto, cambiar de estrategia y salió a ofrecer sus servicios como pintor de brocha gorda, cuidador de ancianos desvalidos, maestro de niños pequeños y como practicante de cualquier otro oficio que supiera ejercer con cierta profesionalidad, pero tampoco tuvo suerte. Ni la tuvo al tercer día, al cuarto, o en los diez días siguientes. Solo entonces pudo comprender la crudeza de la nueva realidad a la que se había expuesto: no era que los múltiples servicios que estaba ofreciendo no fuesen necesarios, era que nadie allí estaba interesado en ayudar a un inmigrante de semejante aspecto y de desconocida procedencia. Pero él no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad. Así que, a pesar de los resultados desalentadores, tomó la determinación de seguir insistiendo.

Casi un mes después, al comenzar una nueva jornada de averiguaciones, se percató de que el sujeto pequeño y esmirriado que había conocido por equivocación el día de su llegada a Verín lo estaba siguiendo. Como no tenía forma de saber si era una simple casualidad o una persecución premeditada, Maurice Kwizera se propuso averiguarlo y decidió cruzar a la acera de enfrente y apurar la marcha, solo para comprobar que el hombrecillo también hacía lo mismo con cierta discreción. En busca de una prueba final, Maurice determinó entonces cambiar el rumbo y escabullirse por una calle lateral, y tras esta maniobra el sujeto pareció seguir de largo y perderse de vista por completo, pero terminó reapareciendo momentos más tarde y continuó tras sus pasos. Decidido a acabar con aquel misterio de una vez y por todas, el antiguo profesor de geografía giró de pronto sobre sus talones y le plantó cara. “¿Por qué seguirme a mí?” – le preguntó en el mejor español que sabía hablar. “Tengo una propuesta que te va a interesar” – le aseguró el hombrecillo. “¿Me acompañas?”.

Maurice Kwizera dudaba que alguien con quien apenas había intercambiado unas palabras pudiera tener una propuesta interesante que hacerle. Pero decidió escucharlo de cualquier forma porque, en realidad, no tenía nada que perder: era pleno mediodía, estaban a la vista pública y aquel extraño hombrecillo no resultaba, después de todo, amenazador en lo absoluto. Su rostro puntiagudo y sus maneras afectadas no infundían temor alguno, sino más bien curiosidad.

-Mi propuesta puede ayudarte mucho – dijo el pequeño sujeto tras avanzar un tramo en silencio–, pero necesito contar con tu discreción.

-¿De qué tratar?

-Dame primero tu palabra de que no comentarás sobre esto. Si lo haces, iré a por tu familia. – lo amenazó el hombrecillo y pareció estar hablando muy en serio.

-Yo nunca decir sobre mi familia. ¿Cómo saber?

-No te elegí por azar, ¿sabes? Yo también tengo familia y apenas puedo mantenerla –mintió el sujeto–. Hace quince años que soy guardia forestal, mi sueldo apenas me alcanza y cada vez hay menos incendios – volvió a mentir, aunque esta vez no en su totalidad, pues era cierto que se había desempeñado en ese oficio durante algún tiempo.

– ¿Cuántos hijos tu tiene?

– Demasiados quizás, pero dejemos ese tema. ¿Quieres ganar un dinero extra o no?

– ¿Qué debo hacer yo?

El hombrecillo no respondió de inmediato. Habían seguido caminando por la periferia de la ciudad y aunque todo estaba desierto y no parecía haber un alma en la calle, miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie podía escucharlos. Luego hizo una pausa premeditada y buscó la mirada de Maurice Kwizera.

-Debes prenderle candela al bosque – dijo.

-¿Incendiar bosque?

-Sí.

-No puedes esconder humo si encender fuego.

-¿Qué idiotez es esa? ¡Por supuesto que no! – se burló el hombrecillo.

-Es proverbio de mi país.

-Pues es muy estúpido.

-Incendiar nuestra tierra es estúpido – rebatió el antiguo profesor de geografía.

-No si puedes ganar mil euros por hacerlo – dijo el hombrecillo y Maurice no pudo evitar sentirse atraído, de manera efímera y recóndita, por semejante recompensa, pero intentó ahuyentar ese pensamiento y preguntó: –

– ¿Dónde está truco?

– No hay truco. Solo tienes que hacer eso por mí y yo te pagaré lo que te digo.

– ¿Cuántas personas morir en intento?

– ¡Nadie! Eso no sucederá si trabajas conmigo.

– ¿Cuántas personas capturar la policía?

– Solo a un hombre, el año pasado, pero porque me desobedeció – aseguró el exguardia forestal. Luego lanzó una mirada furtiva a Maurice Kwizera y añadió: – Se parecía un poco a ti, por cierto.

– ¿Qué querer decir eso?

– Tenía tu mismo color de piel y tu acento extraño – sonrió el hombrecillo –. Y creo que también venía desde Orense, pero no recuerdo su nombre – dijo y se quedó pensativo.

Una certeza abrumadora surgió, de repente, en algún rincón del cerebro de Maurice Kwizera. Le sucedió como mismo le sucedía cada vez que se sentaba con su familia a ver la televisión y ponían uno de aquellos concursos de participación en los que el competidor de turno tenía que responder una pregunta que él ya sabía.

– Su nombre ser Pierre, ¿verdad?

– ¡Sí, ese! ¿Lo conoces? – se asombró el hombrecillo.

– Eso creer yo – se lamentó Maurice.

Y pensó entonces en todas las mentiras que su amigo Pierre le había estado repitiendo en los últimos años y que ahora él conseguía develar. Nunca había logrado fundar el negocio exitoso del que tanto hablaba en sus conversaciones por teléfono, sino que había estado trabajando todo ese tiempo como pirómano mercenario. No había alcanzado, tampoco, la buena reputación que aseguraba tener y la que se había granjeado era más turbia que el humo denso de los incendios que le pagaban por iniciar. Y el dinero conseguido por él no era honesto y merecido, como decía, sino más sucio que las oscuras cenizas que quedaban tras cada devastación. Pierre se había convertido, en realidad, en una pobre criatura de dios que había vendido su alma al diablo para sobrevivir. Por eso le había mentido sobre su forma de ganarse la vida: porque estaba avergonzado de ello. Y Maurice podía llegar a entenderlo. Lo que no comprendía, sin embargo, era por qué Pierre le había insistido tanto, entonces, para que viniera con su familia. “¿Por qué proponerles algo así en la situación en la que estaba? ¿Por qué exponerlos a que corrieran una suerte similar a la suya?” – se preguntó el antiguo profesor de geografía y necesitó unos minutos para hallar una respuesta convincente a sus propias preguntas. “Porque se sentía terriblemente solo y no hay nada peor que la soledad” – concluyó. Y sintió lástima por su viejo amigo.

-Yo no estar interesado en propuesta suya – le aseguró en definitiva al hombrecillo –. Pero, no preocupe, yo no hablar con nadie.

– Más te vale – contestó el otro de forma tajante y dio media vuelta y se marchó.

Aunque los kilómetros caminados en la jornada habían sido menores que los de otros días, Maurice Kwizera regresó a la pensión más agotado que nunca. Su cansancio, más que físico, era mental. Le parecía inconcebible que en toda la comarca no hubiera nadie dispuesto a echarle una mano y que la única persona que lo hacía le realizara una propuesta tan atroz como aquella. La misma propuesta que, además, había llevado a su amigo Pierre a arrojar su vida por la borda. No, él jamás aceptaría algo así. No tenía sentido seguir pensando en ello siquiera. Lo mejor era descansar un poco y retomar las averiguaciones al día siguiente. Después de todo, había conseguido ahorrar suficiente dinero como para permitirse indagar un poco más.

Se durmió enseguida y soñó con su infancia remota y con Pierre, y por un instante, fue feliz en el sueño. Pero la brusquedad con la que su esposa lo despertó unos minutos después, sacudiéndolo por los hombros con insólita vehemencia, le hizo volver a la realidad de manera súbita. ‘Maurice, despierta’… ‘Maurice, despierta, por favor’ – le dijo. Maurice se incorporó sobresaltado y vio a su mujer sentada a los pies de la cama. Tenía el rostro demudado por la turbación y apenas podía contener las lágrimas.

-¡Nos han robado todo! – exclamó.

-¿Cómo dices?

-Alguien se llevó todo nuestro dinero, Maurice – dijo y rompió a llorar.

-¡Cálmate, Kigeme, cálmate! Ese dinero va a aparecer. Ahora mismo iré a hablar con la dueña de la pensión.

-No, no lo entiendes.

-¿Qué hay que entender?

-¡Las niñas perdieron el dinero! – dijo Kigeme entre sollozos.

-¿Las niñas?

-Bajaron a jugar con el globo terráqueo y lo dejaron por ahí tirado.

-¿Cómo? – Maurice se llevó ambas manos a la cabeza.

-Deben haberlo cogido mientras dormíamos – dijo Kigeme y empezó a llorar nuevamente.

Aunque Maurice Kwizera siempre había creído que el peor error que podía cometer un padre era acudir a la violencia, no pudo evitar sentirse invadido por una cólera repentina hacia sus hijas y por unos deseos irreprimibles de azotarlas. En más de una ocasión les había advertido que aquel globo terráqueo no era un juguete, sino un objeto muy importante que no podía tocarse, y por eso no solo veía mal que ellas le hubiesen desobedecido, sino que creía, además, que necesitaban un escarmiento. Pero cuando se disponía a llevarlo a cabo recordó, de pronto, su propio llanto desconsolado cada vez que, siendo apenas un niño, hacía alguna travesura en ausencia de su madre y era golpeando con brutalidad por su padrastro, y ese recuerdo fugaz le hizo avergonzarse profundamente y desistir de inmediato. La rabia incontenible que aún sentía, sin embargo, le llevó a dar un puñetazo en la puerta y a lanzar un alarido de frustración: “¡Merde!”

Un coro de voces estrepitosas estalló dentro de su cabeza. Era como si, de pronto, una multitud desorientada le hubiese rodeado por completo y todos sus integrantes le empezaran a hablar al unísono. ¿Qué demonios iba a hacer ahora? ¿De dónde iba a sacar el dinero para seguir pagando el alojamiento y la comida? ¿Cómo haría para encontrar una nueva fuente de ingresos en aquella comarca rural donde nadie parecía querer ayudarle? ¿Realmente podría conseguir en un solo día lo que no había logrado en casi un mes? ¿Y qué tal la propuesta de aquel sujeto? ¿No le había dicho, acaso, que le pagaba mil euros al momento? ¡Sí, sí, eso había dicho! Y no parecía haber otra opción. Tenía aceptar aquella propuesta indecorosa. Tenía que hacerlo por sí mismo y por su familia. Eso concluyó Maurice y partió, sin perder más tiempo, rumbo a la vivienda del exguardia forestal.

El hombrecillo se sorprendió gratamente al verlo llegar y lo invitó de inmediato a pasar al interior. “Me alegra que hayas cambiado de parecer – dijo una vez que Maurice se hubo acomodado en el sofá del recibidor–. Este es un negocio lucrativo y seguro” – afirmó. Y entonces, viendo que Maurice asentía en silencio, le explicó los pormenores de la operación que había planeado. Empezó diciéndole que el lugar de la acción sería uno de los bosques que quedaban en las afueras de la comarca y que ellos irían y regresarían en su propio coche. Le dijo también que era mejor actuar esa misma noche porque, según habían advertido en el pronóstico meteorológico, se avecinaba un fuerte viento del norte en las últimas horas del día y tales condiciones climatológicas contribuirían a que el incendio se propagase con mayor rapidez. Le indicó, utilizando un mapa geográfico a gran escala, el recorrido a realizar desde el sitio donde aparcarían hasta aquel otro donde debía iniciar el siniestro y le sugirió una serie de estrategias específicas para encender el fuego. Y finalmente, le aseguró que iba a estar esperándolo en el punto de partida y que no se movería de allí hasta no verlo regresar. “La primera vez es siempre la más difícil –sonrió con cinismo–, pero las siguientes te resultarán menos complicadas.”

No muchas horas después, el viejo Seat León que conducía el hombrecillo aparcaba en un claro en las profundidades del bosque y Maurice Kwizera se bajaba del vehículo y se adentraba con prontitud en el espesor de la maleza. El exguardia forestal le había asegurado que, tras iniciar el recorrido, solo tendría que continuar ese camino sinuoso hasta toparse con una elevación repentina del terreno donde la vegetación era más exuberante. Pero una cosa era escuchar aquella explicación sentado cómodamente en el sofá de un salón y otra bien distinta, en cambio, tratar de cumplir con la misma mientras estabas rodeado de árboles y apenas podías ver un poco más allá de tus propias narices. Así que Maurice avanzó con cautela, tratando de mantener los ojos bien abiertos y deteniéndose cada vez que creía haber perdido el rumbo. Las manos le temblaban sin parar, el corazón le latía de manera desorbitada y un sudor gélido cubría por completo su cuerpo. Pero, de todas formas, siguió adelante.

Empezaba a creer que había realizado algún giro equivocado cuando, de pronto, el sendero comenzó a elevarse, el suelo se volvió más rocoso y la vegetación se tornó muy tupida. No le quedaron dudas entonces de que había llegado al sitio elegido, y mientras extraía de su bolsillo el mechero que le había entregado el exguardia forestal, buscó a su alrededor el lugar idóneo para iniciar el incendio. Se decidió, tras una ojeada exhaustiva, por un recodo del camino donde se había acumulado en demasía la hojarasca y allí mismo se acuclilló y empezó a accionar el encendedor.

Necesitó varios intentos para lograr que sus manos temblorosas mantuvieran el mechero encendido el tiempo suficiente pero finalmente lo consiguió. Una llama pequeña y humeante crepitó enseguida entre las hojas secas y Maurice Kwizera procuró que se mantuviera viva insuflándole un soplido constante desde muy cerca. Aunque en sus años como profesor de geografía había estudiado y debatido mucho sobre los desastres medioambientales, nunca había llegado a estar en presencia de uno y quizás por eso se sorprendió al constatar que, a pesar de que la ayuda proporcionada con su aliento era poca, la flama diminuta fue creciendo y expandiéndose a notable velocidad. Muy pronto estuvo ya, en efecto, en presencia de una sólida lengua de fuego que no tardó en extenderse, a su vez, por todas partes y quedar convertida en un poderoso incendio.

Quizás cualquier otra persona hubiese echado a correr de inmediato llegado ese momento, pero Maurice Kwizera no pudo evitar permanecer enclavado allí, unos instantes, mientras contemplaba con horror lo que acababa de provocar. El calor insoportable y la densa humareda le recordaron, sin embargo, que debía huir de aquel sitio cuanto antes y aprovechando que las llamas iluminaban una parte del camino emprendió entonces, sin perder otro segundo, una carrera desenfrenada de regreso. Y justo cuando comenzaba a alejarse del peligro se pisó con torpeza los cordones desatados de su zapato derecho y cayó al suelo con estrépito, golpeándose la cabeza contra una roca.

Cuando logró recobrar la conciencia, algún tiempo impreciso después, sintió una ardentía tan grande en sus ojos que decidió mantenerlos cerrados. Lo peor, sin embargo, era la opresión asfixiante que atenazaba su pecho, que apenas le permitía respirar y que le llevó a hacer un esfuerzo sobrehumano para tomar una simple bocanada de aire. Un escozor lacerante lo recorrió por dentro de inmediato, desde la boca y las fosas nasales hasta las profundidades de su laringe, e incluso más allá, mientras el poco oxígeno que quedaba a su alrededor intentaba abrirse paso a través de sus vías respiratorias. Supo entonces que no tardaría en morir, y tras dedicar un último pensamiento de conmiseración a su esposa y a sus hijas pequeñas, entreabrió a duras penas los ojos y trató de mantenerlos así el tiempo necesario para echar un último vistazo al mundo que pronto iba a abandonar.

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